Filosofía en español 
Filosofía en español

Artículos de Carlos Marx sobre España revolucionaria (1854), &c.

C. Marx, F. Engels, La revolución española, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú 1958 [1961]

V
Espartero
(editorial)

Una de las características de las revoluciones consiste en que, precisamente cuando el pueblo parece a punto de realizar un gran avance e inaugurar una nueva era, se deja dominar por las ilusiones del pasado y entrega todo el poder y toda la influencia que tan caros le han costado a unos hombres que representan o se supone que representan el movimiento popular de una época fenecida. Espartero es uno de estos hombres tradicionales a quienes el pueblo tiene la costumbre de alzar en sus hombros en los momentos de crisis sociales y de los que después, a semejanza del perverso anciano que se aferraba tenazmente con las piernas al cuello de Simbad el marino, le es difícil desembarazarse. Preguntad a un español de la llamada escuela progresista en qué consiste el valor político de Espartero y os contestará con presteza: “Espartero representa la unidad del gran partido liberal. Espartero es popular porque ha salido del pueblo. Su popularidad sirve exclusivamente a la causa de los progresistas”. Cierto es que Espartero, hijo de un artesano, se ha encumbrado hasta el puesto de regente de España; y cierto que, habiendo entrado en el ejército como soldado raso, lo abandonó con la graduación de mariscal de campo. Pero, si puede ser considerado como el símbolo de la unidad del gran partido liberal, es también evidente que nos hallamos en presencia de una unidad en que todos los extremos quedan atenuados. Y en cuanto a la popularidad de los progresistas, no exageraremos al decir que la han perdido desde el instante mismo en que ha pasado, de la totalidad del partido, a este individuo aislado.

Como prueba de lo antiguo y original de la grandeza de Espartero, basta aducir el simple hecho de que hasta ahora nadie ha sido capaz de explicarla. Mientras sus amigos se refugian en lugares comunes alegóricos, sus enemigos, aludiendo a una extraña característica de su vida privada, afirman que no es más que un jugador afortunado. Así, pues, tanto unos como otros se ven en idéntico apuro para descubrir alguna relación lógica entre el hombre en sí y su fama y reputación.

Los méritos militares de Espartero son tan dudosos como indiscutibles sus defectos políticos. En una voluminosa biografía publicada por el señor Flórez se habla mucho del valor y de la pericia militar de Espartero, puestos de relieve en las provincias de Charcas, La Paz, Arequipa, Potosí y Cochabamba, donde luchó a las órdenes del general Morillo, encargado a la sazón del sometimiento de los Estados sudamericanos a la autoridad de la corona española. Pero la impresión general que sus hechos de armas sudamericanos produjeron en el ánimo excitable de sus compatriotas, se caracteriza suficientemente por el hecho de que se le llamara el jefe del ayacuchismo y a sus partidarios se les diera el nombre de ayacuchos, con alusión a la desgraciada batalla de Ayacucho, en la que España perdió definitivamente Perú y toda Sudamérica. Trátase en todo caso de un héroe sumamente peregrino, cuyo bautismo histórico data de una derrota y no de una victoria. En los siete años de guerra contra los carlistas jamás se distinguió por uno de esos golpes de audacia que dieron a conocer pronto a Narváez, su rival, como un soldado de nervios de acero. Espartero poseía indudablemente la facultad de sacar el mayor provecho posible de los pequeños éxitos, pero fue simplemente la suerte lo que hizo que Maroto le entregara las últimas fuerzas del pretendiente; las últimas, ya que el levantamiento de Cabrera en 1840 sólo fue una tentativa póstuma de galvanizar los descarnados huesos del carlismo. Incluso el señor Marliani, historiador de la España moderna y admirador de Espartero, reconoce que esta guerra de siete años no puede compararse más que con las contiendas sostenidas en el siglo X entre los pequeños señores feudales de las Galias, contiendas en las que el triunfo no era resultado de la victoria. Ya por otra desdichada coincidencia resulta que, entre todas las hazañas realizadas por Espartero en la península, la que más viva huella dejó fue, si no precisamente una derrota, cuando menos una acción singularmente extraña tratándose de un “héroe de la libertad”. Espartero adquirió renombre por haber bombardeado las ciudades de Barcelona y Sevilla. Si los españoles –dice un escritor– quisieran representar a Espartero como Marte, sería necesario presentar a ese dios bajo la forma de un ariete.

