Filosofía en español 
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Infanticidio en China

Todo el mundo sabe que la Obra de la Santa Infancia, y con ella los misioneros y hasta los Obispos mismos, han sido objeto de repetidos ataques de parte de los adversarios del Cristianismo. Mientras que los misioneros afirman que los chinos practican el infanticidio, y reclaman los auxilios de Europa para educar a los infelices niños abandonados y arrancar, a cambio de dinero, las tiernas víctimas de las manos de sus verdugos, los adversarios del Cristianismo sostienen que es perfectamente inútil ocuparse de los niños chinos en atención a que los habitantes del Celeste Imperio son tan buenos padres que no se desprenden nunca de sus hijos; y en el rarísimo caso que esto ocurriera, añaden, hay en China orfelinatos oficiales para acoger a aquellos que hayan sido abandonados por sus padres. Deducen de aquí que los promotores de la Santa Infancia no son más que gentes muy hábiles para sacar dinero excitando la compasión con respecto a infortunios que no existen. En apoyo de esto invocan el testimonio de viajeros y comerciantes que han vivido en China, y aun el de oficiales de las exposiciones franco-inglesas que han permanecido por algún tiempo en aquel país, sin que hayan visto nunca ningún niño abandonado o muerto según los procedimientos o prácticas que han revelado los misioneros.

Habíase replicado hasta ahora a estas acusaciones citando algunos testimonios aislados de viajeros, tales como M. de Hübner; pero a nadie se le había ocurrido examinar los documentos oficiales y los libros del Celeste Imperio. Pues bien, si se hubiera emprendido antes este trabajo, hubiérase descubierto desde hace tiempo una larga serie de documentos que dan a esta importante cuestión una solución definitiva; consisten estos documentos en decretos de los Emperadores o gobernadores; extractos de los periódicos, libros divulgados por todo el Imperio, copias de imágenes o ilustraciones populares, cuyo contenido no deja lugar a duda sobre este punto.

Todos estos comprobantes se han autografiado y reunido en una colección publicada en Shanghai; algunos extractos de esta publicación bastarán para demostrar la verdad de las afirmaciones de los misioneros.

Resulta de estos documentos que el infanticidio se practica realmente en China, y con bastante frecuencia por cierto; que se halla más generalizado entre la clase pobre y en ciertas provincias, tales como Honán, Kiang-si, Kiang-nán, Fokién, &c.

Las hembras son principalmente las víctimas de tamaña crueldad; los varones raramente son sacrificados. Al matar a sus hijas, o por mejor decir, al ahogarlas sumergiéndolas en el agua tan pronto como han nacido, intentan sus padres librarse de los gastos que tendrían que hacer para conservarlas y educarlas, y evitar principalmente los desembolsos que ocasiona la dote matrimonial.

Esta costumbre criminal es condenada por los sabios y escritores chinos, que no perdonan medio para disuadir de tan horrendo delito a los padres de familia, y apelan a la pluma, al lápiz y o la poesía popular para poner ante los ojos del pueblo la monstruosidad de aquella práctica inhumana. El Gobierno tampoco la tolera; los gobernadores de provincia se esfuerzan por extirparla; pero en vano, entre otras razones porque no se ha impuesto penalidad especial para esta clase de crímenes. Todo se reduce con harta frecuencia, según las costumbres chinas, a unas cuantas exhortaciones y algunas imprecaciones, es decir, a palabras.

Es cierto que los Gobiernos han establecido orfelinatos para acoger a aquellas desdichadas criaturas que han sido abandonadas por padres desnaturalizados. Pero estos establecimientos se hallan tan sólo en ciertas y determinadas ciudades, bastante distantes unas de otras; así que en un Imperio tan vasto como el Imperio chino las distancias suelen ser inmensas, y algunos padres no pueden o no quieren las más de las veces emprender estos largos y penosos viajes para buscar el asilo en que podrían albergarse sus tiernos hijuelos.

Condenados por la autoridad moral y perseguidos por la gubernamental, los padres infanticidas no perpetran sus crímenes a la luz del día; las parteras, que suelen ser sus cómplices, les prestan su concurso para que se guarde sobre ellos el mayor secreto. Y ésta es la razón por qué los europeos que se trasladan a China, y que no suelen penetrar sino en algunas de las más importantes ciudades, pueden habitar allí largos años sin haber podido comprobar de visu ni uno sólo de estos infanticidios.

He aquí algunos extractos y recortes de los documentos en que se apoyan las afirmaciones que hemos hecho. Proceden unos de publicaciones particulares, otros de documentos oficiales.

