Filosofía en español 
Filosofía en español


Felicidad eterna

La esperanza de un bien eterno después de la muerte, es el único motivo que puede hacernos sufrir con paciencia los males de esta vida, y excitarnos eficazmente a la virtud. Expuesto acá abajo a penalidades y aflicciones de toda especie, el hombre sería la más desventurada de las criaturas, si nada tuviese que esperar mas allá del sepulcro. Por lo mismo no es extraño que los incrédulos que renunciaron la fe de una vida futura, no cesen de lamentarse de la triste condición de los hombres, y de aquí tomen ocasión de blasfemar contra la providencia.

Parece que todos los que perdieron el conocimiento del verdadero Dios no tienen certidumbre alguna de la vida futura, ni conocimiento del estado en que debe hallarse el alma separada del cuerpo. Es verdad que los paganos estaban persuadidos de su inmortalidad; pero lo que los poetas decían del estado de los muertos no era una idea muy segura ni muy consoladora: suponían que los muertos en general echaban menos la vida y deseaban volver a ella: por lo mismo, no los creían en un estado de felicidad tan perfecta que pudiese servir de recompensa a la virtud.

Los antiguos justos, adoradores del verdadero Dios, gozaban de una perspectiva más propia para alentarlos. Sabían que Dios había trasportado a Enohc en recompensa de su piedad. [74] Gen., cap. 5, v. 24. Había dicho Dios al patriarca Abraham: “Yo seré tu gran recompensa”, cap. 15, v. 1º. En el exceso de su aflicción decía Job: “Yo sé que mi Redentor está vivo, y que en el último día me levantaré de la tierra, volveré a tomar mi despojo mortal, y veré a mi Dios en mi propia carne: esta esperanza reposa en mi corazón.” Job, cap. 19, v. 25. Balaam, aunque rodeado de idólatras, exclamaba: “¡Muera mi alma con la muerte de los justos, y mis últimos momentos sean semejantes a los suyos!” Núm. c. 23, v. 10. Hablando David de los hombres virtuosos, dice a Dios: “Ellos habitarán en la abundancia de vuestra casa, vos los inundareis con un torrente de delicias, y los iluminareis con vuestra propia luz.” Psalm. 35, v. 9. El autor del libro de la sabiduría asegura que los justos vivirán eternamente, que su recompensa será con Dios, que estarán en el número de sus hijos, &c. Sab., cap. 5, v. 16. Esta creencia, tan antigua como el mundo, fue hija sin duda de las lecciones que Dios había dado a nuestros primeros Padres, y era bien precisa para consolarlos de la pérdida de la felicidad en que habían sido criados.

Pero como era Jesucristo quien debía volver a abrir las puertas del cielo, cerradas por el pecado de Adán, también era él quien debía anunciar a los hombres esta feliz nueva, y revelarles la felicidad eterna con más claridad que se manifestó a los antiguos justos. Según la expresión de San Pablo, este Divino Salvador puso en claro la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio: 2ª Epíst. a Timot., cap. 1º, v. 10: representó la felicidad eterna con los rasgos más propios para fortalecer nuestra esperanza, e inflamar nuestros deseos. Nos anunció que los justos brillarán como soles en el reino de su Padre: S. Mat., cap. 13, v. 43: que Dios les dará centiplicado lo que dejaren por él: cap. 19, v. 29: que en la mansión que se les prepara no tendrán temor ni sufrimiento, [75] ni lágrimas: que Dios cambiará su tristeza en gozo, y los revestirá con su propia gloria para siempre. Apocalip., cap. 21, v. 3º: cap. 22, v. 5; y que recibirán una corona, cuyo esplendor no se deslustrará jamás: 1ª Epist. de San Pedro, cap. 5, v. 4.