Cuando Cristina se vio obligada en 1840 a renunciar a la regencia y a huir de España, Espartero, contrariando la voluntad de un amplio sector de los progresistas, asumió la autoridad suprema dentro de los límites del Gobierno parlamentario. Entonces se rodeó de una especie de camarilla y adoptó los aires de un dictador militar, sin ponerse realmente por encima de la mediocridad de un rey constitucional. Otorgó su favor más bien a los moderados que a los progresistas, los cuales, salvo raras excepciones, quedaron apartados de los cargos públicos. Sin reconciliarse con sus enemigos, fue enajenándose poco a poco a sus amigos. Falto de valor para romper las trabas del régimen parlamentario, no supo ni aceptarlo, ni compenetrarse con él, ni transformarlo en un instrumento de acción. Durante sus tres años de dictadura, el espíritu revolucionario fue quebrantado paso a paso gracias a los innumerables compromisos, y las disensiones internas del partido progresista, sin nadie que las contuviera, llegaron hasta tal extremo que permitieron a los moderados recuperar el poder absoluto mediante un coup de main. De este modo, Espartero quedó tan despojado de autoridad que hasta su mismo embajador en París conspiró contra él de acuerdo con Cristina y Narváez, y su poder disminuyó de tal modo que no encontró medios para parar los golpes de esas miserables intrigas, ni de las mezquinas maniobras de Luis Felipe. Tan poca cuenta se daba de su propia situación, que intentó enfrentarse con la opinión pública cuando ésta sólo buscaba un pretexto para destrozarle.

En mayo de 1843, cuando su popularidad había desaparecido hacia ya largo tiempo, se obstinó en mantener en sus puestos a Linaje, Zurbano y demás miembros de su camarilla militar, cuya destitución era reclamada a grandes voces; disolvió el gabinete López, que tenía una gran mayoría en la Cámara de Diputados, y se negó testarudamente a conceder una amnistía a los moderados que se encontraban en el destierro, amnistía reclamada por doquier, en el Parlamento, en el pueblo y hasta en el ejército. Esta exigencia expresaba simplemente el descontento general suscitado por el régimen de Espartero. Entonces estalló de súbito un huracán de pronunciamientos contra el “tirano Espartero”, huracán que sacudió la península de punta a punta; fue un movimiento que por la rapidez de su propagación sólo puede compararse con el actual. Moderados y progresistas se unieron con el único objeto de desembarazarse del regente. La crisis cogió a éste totalmente de improviso; la hora decisiva le encontró desprevenido.

Narváez, acompañado de O'Donnell, Concha y Pezuela, desembarcó con un puñado de hombres en Valencia. En ellos todo era rapidez y acción, audacia reflexiva, energía y decisión. En Espartero todo era vacilación impotente, lentitud mortal, apática indecisión, debilidad indolente. Mientras Narváez libraba del asedio a Teruel y penetraba en Aragón, Espartero se retiraba de Madrid y consumía semanas enteras en Albacete en una inactividad inexplicable. Cuando Narváez había conseguido ya la adhesión de los cuerpos de ejército de Seoane y Zurbano en Torrejón y marchaba sobre Madrid, Espartero se unió por fin con Van-Halen para llevar a cabo el inútil y odioso bombardeo de Sevilla. Después empezó a correr de un sitio para otro, abandonado en cada etapa de su retirada por sus soldados, hasta que al fin llegó a la costa. Cuando embarcó en Cádiz, esta ciudad, la única en que le quedaban partidarios, dio la despedida a su héroe sublevándose también contra él. Un inglés que vivió en España durante esta catástrofe, da una gráfica descripción de la caída de Espartero: “Lo que ocurrió no fue un terrible e instantáneo hundimiento, tras una reñida batalla, sino una retirada progresiva, sin combate, de Madrid a Ciudad Real, de Ciudad Real a Albacete, de Albacete a Córdoba, de Córdoba a Sevilla, de Sevilla al Puerto de Santa María, y de este último punto al ancho Océano. Descendió de la idolatría al entusiasmo, del entusiasmo al afecto, del afecto a la consideración, de la consideración a la indiferencia, de la indiferencia al desprecio, del desprecio al odio y del odio cayó al mar”.