El autor del Kiai-ni-niu-tu-chouo (relaciones con grabados para impedir que se ahogue a las niñas) publicado en el reinado de Tong-che, el predecesor del actual Emperador (en Hutcheufu en el Tche-kiang) dice en la pág. 8:

“La costumbre de sumergir a las niñas en el agua para que se ahoguen, existe en todas partes; pero aparece especialmente en las familias de la gente pobre. Ya ha habido letrados virtuosos y hombres compasivos que han publicado grabados e instrucciones con el fin de evitar este crimen… Al consultar yo todos estos libros llenos de sabiduría, encuentro que no hay más que dos maneras de impedirlo: la primera consiste en prohibirlo por la ley; la segunda, en prevenirlo repartiendo dinero a los necesitados.”

El autor continúa con estas reflexiones, que no dejan de explicar muchas cosas:

“Los mandarines superiores han publicado ya ordenanzas con este fin; pero cuando se ha tratado de poner en práctica estas disposiciones, no ha habido energía. Los mandarines inferiores las han considerado como hermosas piezas de literatura, y el pueblo ha continuado como antes anegando a las niñas, sin que un solo culpable haya sido castigado.”

Poco después de esta obra, y cuando ya se hubo dominado la rebelión de los Taï-pings, se publicó en Su-Tcheu una relación de las ruinas ocasionadas por esta guerra civil. Se llamó Kiang-nan-tie-lei-tu-siu-pien, y salió de la librería Ten-Kien-Tchai. Aquí encontramos, entre otras cosas, estas palabras:

“Actualmente en todas las pequeñas poblaciones se pone en práctica por multitud de gentes la costumbre de arrojar las niñas al agua. Y hasta se llega al extremo de hacer lo propio con los niños.” (Opusc. cit., pág. 30.) El autor añade muchas consideraciones sobre lo horroroso de este crimen y sobre las medidas que debieran emplearse para impedirlo.

Otro libro escrito en 1869, el Te-i-lu-Pao-yng-hoei-kaei-tiao, en el tomo I, segunda parte, pág. 1.ª, nos dice que la costumbre de ahogar a las niñas está muy extendida entre la gente campesina; que existen asilos en las ciudades, pero que los pobres no pueden sufragar los gastos de un viaje hasta la ciudad o temen las molestias de un penoso viaje, retrayéndose por esto de hacer ingresar a las inocentes criaturas en estos asilos. Procuran que perezcan al punto de haber nacido. Y hasta se dice con acento placentero que ésta es una manera de casar a las hijas, o que, en virtud de la metempsícosis, se les hace el beneficio de poder renacer varones. En la pág. 18 añade el autor que “en el pueblo del Tchang-nan hay la costumbre de no dar educación más que a una hija, deshaciéndose de las demás por este medio”.

Los escritores taoístas emplean el mismo lenguaje, con la sola diferencia de que sus censuras son más enérgicas, haciendo uso de amenazas de un orden espiritual.

Citemos sólo el Hio-tang-Kiang-in o discursos morales para uso de las escuelas. En este libro, en su pág. 19, leemos, entre otras, estas palabras:

“Hay cierta clase de mujeres que no obran de conformidad con la moral y el derecho, pues que cuando dan a luz seres del sexo femenino se desprenden de ellos sumergiéndolos en el agua y haciéndolos perecer. ¡Pensadlo bien! Formar el cuerpo de un hombre no es fácil; varón o hembra, la creación es la misma. Vosotras mismas sois hembras; vuestras madres lo fueron también. ¿Se puede menospreciar de este modo la vida de una mujer?… Tantas veces como vosotras sumerjáis en el agua a vuestra hija, otras tantas renacerá para vengarse, y remorirá continuamente en vuestro seno para haceros morir a vosotras.”

No son sólo cuatro o cinco, sino más de veinte, las obras que podríamos citar del mismo modo. Indicaremos de pasada el Ngan-che-teng-tchu-Kian, f. 46; el Hio-tang-je-Ki, f. 15, 28, 29, 36, 39; el Je-Ki-Ku-che-su-tsi, f. 28; el Tcheng-yng-pao-yng-lou, f. 1, 5, 7, 8, 11, 12, 14; el Ku-pao-so, f. 1, 3, 5, 8, 9; el Tse-hang-pu-tu-tse, f. 1, 27; el Ni-niu-hien-pao-lu, cuyo solo nombre equivale a todo un tratado: “castigo manifiesto de aquel que ahoga a las niñas”, f. 2, &c., etcétera.

