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Antonio de Guevara 1480-1545

Reloj de Príncipes / Libro III

Capítulo XLVIII
Que los príncipes y grandes señores deven acordarse que son mortales, y ni porque tengan muchos regalos en la vida, no por esso han de escusarse de saber a qué sabe la sepultura. Pone aquí el auctor notables palabras para no temer la muerte.


Cleóbolo y Bitón fueron hijos de una famosa muger, la qual era sacerdotissa de la diosa Juno, y, como se llegasse el día de la gran solenidad de aquella diosa, aparejaron los hijos un carro en que la sacerdotissa, su madre, fuesse al templo; porque tenían en costumbre los griegos que el día que los sacerdotes avían de ofrescer solemnes sacrificios, o avían de yr en braços, o los avían de llevar en carros. Acatavan tanto sus templos, tenían en tanto sus sacrificios y honravan tanto a sus sacerdotes, que, si algún sacerdote ponía los pies en el suelo, no le consentían aquel día ofrescer sacrificio. Fue, pues, el caso, que, caminando aquella sacerdotissa en su carro, y sus hijos Cleóbolo y Bitón con ella por el camino, súbitamente se cayeron muertos los animales que llevavan el carro bien x millas antes que llegassen al templo de la diosa Juno. Visto que los animales eran muertos, y que la madre no podía yr a pie, y que el carro estava parado, y que no avía otros animales a mano, determinaron los hijos como buenos hijos de tomar a cuestas el yugo, y ceñirse las coyundas, y tirar y llevar aquel carro como si fueran bestias. Y assí fue que, como su madre los truxo en el vientre cada nueve meses, ellos llevaron a ella y al carro diez millas. Como yvan muchos y de diversas partes a la gran fiesta de la diosa Juno, y vieron a Cleóbolo y a Bitón yr uñidos al carro, y llevar en él a su madre al templo, fueron [884] dello muy maravillados, y dezían ser aquellos moços merescedores de grandes premios. Y de verdad justamente lo dezían y ellos lo merescían, porque en tanto se ha de tener el exemplo que davan a que cada hijo reverencie a su padre, como en llevar de aquella manera a su madre. Después que se uvo acabado aquella fiesta, no sabiendo la madre con qué pagar a sus hijos tan buena obra, rogó con muchas lágrimas a la diosa Juno acabasse con los otros dioses sus compañeros que tuviessen por bien de dar a aquellos sus dos hijos la mejor cosa que los dioses suelen dar a sus amigos. Respondióle la diosa Juno que ella era contenta de lo suplicar, y que ella y los otros dioses serían también contentos de lo hazer, y el galardón que por este eroico hecho dieron fue que Cleóbolo y Bitón se acostaron a dormir sanos y otro día los dos amanescieron muertos. Sintiendo mucho la madre la muerte de los hijos, y quexándose a los dioses de los mismos dioses, díxole la diosa Juno: «Si te quexas, no tienes razón de te quexar, pues te dimos lo que pediste y pediste lo que te dimos. Yo soy diosa y tú eres mi sacerdotissa, y a esta causa dieron los dioses a tus fijos la cosa que es a ellos más cara, y ésta es la muerte; porque nosotros los dioses la mayor vengança que tomamos de nuestros enemigos es dexarlos mucho vivir y la mejor cosa que tenemos guardada para nuestros amigos es hazerlos presto morir.» Es auctor desta hystoria Hizearcho en su Política, y Cicerón en el primero de las Tusculanas.

En la ysla de Delphos, do estava el oráculo de Apolo, avía allí un templo sumptuosíssimo, el qual con la gran antigüedad de tiempo se yva todo a caer al suelo, como acontesce a todos los edificios superbos que de tiempo a tiempo no son reparados; porque, si los muros, y omenages, y castillos, y casas fuertes supiessen hablar, también se quexarían porque no los renuevan como se quexan los viejos de que no los regalan. Trifonio y Agamendo eran dos varones griegos, y entre los griegos por hombres sabios y ricos tenidos, los quales se fueron para el templo de Apolo y edificáronle todo de nuevo, y esto con trabajo de sus personas y con gran gasto de sus haziendas. Acabado el edificio del templo, díxoles el dios Apolo que se tenía dellos por muy servido y que en [885] remuneración de su trabajo le pidiessen alguna cosa, que de voluntad les sería otorgada, porque los dioses tenían en costumbre por pocos servicios hazer muchas mercedes. Triphonio y Agamendo respondieron al dios Apolo que ellos por su voluntad, ni por su trabajo, ni por su costa, no le pedían otro premio sino que tuviesse por bien de darles la cosa que al hombre mejor se puede dar y al mismo ombre le esté mejor, diziendo que los míseros hombres ni son poderosos para evitar el mal, ni tienen prudencia para elegir el bien. Respondió el dios Apolo que era contento de pagarles el servicio que le avían hecho y de otorgarles lo que le avían pedido, y fue el caso que, tres días después que passó esto, ya que Triphonio y Agamendo avían solemnemente comido, súbitamente se cayeron los dos juntos muertos a la puerta del templo, por manera que fue el premio de su trabajo sacarles deste trabajo.