¿Cómo ha podido Espartero convertirse nuevamente en el salvador de la patria y en la “espada de la revolución”, como ahora le llaman? Este fenómeno sería completamente incomprensible a no ser por los diez años de reacción que España ha sufrido bajo la brutal dictadura de Narváez y bajo el yugo de los favoritos de la reina que vinieron a sustituirle. Las épocas prolongadas y violentas de reacción son prodigiosamente propicias para rehabilitar de sus fracasos revolucionarios a los hombres caídos. Cuanto más fuerza tiene la imaginación de un pueblo –y ¿dónde tiene más que en el sur de Europa?–, más irresistible es su tendencia a oponer a la encarnación personal del despotismo la encarnación personal de la revolución. Como el pueblo no puede improvisar de pronto a sus personajes, desentierra los cadáveres de los movimientos anteriores. ¿No estuvo el propio Narváez a punto de tornarse popular a expensas de Sartorius? El Espartero que hizo su entrada triunfal en Madrid el 29 de julio no era un hombre real; era un fantasma, un nombre, un recuerdo.

Es justo consignar que Espartero nunca se ha hecho pasar por otra cosa que por monárquico constitucional. Y si alguna duda hubiera podido existir sobre este punto, habría tenido que desaparecer ante el entusiástico recibimiento que se le hizo durante su destierro en el palacio de Windsor y por las clases gobernantes de Inglaterra. Cuando llegó a Londres, toda la aristocracia acudió en tropel a su domicilio, con el duque de Wellington y lord Palmerston a la cabeza. Aberdeen, en su calidad de ministro de Negocios Extranjeros, le mandó una invitación para ser presentado a la reina. El alcalde y los concejales londinenses le obsequiaron con banquetes en el Ayuntamiento. Y cuando se supo que el Cincinato español se dedicaba en sus horas de ocio a la jardinería, no quedó sociedad botánica, hortícola o agrícola que no se apresurara a incluirle en sus filas. Pronto se convirtió en el héroe de la ciudad. A fines de 1847, una amnistía permitió el regreso de los desterrados españoles, y por decreto de la reina Isabel, Espartero fue nombrado senador. No se le dejó, sin embargo, abandonar Inglaterra antes de que la reina Victoria invitara a él y a la duquesa a su mesa, rindiéndoles de añadidura el extraordinario honor de ofrecerles alojamiento por una noche en el palacio de Windsor. Cierto es, a nuestro entender, que esta aureola de gloria tejida alrededor de su personalidad guardaba cierta relación con la idea de que Espartero había sido y era aún el representante de los intereses británicos en España. No menos cierto es que las manifestaciones en honor de Espartero fueron en cierto modo manifestaciones contra Luis Felipe.

A su regreso a España, Espartero recibió delegación tras delegación, enhorabuena tras enhorabuena, y Barcelona le mandó un emisario especial para disculparse por el mal comportamiento de la ciudad en 1843. Pero ¿es que alguien oyó mencionar su nombre durante el fatal período comprendido entre enero de 1846 y los últimos acontecimientos? ¿Levantó su voz en aquel período en que España envilecida se veía condenada a un silencio glacial? ¿Se sabe de algún acto de resistencia patriótica que él haya realizado? Espartero se retiró tranquilamente a su hacienda de Logroño para dedicarse a sus hortalizas y a sus flores, en espera de que llegase su hora. No buscó a la revolución, sino que esperó a que la revolución lo llamase. Hizo más que Mahoma. Esperó que la montaña fuera hacia él, y la montaña, en efecto, se dirigió a él. Sin embargo, cabe mencionar una excepción. Cuando estalló la revolución de febrero, seguida del terremoto general europeo, Espartero hizo publicar por el señor Príncipe y algunos otros amigos un pequeño folleto titulado Espartero. Su pasado, su presente, su porvenir, para recordar a España que todavía tenía en su seno al hombre del pasado, del presente y del porvenir. Mas al decaer poco después el movimiento revolucionario en Francia, el hombre del pasado, del presente y del porvenir se hundió una vez más en el olvido.

Espartero nació en Granátula de la Mancha, y al igual que su célebre coterráneo, tiene una idea fija: la Constitución, y su Dulcinea del Toboso: la reina Isabel. El 8 de enero de 1848, cuando llegó a Madrid de regreso de su destierro en Inglaterra, fue recibido por la reina, de la cual se despidió en los términos siguientes: “Ruego a Vuestra Majestad que me llame cuando le sea necesario un brazo que la defienda y un corazón que la ame”. Ahora Su Majestad le ha llamado y su caballero andante aparece aplacando las olas revolucionarias, enervando a las masas con una calma engañosa, permitiendo que Cristina, San Luis y los demás se escondan en Palacio y proclamando en voz alta su fe inquebrantable en la palabra de la inocente Isabel.