En la colección de que tratamos se encuentran luego artículos de periódicos chinos, láminas con leyendas que se reparten entre el pueblo, y, finalmente, multitud de decretos del Emperador y de los mandarines provinciales, de los cuales presentaremos aquí algunos ejemplos.

El primero que se ocupó en este asunto fue el primer Emperador de la raza mandchúa, Chunt-tsí. En 1659, el segundo día de la luna segunda, dio el siguiente decreto con motivo de una proposición del censor Wei-i-Kiai:

“Habíamos oído decir que existía la costumbre de ahogar a las niñas pequeñas, pero no podíamos creerlo. Hoy que nuestro censor I-Kiai nos dirige una Memoria sobre esta costumbre soberanamente detestable, empezamos a creer que existe realmente.

“Los sentimientos paternales proceden de la naturaleza misma, y no debe establecerse ninguna diferencia en la manera de tratar a los varones y a las hembras. ¿Por qué proceder tan cruelmente con las niñas haciéndolas perecer? Y siendo así que todos los hombres se conmueven compasiva y piadosamente a la vista de una criatura privada todavía del uso de la razón, que cae en un lugar donde ha de encontrar la muerte, ¿cómo hay padres bastante crueles para que sean ellos mismos los que ejecuten esto con sus propios hijos? ¿De qué exceso no serán capaces después de haber cometido con la mayor frialdad un crimen como éste?

“El Rey Supremo concede la vida, y quiere que todos los seres gocen de ella sin perjudicarse unos a otros. Si un padre y una madre matan a los hijos que ellos han engendrado, ¿cómo no ver en esta iniquidad un desorden contra la harmonía celeste? Si las inundaciones, la sequía, las calamidades públicas, la peste y la guerra esparcen por todas partes la ruina, la desolación y el llanto, impidiendo al pueblo los goces de la tranquilidad y del reposo, todas estas desgracias no son sino castigos impuestos por el crimen de que acabamos de hablar.

“Aunque los mandarines locales se oponen a esta práctica prohibiéndola en sus localidades, es muy posible que no todas las familias se hayan enterado de esta prohibición. Conviene, pues, tomar las necesarias medidas para reanimar en el pueblo los sentimientos de la naturaleza y extirpar de raíz la bárbara costumbre del infanticidio. Cuando esto se consiga, reinará en nuestro ánimo la satisfacción y la alegría.

“Ko-long-tu, en su escrito intitulado: “Abstenerse de sumergir a las niñas”, escribió estas palabras: “El tigre y el lobo son muy crueles, y, sin embargo, conocen las relaciones que existen entre el padre y el hijo; ¿cómo, pues, el hombre, el único ser dotado de una naturaleza espiritual, se muestra inferior a estos animales? Vuestros hijos, varones o hembras, son todos igualmente el fruto de vuestro seno. Yo he oído decir que el dolor que sufren las pequeñas criaturas sometidas a esta terrible suerte es inexplicable. Bañadas todavía con la sangre materna, tienen boca y no pueden exhalar ningún acento lastimero; y sumergidas en una vasija de agua, no lanzan su postrer aliento, sino después que transcurre un tiempo bastante largo. ¡Ah! ¿cómo el corazón de un padre y de una madre pueden llegar a tal exceso de crueldad?”

“Conmovidos por todas estas razones, exhortamos ahora a nuestro pueblo a que no haga perecer a las pobrecitas niñas. Unos cuantos pedazos de tela para vestir el cuerpo y proteger la cabeza no han de haceros más pobres.”

El sucesor de Chun-Tsi, Kang-Hi, hubo de preocuparse asimismo de la práctica abominable del infanticidio. Entre otros asuntos, tuvo que resolver sobre la consulta dirigida por el Gobernador de Yen-Tcheu, Ki-el-hia, al Gobierno del Tche-Kiang.

“El cielo y la tierra tienden a favorecer a los hombres preservando sus vidas. A pesar de esto, los habitantes de Yen-Tcheu tienen la costumbre de anegar a las niñas, y cometen este crimen, no solamente los pobres, sino también los ricos. Los tigres, con ser tan crueles, no devoran a sus hijos; ¿cómo, pues, los hombres pueden ser insensibles a los gritos de sus hijos y quitarles la vida apenas acaban de nacer? Yo mismo he visto cometer esta infamia, y me afectó sobremanera. Por esto os pido que expidáis una circular a mis seis prefecturas para que se prohíba severamente el asesinato de los niños; esa circular o proclama será grabada sobre piedra. Si alguno se hace culpable de este crimen, permítase a sus convecinos delatarle a los magistrados a fin de que sea castigado como merece.{1}