Para darnos aun mejor idea de esta felicidad, Jesucristo nos da a entender que los santos participarán de la misma gloria que goza él como unigénito del Padre: “Yo quiero, dice, que ellos estén donde yo mismo estoy, y que sean lo que yo mismo soy.” Evang. de S. Juan, cap. 17, v. 24. “Yo colocaré sobre mi trono al que hubiere vencido, así como yo me siento sobre el trono de mi Padre después de mi victoria.” Apocal., cap. 3, v. 21. Por su transfiguración muestra a sus discípulos por algunos instantes un rayo de su gloria eterna. Evang. de S. Luc., cap. 9 , v. 29. Pero separa de esta felicidad suprema toda idea sensual y grosera: dice que después de la resurrección los justos serán como los ángeles de Dios en el cielo. S. Marc., cap. 12, v. 25. Su apóstol lo confirma representando los cuerpos resucitados como espirituales e incorruptibles, y semejantes al de Jesucristo. 1ª Epist. a los Corint., cap. 15, v. 42.

Finalmente, para alejar toda inquietud y toda desconfianza, pone, digámoslo así, a los ojos de sus discípulos esta felicidad eterna, dejándolos para posesionarse de ella: “Yo voy, dice, a prepararos un lugar: el espíritu consolador que os enviaré permanecerá con vosotros hasta que yo vuelva a buscaros: si me amáis, alegraos de que yo vuelva a mi padre.” Evang. de S. Juan, cap. 14, v. 2, 16, 18 y 28.

Con promesas tan positivas y seguridades tan ciertas no es extraño que Jesucristo hubiese tenido discípulos capaces de sacrificarse por él, y que sus lecciones hiciesen brotar entre los hombres unas virtudes de que no se había visto ejemplo. Por la misma razón justificó Jesucristo las máximas de moral [76] que podían parecer demasiado rígidas a unas almas enervadas y corrompidas; y debemos inferir como San Pablo, que todo lo que podemos hacer o sufrir por Dios en este mundo, no tiene proporción con la gloria que nos está reservada, Epist. a los Rom., cap. 8, v. 18.

No nos congojemos oyendo a los incrédulos cuando llegan a decirnos que la esperanza de que nos lisonjeamos, solo se funda en nuestro orgullo; que una vez que Dios nos hace felices en este mundo, nada puede asegurarnos de que nos reserva una felicidad futura: que si por una parte la religión nos consuela con bellas promesas, por otra nos espanta con las terribles ideas de la Justicia divina, y nos desazona con la serenidad de sus máximas.

Nosotros les suplicamos que consideren:

1.º Que un noble orgullo no sentará muy mal a unas almas que se creen redimidas por la sangre de todo un Dios: que esta idea las separa de envilecerse con vergonzosas pasiones, y les inspira aliento para sacrificarse como Jesucristo por el bien de sus semejantes: que aun cuando esta creencia no fuese más que una preocupación, aun sería útil conservarla entre los hombres; pero que está sólidamente fundada en la palabra, pasión, resurrección y ascensión del Hijo de Dios.

2.º Que nuestro estado sobre la tierra no puede parecer tan desgraciado, una vez que estemos seguros de gozar de una felicidad eterna después de esta vida: que es falta de los incrédulos si ella les parece insoportable, porque nada tienen que esperar: que es también por su parte un rasgo de crueldad el quitar a los demás el único motivo capaz de consolarlos, y sin el cual quedarían reducidas a la desesperación las tres cuartas partes del género humano. Por la idea de un ser necesario se demuestra que Dios es esencialmente bueno; por lo mismo, los males de esta vida son una prueba de que su bondad quiere indemnizarnos de ellos en la otra. [77]

3.º Lejos de espantarnos por la idea de la justicia de Dios, nuestra religión nos enseña que esta justicia quedó satisfecha por la muerte de Jesucristo, y que por su sacrificio se restableció la paz entre el cielo y la tierra. Epist. 2ª a los Corint., cap. 5, v. 19: a los Éfesos, cap. 1º, v. 10: cap. 2º, v. 14: a los Colos., cap. 1º, v. 20, &c. Nuestra salvación ya no es por lo tanto un negocio de rigorosa justicia, sino de gracia y de misericordia.