Sabido es que esta reina tan digna de confianza, cuyos rasgos se dice que adquieren año tras año una semejanza cada vez más notable con los de Fernando VII, de vergonzosa memoria, fue declarada mayor de edad el 15 de noviembre de 1843. El día 21 del mismo mes y año cumplía solamente trece años de edad. Olózaga, que durante tres meses había sido su tutor por encargo de López, constituyó un gabinete molesto para la camarilla y para las Cortes recién elegidas bajo la impresión de los primeros éxitos de Narváez. Quería Olózaga disolver las Cortes y consiguió un decreto firmado por la reina, en el que se le concedía poderes para hacerlo, pero se dejaba en blanco la fecha de su promulgación. El 28 de noviembre por la tarde, Olózaga recibió el decreto de manos de la reina. En la tarde del siguiente día celebró otra entrevista con ésta; pero apenas se había marchado cuando llegó a su casa un subsecretario de Estado, el cual le informó de que estaba destituido y le pidió el decreto que había obligado a firmar a la reina. Olózaga, abogado de profesión, era demasiado astuto para caer de este modo en el lazo. No devolvió el documento hasta el día siguiente, después de habérselo enseñado lo menos a cien diputados para demostrar que la firma de la reina era de su escritura corriente y normal. El 13 de diciembre, González Bravo, nombrado presidente del Consejo, convocó en Palacio a los presidentes de las Cámaras, a las principales personalidades de Madrid, a Narváez, al marqués de Santa Cruz y a otros para que la reina les explicara lo que había pasado entre ella y Olózaga la tarde del 28 de noviembre. La inocente reinecita les condujo al salón en donde había recibido a Olózaga y, para su información, representó con mucha viveza, aunque con ademanes un tanto exagerados, un pequeño drama. Olózaga había cerrado así la puerta con cerrojo, le había cogido así el vestido, la había obligado así a sentarse, había guiado así su mano obligándola a firmar el decreto; en una palabra: había atentado así a su regia dignidad. Durante esta escena, González Bravo tomó nota de estas declaraciones, en tanto que las demás personas presentes examinaban el documento, firmado, según se desprendía, por una mano temblorosa y engañada. Así, pues, sobre la base de la solemne declaración de la reina, Olózaga debía ser juzgado como reo del delito de lesa majestad y descuartizado, o, en el mejor de los casos, desterrado a perpetuidad a las islas Filipinas. Pero, como ya hemos visto, Olózaga había tomado sus medidas de precaución. Luego vino un debate en las Cortes que duró diecisiete días, causando una sensación mayor que la producida por el famoso proceso de la reina Carolina en Inglaterra. En su discurso de defensa ante las Cortes, Olózaga dijo entre otras cosas: “Cuando nos dicen que debemos dar crédito incondicionalmente y sin la menor sombra de duda a las palabras de la reina, yo digo: ¡no! O la acusación es fundada o no lo es. Si es fundada, las palabras de la reina constituyen las declaraciones de un testigo como cualquier otro, y a esa declaración yo opongo la mía”. En la balanza de las Cortes, resultó que las palabras de Olózaga pesaban más que las de la reina. Más tarde, Olózaga se refugió en Portugal para librarse de los asesinos mandados contra él. Esta fue la primera pirueta de Isabel en el escenario político de España y la primera prueba de su honradez. Y ésta es la misma reinecita en cuyas palabras quiere ahora Espartero que el pueblo tenga confianza y a la que, después de su escandalosa conducta de once años, son ofrecidos el “brazo defensor” y el “corazón amante” de la “espada de la revolución”{7}.

New York Daily Tribune, 19 de agosto de 1854.

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{7} Tribune añadió la siguiente frase para cerrar este artículo (frase no escrita por Marx):

“Después de esto, nuestros lectores podrán juzgar si hay o no probabilidad de que la revolución española produzca algún resultado positivo”.

[C. Marx, F. Engels, La revolución española, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú 1958 [1961], páginas 86-94 y 205.]