A Kan-Hi sucedió Kiên-Long, no menos ilustre que su predecesor. Hubo también de llamar su atención el hecho que nos ocupa. De él poseemos un edicto completo, o mejor una demanda sancionada por su autoridad. Esta demanda fue dirigida por el primer juez Ngeu-Yang-yun-Ki al tribunal Nei-Ko, que la aprobó y la sometió a la sanción del Emperador. He aquí su contenido en la parte que nos interesa:

“El año 37 del reinado de Kienh-Long, el 15 de la luna novena, el Nei-Ko transmitió un artículo de una demanda escrita por el primer juez del Kiang-si, llamado Ngeu-Yang-yun-Ki. Se dice en este documento que la mala costumbre de sumergir en el agua a las recién nacidas es ordinaria en el Kiang-si, y he aquí la razón. Las familias pobres con dificultad pueden dar educación a sus hijas; otras, sin hallarse en la indigencia, temen los desembolsos del casamiento; los hay, en fin, que desean vivamente el pronto nacimiento de un hijo varón, y temen que los cuidados prestados a la hembra retarden el ansiado momento; se apresuran ordinariamente a sumergir en el agua a las niñas en el momento mismo de su nacimiento. Se hace preciso para en adelante imponer un año de destierro y un castigo de sesenta palos a aquellos que ahogan de este modo a sus hijos, equiparándolos a los parricidas. Los parientes, vecinos y oficiales rurales que, conociendo las criminales intenciones de los padres, no procurasen impedir que se realicen valiéndose de los buenos consejos, sufrirán el castigo reservado a aquellos que, conociendo los perversos designios de los malhechores para dañar al prójimo, no traten de oponerse a ellos.{2}

Créese generalmente que los chinos son excelentes padres de familia, y esto es un error; los chinos son ciertamente hijos modelos, pero como padres dejan mucho que desear.

Para prueba de nuestro aserto reproduciremos tan sólo el siguiente párrafo de un artículo publicado en el famoso periódico Le Temps, de París, y cuya exactitud no ha encontrado impugnadores:

“No hay familia rica o medianamente acomodada que no posea una veintena de esclavos, aunque es muy fácil procurarse excelentes domésticos libres. El precio de un esclavo varía, naturalmente, según su edad, su fuerza y su belleza. En tiempo de paz y de prosperidad este precio asciende a cinco y seiscientos francos, y aun más; pero en tiempo de guerra o de hambre, las familias cargadas de hijos venden sus hijos e hijas literalmente por un puñado de arroz. Gray afirma haber visto grandes muchedumbres donde se exponían a la venta jovencitas de muy pocos años a razón de veinte francos por cabeza. Vio también en Cantón que un padre, arruinado por el juego, vendía sus dos hijos por cuatrocientos veinticinco francos.”

Detengámonos aquí y terminemos.

Suponemos no llegará a creerse que los chinos se calumnian a sí mismos por el placer de hacerlo; que todos, Emperadores, mandarines de todas categorías, filósofos, literatos, moralistas, &c., se hayan dado la consigna de arremeter contra molinos de viento, es decir, contra un crimen imaginario y deshonrar su propio nombre en una tarea tan injustificada como inútil.

Se halla, pues, demostrada la existencia del infanticidio, y podemos resumir todo este artículo en las siguientes líneas: el infanticidio está en boga muy particularmente en algunas provincias, pero se practica en todo el Imperio. Los moralistas chinos han hecho los más laudables esfuerzos para remediar esta plaga y corregir a sus desnaturalizados conciudadanos. El Gobierno ha multiplicado las leyes y alocuciones para prevenir este crimen, y ha procurado con el establecimiento de orfelinatos atenuar las consecuencias de las prácticas criminales de numerosos padres.

Mas todos estos esfuerzos particulares y oficiales han sido insuficientes. La rutina, la depravación, la miseria y la avaricia, secundadas por la lenidad en la represión y en los castigos, han esterilizado, o poco menos, aquellos generosos esfuerzos, y actualmente todavía hay en China muchos niños que salvar.

Ch. de Harlez

{1} Véase el Tss-tch-sin-chu, o nuevos documentos referentes al gobierno. Si-li-ong, t. III, pág. 26. Shang-hai.

{2} Los lectores que deseen mayor copia de datos y de textos, pueden consultar el opúsculo titulado El infanticidio en China según los documentos chinos, por Mons. de Harlez.