4.º Prueba de que las máximas de nuestra religión no son impracticables ni demasiado severas, es que fueron seguidas literalmente, y practicadas por todos los santos, y aun en el día la siguen y practican infinitas almas virtuosas en medio de la corrupción del siglo, y a pesar de los sarcasmos de la incredulidad. Dígannos: ¿quién puede juzgar mejor de la sabiduría y de la dulzura de estas máximas, aquellos que nunca trataron de seguirlas , o los que las tienen por reglas de su conducta?

Se discute entre los teólogos católicos, y muchas sectas heréticas, sobre si las almas de los justos que nada tienen que expiar, van al momento a gozar en el cielo de la felicidad eterna, o si esta se les retarda hasta después del juicio universal, o de la resurrección de la carne. Vigilancio a principios del siglo V, los armenios y griegos cismáticos en el XII, y Lutero y Calvino en el XVI, sostuvieron que los santos no debían gozar de la gloria eterna hasta después de la resurrección y juicio universal: que hasta entonces sus almas están, es verdad, en un estado de reposo; pero que no pueden ser tenidas por bienaventuradas, sino en la esperanza. Este error fue condenado en el segundo concilio general de Lion, año de 1274, sesión 4ª, y por el de Florencia en 1439 en el decreto de unión de la Iglesia griega y de la romana: uno y otro declararon que las almas justas que salen de este mundo en estado de gracia, van en el mismo instante a gozar de [78] la gloria del cielo, así como las almas de los que mueren en pecado mortal, van inmediatamente a sufrir los tormentos del infierno. El concilió de Trento confirmó esta declaración en el decreto sobre la invocación de los santos, sesión 25.

Los protestantes alegan muchos testimonios de la Escritura y de los Santos Padres para fundar su error; pero los teólogos católicos les oponen otros más claros y más decisivos. Jesucristo dice al buen ladrón desde la cruz: “Hoy serás conmigo en el paraíso.” Evang. de S. Lucas, cap. 23, v. 43. “Nosotros gemimos, dice San Pablo, por gozar de nuestra habitación en el cielo.” 2ª Epíst. a los Corint., cap. 5, v. 2.º “Jesucristo, dice, subiendo al cielo, condujo una multitud de cautivos,” Epíst. a los Efés., cap. 4, v. 8. “Deseo morir, dice San Pablo, y estar con Jesucristo.” Epist. a los Filipenses, cap. 1.º v. 23. En el Apocalipsis, c. 7, v. 9, se dice que los santos están ante el trono de Dios, &c.

Los Santos Padres que se explican de otro modo eran de la opinión de los milenarios, o entendían solamente que la felicidad de los santos no es una felicidad completa y perfecta hasta después del juicio universal y la resurrección de la carne. Pero los más de los Santos Doctores siguieron la letra y el sentido de los testimonios de la Sagrada Escritura que acabamos de alegar: lo que puede verse en el Petavio, tom, 1º, lib. 7, cap. 13(*). En está creencia se funda la práctica constante de la Iglesia de invocar a los santos, e implorar su intercesión para con Dios. Cuando ruega por los muertos, pide a Dios que los conduzca entonces a la felicidad eterna. Lutero y Calvino adoptaron el error de los griegos solo con el [79] fin de atacar con más ventaja estas dos prácticas de la Iglesia Romana. Belarmino, Controv., t. 2º, tít. de Eccles. Triumph., quaest. 1ª.

———
(*) Lo mismo hace Billuart, tomo 1º: Gazaniga, tom. 2º: el cardenal Goti, tom. 1º, &c.: y el Angélico Doctor Santo Tomás en la 1ª parte y otros lugares de la Suma.