Filosofía en español 
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2 de enero

Confucio

El gran filósofo chino Kung-Fu-Tseu o Kungt-seu, cuyo nombre latinizaron covirtiéndole en Confucio para hacerlo pronunciable a nuestros labios, los misioneros católicos, que fueron los primeros en dar a conocer la doctrina de aquel sabio, nació en Tseuí, ciudad del antiguo reino de Lu, actual provincia de Chantung, hacia el ano 551 antes de Jesucristo. Revelando desde la más tierna infancia un vehemente amor por el estudio, llegó a ser tan instruido a la edad en que otros apenas vislumbran el templo de la ciencia, que a los 17 años ya fue nombrado Mandarín. Habiendo perdido a su madre poco tiempo después, quiso observar el luto riguroso que las antiguas costumbres proscribían, retirándose del mundo por espacio de tres años; y entonces fue cuando, abstraído en meditaciones a que la soledad y el estado de su espíritu le convidaban, concibió la idea y formó el propósito de reformar las costumbres, leyes y creencias de su patria. Poniendo manos a la obra, predicó y escribió mucho en este sentido, viéndose pronto rodeado de numerosos discípulos, y mereciendo que en 505 el rey de Lu le eligiera por ministro, en cuyo cargo tuvo ocasión de corregir inveterados abusos y arraigados vicios de administración. Por último, cuando la muerte le robó a su esposa, anunció que sus días eran ya muy contados; y en efecto, dejó de existir poco después (479), en medio de sus catecúmenos y admiradores, llevándose a la tumba el cariño y las bendiciones del pueblo, a quien legaba un nombre inmortal y una filosofía elevada.

Esta se halla expuesta en sus obras que son: Comentarios sobre los King, Libros de la antigua sabiduría, que son cinco, y el titulado Hiao-King, a la piedad filial, donde están recopiladas todas las máximas del gran pensador. Su vida fue escrita en francés por el P. Amiot; y de sus obras hay varias traducciones al francés y otros idiomas europeos.

Confucio no fue el revelador de una religión, pues nunca se dio aires de profeta, ni es tampoco el legislador a la manera de Solón o de Licurgo, ni siquiera un filósofo puramente especulativo como los de la India, sino un moralista eminentemente práctico: en una palabra, Confucio es el Sócrates de la China.

Jamás se ocupó dogmáticamente de los principios metafísicos que sirven de fundamento a la moral, a saber; la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la vida ulterior de premios y castigos: él admite todas estas verdades como axiomas que no son susceptibles de demostración y sobre las cuáles nunca hará otra cosa la Filosofía, que enredarse en eternas disputas. Confucio es un deísta que profesa una moral muy pura y elevada: afirma que el hombre tiene en la razón un principio luminoso que le guía por el camino recto a la perfección, que es su destino; de suerte que el perfeccionamiento humano viene a ser la base de la moralidad, y su criterio la conciencia. En el libro titulado Tchung-Yung o la invariabilidad en el medio, se leen estas palabras: «Hay un principio cierto para conducir al estado de perfección. El que no sabe distinguir el bien del mal, lo verdadero de lo falso, ni reconoce en el hombre el mandato del cielo, no ha llegado aun a la perfección.» Y en otra parte de la misma obra se estampan los siguientes bellos pensamientos, que son el compendio de la moral: «Tener suficiente imperio sobre sí mismo para juzgar a los demás, comparándolos con nosotros, y obrar con ellos como quisiéramos que se obrase con nosotros mismos, es lo que puede llamarse la doctrina de la Humanidad: nada hay mas allá.» Por todo esto, dice el ilustre pensador belga Tiberghien que «la filosofía de Confucio puede ser considerada como una metafísica del sentido común».

Esta doctrina admite cinco virtudes cardinales, a saber: la humanidad o caridad universal, la justicia, la obediencia a las leyes, usos y costumbres reinantes, la rectitud y la sinceridad o buena fe. Los deberes se dividen en domésticos, civiles o políticos y religiosos; pero todos ellos se derivan de la piedad filial. En el orden político se considera la soberanía del príncipe como una ampliación de la autoridad paterna y como el cumplimiento religioso de un mandato del Cielo en beneficio de todos. Por eso dice Pauthier, en su Introducción al estudio de los Libros sagrados del Oriente, que en ninguna parte como en la China se han enseñado quizá de una manera tan elevada, tan digna y tan conforme a la razón, los derechos y deberes respectivos de los gobernantes y de los gobernados, y de ahí el carácter semi-patriarcal que han tenido siempre los soberanos del Celeste Imperio.

La influencia de Confucio ha sido muy grande y duradera entre los chinos, que le tienen por «uno de los más grandes y más virtuosos maestros del género humano», pero su religión, si queremos dar este nombre al sistema de moral independiente fundado por aquel gran pensador, se amalgamó después con el Budismo, formando el conjunto de creencias que hoy constituye la religión de la China.