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Política · libro tercero, capítulo XI

Conclusión de la teoría del reinado

La materia nos conduce ahora a tratar del reinado en que el monarca puede hacer todo lo que le plazca, y que vamos a estudiar aquí. Ninguno de los reinados que se llaman legales, constituye, repito, una especie particular de gobierno, puesto que se puede establecer donde quiera un generalato inamovible, en la democracia lo mismo que en la aristocracia. Muchas veces el gobierno militar está confiado a un solo individuo, y hay una magistratura de este género en Epidamno y en Opunto{86}, donde sin embargo los poderes del jefe supremo son menos extensos. En cuanto a lo que se llama reinado absoluto{87}, es decir, aquel en que un solo hombre reina soberanamente como bien le parece, muchos sostienen que la naturaleza misma de las cosas rechaza este poder de uno sólo sobre todos los ciudadanos, puesto que el Estado no es más que una asociación de seres iguales, y que entre seres naturales iguales, las prerrogativas y los derechos deben ser necesariamente idénticos. Si es en el orden físico perjudicial dar alimento igual y vestidos iguales a [119] hombres de constitución y estatura diferentes, la analogía no es menos patente cuando se trata de los derechos políticos; y a la inversa, la desigualdad entre iguales no es menos irracional.

Es por tanto justo que la participación en el poder y en la obediencia sea para todos perfectamente igual y alternativa; porque esto es precisamente lo que procura hacer la ley, y la ley es la constitución. Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder debe ponerse en manos de muchos, sólo se les debe hacer guardianes y servidores de la ley; porque si la existencia de las magistraturas es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una magistratura suprema a un solo hombre, con exclusión de todos los que valen tanto como él.

A pesar de lo que se ha dicho, allí donde la ley es impotente, un individuo no podrá nunca más que ella; una ley, que ha sabido enseñar convenientemente a los magistrados, puede muy bien dejar a su buen sentido y a su justificación el arreglar y juzgar todos los casos en que ella guarda silencio. Más aún; les concede el derecho de corregir todos los defectos que tenga, cuando la experiencia ha hecho ver que admite una mejora posible. Por tanto, cuando se reclama la soberanía de la ley, se pide que la razón reine a la par que las leyes; pero pedir la soberanía para un rey es hacer soberanos al hombre y a la bestia; porque los atractivos del instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres cuando están en el poder, hasta a los mejores; la ley, por el contrario, es la inteligencia sin las ciegas pasiones. El ejemplo tomado más arriba de las ciencias, no parece concluyente; es peligroso atenerse en medicina a los preceptos escritos, y vale más confiar en los hombres prácticos. El médico nunca se verá arrastrado por la amistad a prescribir un tratamiento irracional; a lo más tendrá en cuenta los honorarios que le ha de valer la curación. En política, por lo contrario, la corrupción y el favor ejercen muy poderosamente un funesto influjo. Sólo cuando se sospecha que el médico se ha dejado ganar por los enemigos para atentar a la vida del enfermo, se acude a los preceptos escritos. Más aún, el médico enfermo llama para curarse a otros médicos, y el gimnasta muestra su fuerza en presencia de otros gimnasias; creyendo unos y otros que juzgarían mal si fuesen jueces en causa propia, por no poder ser [120] desinteresados. Luego evidentemente, cuando sólo se aspira a obtener la justicia, es preciso optar por un término medio, y este término medio es la ley. Por otra parte, hay leyes fundadas en las costumbres que son mucho más poderosas e importantes que las leyes escritas; y si es posible que se encuentren en la voluntad de un monarca más garantías que en la ley escrita, seguramente se encontrarán menos que en estas leyes, cuya fuerza descansa por completo en las costumbres. Pero un solo hombre no puede verlo todo con sus propios ojos; será preciso que delegue su poder en numerosos funcionarios inferiores, y entonces, ¿no es más conveniente establecer esta repartición del poder desde el principio que dejarlo a la voluntad de un solo individuo? Además, queda siempre en pie la objeción que precedentemente hemos hecho: si el hombre virtuoso merece el poder a causa de su superioridad, dos hombres virtuosos lo merecerán más aún. Así dice el poeta:

«Dos bravos compañeros, cuando marchan juntos...»{88}

súplica que hace Agamenón, cuando pide al cielo

«Tener diez consejeros sabios como Néstor.»{89}

Pero hoy, se dirá, en algunos Estados hay magistrados encargados de fallar soberanamente, como lo hace el juez, en los casos que la ley no puede prever, prueba de que no se cree que la ley sea el soberano y el juez más perfecto, por más que se reconozca su omnipotencia en los puntos que ella decide{90}; pero precisamente por lo mismo que la ley sólo puede abrazar ciertas cosas dejando fuera otras, se duda de su excelencia, y se pregunta, si en igualdad de circunstancias no es preferible sustituir su soberanía con la de un individuo, puesto que disponer legislativamente sobre asuntos que exigen deliberación especial es una cosa completamente imposible. No se niega, que en tales casos sea preciso someterse al juicio de los hombres; lo que se niega únicamente es que deba preferirse un solo individuo a muchos, porque cada uno de los magistrados, aunque sea aislado, puede, guiado por la ley que ha estudiado, juzgar muy equitativamente. Pero podría parecer absurdo el sostener, que un hombre que, para formar juicio, sólo tiene dos ojos y dos oídos, y [121] para obrar dos pies y dos manos, pueda hacerlo mejor que una reunión de individuos con órganos mucho más numerosos. En el estado actual, los monarcas mismos se ven precisados a multiplicar sus ojos, sus oídos, sus manos y sus pies, repartiendo la autoridad con los amigos del poder y con sus amigos personales. Si estos agentes no son amigos del monarca, no obrarán conforme a las intenciones de éste; y si son sus amigos, obrarán, por el contrario en bien de su interés y del de su autoridad. Ahora bien, la amistad supone necesariamente semejanza, igualdad; y el rey al permitir que sus amigos compartan su poder, viene a admitir al mismo tiempo que el poder debe ser igual entre iguales.

Tales son sobre poco más o menos las objeciones que se hacen al reinado.

Unas son perfectamente fundadas, mientras que otras lo son quizá menos. El poder del señor, así como el reinado o cualquier otro poder político justo y útil, es conforme con la naturaleza, mientras que no lo es la tiranía, y todas las formas corrompidas de gobierno son igualmente contrarias a las leyes naturales. Lo que hemos dicho prueba que entre individuos iguales y semejantes, el poder absoluto de un solo hombre no es útil ni justo, siendo del todo indiferente que este hombre sea, por otra parte, como la ley viva en medio de la carencia de leyes o en presencia de ellas, o que mande a súbditos tan virtuosos o tan depravados como él, o en fin, que sea completamente superior a ellos por su mérito. Sólo exceptúo un caso que voy a decir, y que ya he indicado antes.

Fijemos ante todo lo que significan para un pueblo los epítetos de monárquico, aristocrático y republicano. Un pueblo monárquico es aquel que naturalmente puede soportar la autoridad de una familia dotada de todas las virtudes superiores, que exige la dominación política. Un pueblo aristocrático es aquel que, teniendo las cualidades necesarias para tener la constitución política que conviene a hombres libres, puede naturalmente soportar la autoridad de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un pueblo republicano es aquel en que por naturaleza todo el mundo es guerrero, y sabe igualmente obedecer y mandar a la sombra de una ley que asegura a la clase pobre la parte de poder que debe corresponderle.

Así, pues, cuando toda una raza, o aunque sea un individuo [122] cualquiera, sobresale mostrando una virtud de tal manera superior que sobrepuje a la virtud de todos los demás ciudadanos juntos, entonces es justo que esta raza sea elevada al reinado, al supremo poder, y que este individuo sea proclamado rey. Esto, repito, es justo, no sólo porque así lo reconozcan los fundadores de las constituciones aristocráticas, oligárquicas y también democráticas, que unánimemente han admitido los derechos de la superioridad, aunque estén en desacuerdo acerca de la naturaleza de esta superioridad, sino también por las razones que hemos expuesto anteriormente. No es equitativo matar o proscribir mediante el ostracismo a un personaje semejante, ni tampoco someterlo al nivel común, porque la parte no debe sobreponerse al todo, y el todo en este caso, es precisamente esta virtud tan superior a todas las demás. No queda otra cosa que hacer que obedecer a este hombre y reconocer en él un poder, no alternativo, sino perpetuo.

Pongamos aquí fin al estudio del reinado, después de haber expuesto sus diversas especies, sus ventajas y sus peligros, según los pueblos a que se aplica, y después de haber estudiado las formas que reviste.

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{86} Opunto, ciudad de la Lócrida.

{87} Juliano, siendo emperador y señor absoluto del imperio romano, acordándose de que era filósofo, aprueba este pasaje.

{88} Iliada, cap. X, v. 224.

{89} Iliada, cap. II, v. 372.

{90} A Platón le parece la ley inferior a un legislador ilustrado.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 118-122