El fin de contar estos dos exemplos es para que conozcan todos los mortales que no ay cosa tan buena en la vida como es quando se acaba la vida; y, si en el dexar no es sabrosa, es a lo menos muy provechosa; porque a un caminante acusarle ýamos de gran imprudencia si, yendo sudando por el camino, se pusiesse a cantar, y después, por aver acabado la jornada, se tomasse a llorar. ¿Por ventura no es loco el que va navegando si le pesa de que llega al puerto? ¿Por ventura no es simple el que da la batalla y suspira porque alcançó la victoria? ¿Por ventura no es más vano el que estando en un gran aprieto le pesa de ser socorrido? Pues muy más imprudente, innocente, vano y loco es el que, caminando para la muerte, le pesa de topar con la muerte; porque la muerte es el refugio verdadero, la sanidad perfecta, el puerto seguro, la victoria entera, la carne sin huesso, el pescado sin espina, el grano sin paja; finalmente después de la muerte, ni tenemos que llorar, ni menos que dessear.

En tiempo del Emperador Adriano murió una matrona muy generosa y que del Emperador era parienta, y un filósofo llamado Segundo hizo una oración a sus exequias muy solenníssima, en la qual dixo muchos males de la vida y muchos bienes de la muerte, y, como el Emperador le preguntasse qué cosa es muerte, respondió el philósopho: «La muerte es un eterno sueño, una dissolución de cuerpos, un espanto de ricos, un [886] desseo de pobres, un caso inevitable, una peregrinación incierta, un ladrón del hombre, una madre del sueño, una sombra de vida, un apartamiento de vivos, una compañía de muertos, una resolución de todos, un remate de trabajos y un fin de vagabundos desseos; finalmente es la muerte un verdugo de los malos y sumo premio de buenos.» Bien habló este philósopho, y no obraría mal el que pensasse profundamente en lo que dixo; porque si una gotera cava en una piedra dura, no es menos sino que el pensamiento de la muerte nos hará emendar la vida.

Séneca en una epístola cuenta de un philósopho que avía nombre Basso, al qual, como le preguntassen qué mal avía en la muerte porque los hombres temían tanto la muerte, respondió: «Si algún daño o miedo se recresce en el que se quiere morir, no es propriedad de la muerte, sino vicio del que muere.» Conforme a lo que este philósopho dixo, podemos nosotros dezir que, assí como el sordo no puede juzgar de las consonancias, ni el ciego de las colores, tampoco puede el que nunca gustó la muerte dezir mal de la muerte; porque de todos los que son muertos ninguno se quexa de la muerte y de los pocos que son vivos todos se quexan de la vida.

Si algunos de los muertos tornassen acá a hablar con los vivos, y como quien lo ha experimentado nos dixessen si ay algún mal en la muerte secreto, razón sería tener de la muerte algún espanto, pero porque un hombre que ni vio, ni oyó, ni sintió, ni gustó jamás la muerte nos diga mal de la muerte, ¿por esso emos de aborrecer la muerte? Algún mal deven tener hecho en la vida los que temen y dizen mal de la muerte; porque en aquella postrera hora y en aquel estrecho juyzio es do los buenos son conoscidos y los malos descubiertos. Ni a príncipes, ni a cavalleros; ni a ricos, ni a pobres; ni a sanos, ni a enfermos; ni a prósperos, ni a abatidos: a ninguno veo de los vivos con sus estados estar contentos, si no son los muertos, los quales en sus sepulchros están en paz y quietos, en que ya ni son avaros, codiciosos, superbos, perezosos, vanos, ambiciosos, ni vagabundos, por manera que el estado de los muertos deve ser el más seguro, pues a ninguno vemos con él estar descontento. [887]

Pues los que están pobres buscan con que se enrriquescer, y los que están tristes buscan con que se alegrar, y los que están enfermos buscan con que sanar, ¿por qué los que tienen a la muerte tanto temor no buscan algún remedio para no la temer? Diría yo en este caso que se ocupe en bien vivir el que no quiere temer morir, porque la innocente vida haze ser la muerte segura. Preguntado el divino Platón por Sócrates cómo se avía avido con la vida y cómo se avría con la muerte, respondió: «Hágote saber, Sócrates, que en la mocedad trabajé por bien vivir y en la vejez trabajé por bien morir; y como la vida ha sido honesta y espero la muerte con alegría, ni tengo pena en vivir, ni terné temor de morir.» Fueron por cierto estas palabras dignas de tal varón.

Mucho se sienten los hombres sentidos quando han trabajado y no les pagan su sudor, quando ellos son fieles y no corresponden a su fidelidad, quando a sus muchos servicios les son los amigos ingratos, quando son honrados y no les dan lugares honrosos; porque los generosos y valerosos coraçones no sienten ellos perder el fruto de su trabajo, pero sienten mucho no les reconoscer que han trabajado. ¡O, bienaventurados los que mueren, los quales sin esta afrenta y sin esta pena se está cada uno en su sepultura!; porque en aquel tribunal guárdase a todos tan igualmente la justicia, que en el mismo lugar que merescimos en la vida, en aquél nos colocan después de la muerte. Jamás uvo, ni ay, ni avrá juez tan justo, ni en la justicia tan recatado, que el premio diesse por peso y la pena por medida, sino que algunas vezes castigan a los innocentes y absuelven a los condenados, agravian al que está sin culpa y dissimulan con el culpado; porque muy poco aprovecha al pleyteante que le sobre justicia si al que es su juez le falta conciencia. No es assí, por cierto, en la muerte, sino que se han de tener todos por dicho que el que tuviere buena justicia, segura terná por sí la sentencia.

En tiempo que era censor en Roma el gran Catón Censorino, murió un muy famoso romano, y en su muerte mostró grave esfuerço, y como otros romanos loassen el esfuerço que avía tenido y las palabras que avía dicho, Catón Censorino rióse de lo que dezían y de lo que loavan. Y, preguntado la [888] causa de su risa, respondió: «Espantáysos de que yo me río, y yo ríome de que os espantáys; porque, considerados los trabajos y peligros con que vivimos, y la seguridad y quietud con que morimos, yo digo que es menester más esfuerço para vivir que no osadía para morir.» Es auctor desto Plutarco en su Apotémata. No podemos negar sino que como hombre sabio habló Catón Censorino, pues vemos cada día a personas virtuosas y vergonçosas passar hambre, frío, sed, cansancio, pobreza, afrentas, tristezas, enemistades y infortunios, las quales cosas todas les valdría más ver el fin dellas en un día, que no sufrirlas cada hora; porque menos mal es una muerte honesta que no una vida enojosa.

¡O!, quán inconsiderados son los hombres en pensar que no más de una vez se han de morir, como sea verdad que el día que nascemos comiença nuestra muerte y el día postrero nos acabamos de morir. Si no es otra cosa la muerte sino acabar alguna cosa la vida, razón ay para dezir que murió nuestra infancia, murió nuestra puericia, murió nuestra juventud, murió nuestra viril edad, y muere y morirá nuestra senetud. De lo qual podemos collegir que morimos cada año, cada mes, cada día, cada hora y cada momento, por manera que, pensando traer la vida segura, anda con nosotros la muerte rebuelta. No sé yo por qué los hombres se espantan tanto de morir, pues desde el punto que nascen alguna otra cosa no andan a buscar; porque jamás faltó a alguno tiempo para se morir, ni jamás supo alguno este camino errar.

Séneca en una epístola cuenta que, llorando una romana a un hijo suyo que se le avía muerto muy mancebo, le dixo un philósopho: «¿Por qué lloras, muger, a tu hijo?» Respondió ella: «Lloro porque vivió xxv años y quisiera que viviera cincuenta; porque las madres amamos tan de coraçón a nuestros hijos, que ni nos hartamos de los mirar, ni jamás acabamos de los llorar.» Díxole entonces el philósopho: «Dime, yo te ruego, muger, ¿por qué no te quexas de los dioses por no aver hecho a tu hijo muchos años antes nascer, como te quexas que no le dexaron otros cincuenta años más vivir? ¿Lloras que murió temprano y no lloras que nasció tan tarde? Dígote verdad, muger, que si no te acuerdas de entristecer por lo [889] uno, tampoco deves llorar por lo otro; porque sin determinación de los dioses, ni podemos abreviar la muerte, ni menos alargar la vida.» Conforme a lo que dixo este philósopho, dezía también Plinio en una epístola que la mejor ley que los dioses avían dado a la naturaleza humana era que ninguno tuviesse la vida perpetua; porque con el desordenado desseo de vivir vida larga, nunca holgaríamos de salir desta pena.

Disputando dos philósophos delante el gran Emperador Theodosio, en que el uno se estremava en dezir que era bueno procurar la muerte, y el otro por semejante dezía ser cosa necessaria aborrecer la vida, tomando la mano el buen Theodosio, dixo: «Somos tan estremados todos los mortales en el aborrecer y en el amar, que, so color de amar mucho la vida, nos damos muy mala vida; porque sufrimos tantas cosas por conservarla, que valdría alguna vez más perderla. (E dixo más.) En tanta locura han venido muchos hombres vanos, que también por temor de la muerte procuran de acelerar la muerte, y teniendo consideración a esto sería yo de parescer que ni amemos mucho la vida, ni con desesperación busquemos la muerte; porque los hombres fuertes y valerosos ni han de aborrescer la vida en quanto durare, ni pesarles con la muerte quando viniere.» Todos loaron lo que Theodosio dixo, según dize en su Vida Paulo Diáchono.

Hable cada uno lo que mandare y aconsejen los philósofos lo que quisieren, que de mi pobre juyzio aquél sólo rescibirá la muerte sin pena, el qual mucho antes se apareja a rescebirla; porque toda muerte repentina no sólo al que la gusta amarga, mas aun al que la oye espanta. Dezía Latancio que de tal manera ha el hombre de vivir como si dende a una hora se uviesse de morir; porque los hombres que tuvieren la muerte delante los ojos es impossible que den lugar aun a malos pensamientos. A mi parescer, y aun al parescer de Apuleyo, ygual locura es desechar lo que no se puede huyr, como dessear lo que no se puede alcançar; y dízese esto por los que rehúsan la jornada de la muerte, do el camino es necessario, pero el bolver es impossible. Los que caminan caminos largos, si algo les falta, piden emprestada a la compañía; si algo olvidan, tornan a la posada; y si no, escriven a sus amigos una carta; pero [890] ¡ay, dolor! que si una vez nos morimos, ni nos dexarán tornar, ni podremos hablar, ni nos consentirán escrevir, sino que tales quales nos hallaren, tales nos sentenciarán, y (lo que más terrible es de todo) que la essecución y la sentencia todo se dará en un día.

Créanme los príncipes y grandes señores, y no dexen para la muerte lo que pueden hazer en vida; no esperen en lo que mandaren, sino en lo que uvieren hecho; no confíen en obras agenas, sino en las obras proprias; porque al fin más les valdrá un solo suspiro que todos los amigos del mundo. Aviso, ruego y exorto a todos los hombres cuerdos, y a mí con ellos, que de tal manera vivamos en que a la hora de la muerte podamos dezir que vivimos; y no podemos dezir que vivimos quando no vivimos bien, porque el tiempo que gastaremos sin provecho todo nos le darán por ninguno. [891]


{Antonio de Guevara (1480-1545), Relox de Príncipes (1529). Versión de Emilio Blanco publicada por la Biblioteca Castro de la Fundación José Antonio de Castro: Obras Completas de Fray Antonio de Guevara, tomo II, páginas 1-943, Madrid 1994, ISBN 84-7506-415-9.}

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Antonio de Guevara
La versión del Libro áureo de Marco Aurelio, preparada por Emilio Blanco, ha sido publicada en papel en 1994 por la Biblioteca Castro, y se utiliza con autorización expresa de su editor y propietario, la Fundación José Antonio de Castro (Alcalá 109 / 28009 Madrid / Tel 914 310 043 / Fax 914 358 362).
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