Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano
Montaner y Simón Editores, Barcelona 1887
tomo 1
páginas 351-353

Actividad

Filosofía. Todos los seres, sin excepción alguna, están dotados de actividad; pero mientras inferimos su existencia en los demás de los efectos en que se traduce, percibimos directamente en nosotros mismos, siéndola y sintiéndola indivisamente, la energía activa que cual spiritus intus vivifica nuestra propia existencia. De tal consideración y examen de nosotros mismos como seres activos debemos proceder para formarnos idea exacta de lo que es la actividad, aplicándola después a los demás seres en el mundo, según la naturaleza específica de cada uno de ellos. La realidad que somos a la vez que la sentimos y percibimos, sin dejar de ser persistente o igual en nosotros mismos (identidad), es a la vez dinámica, de acción y movimiento. Siempre nos muestra la observación que nos hallamos pensando, proyectando, anhelando, etc., siempre nos encontramos constituidos en alguna determinación individual o concreta. Esta propiedad que el alma tiene de determinar, educir o sacar afuera (manifestar) estados que son entre sí exclusivos (hechos), que acusan un cambio o una mudanza en la forma sucesiva del tiempo, se llama actividad. La actividad interior, a diferencia de la del cuerpo, es sólo sucesiva; se manifiesta en el tiempo y no en el espacio (por lo cual es superflua la cuestión del sitio que ocupa el alma en el organismo), es actividad intensa y no extensa, pura, sin locomoción y en la cual procedemos de dentro a afuera por intus-suscepción. Al ser activos educimos o manifestamos al exterior lo que somos (ya en propiedad, ya en relación, recibida del exterior mediante nuestra receptividad), advertencia que sirve para corregir el error capital de Hegel: el ser se hace o es el suceder (das Werden), del cual proceden todos los inherentes al devenir hegeliano y a la evolución transformista; hipótesis ambas, la una especulativa y la otra empírica, que pretenden sustituir abstractamente la materia de la actividad, aquello de lo cual se hace, atribuyendo al tiempo una virtud genesiaca o creadora (V. las palabras Devenir, Evolución y Transformismo). Determina el alma su realidad en estados que se excluyen, mudables y sucesivos, en cuanto es activa o pone todo su ser y realidad en esta relación como sujeto activo. La distinción real y metafísica del ser y del sujeto (V. las palabras Ser y Sujeto) puede y debe servir para poner coto a los errores implícitos en la doctrina hegeliana y en el transformismo naturalista (es el sujeto en efecto el que se hace, se cambia y reforma, pero siempre en supuesto de lo que es, puesto que, como dice acertadamente. Schopenhauer, el operari sigue al esse y aun así lo expresa también la misma significación de la palabra sujeto, el súbdito y subordinado). Esta misma distinción es el principio para concertar muchas de las tenidas por contradicciones y antinomias insolubles. Así cuando decimos de un lado que el hombre es siempre el mismo, idéntico, pues su individualidad es un sello imborrable en el decurso de su vida (de lo cual es expresión su nombre y apellido) y de otro afirmamos que cambia, que está desconocido; lo primero se refiere a su realidad permanente, al ser que es siempre el mismo; y la segunda afirmación al ser en la relación, al sujeto activo que se modifica y perfecciona (el hombre nuevo y el hombre viejo de que habla el Evangelio). Supone la actividad en general: 1º Algo real, factible, dado para ser hecho, objeto de la actividad, que, una vez cumplido o previamente reconocido como lo que ha de ser efectuado, se llama fin o término de la actividad (ya que ésta no se concibe vacía, sin objeto); 2º Ser que en relación con lo factible es el sujeto, actor o agente (término subordinado) que pone la determinación o forma activa (tal es el sentido de la entelequia aristotélica, de la cual surge la acepción del verbo informar), y 3º Relación de lo factible con el agente, cuyo resultado es la acción, el acto o la obra. Pero en la actividad además se debe tener en cuenta, por lo que toca a su determinación expansiva, el más o el menos, el cuantum, que se aplica a dicha relación y que es lo que se denomina fuerza (V. Fuerza.) Y en este sentido todas las cosas son activas, pues la física moderna proclama como verdad incuestionable el dinamismo general de las fuerzas y estima el átomo, la molécula o el éter (sea la que quiera la hipótesis irreducible a análisis y descomposición a que llegue) como centro de fuerzas, que son causa para modificar el movimiento. Sustituye en efecto la moderna Filosofía de la naturaleza (aún viciada de errores que no son del caso) el antiguo concepto estático y geométrico de la materia por el dinámico de la fuerza, abandonando el dualismo de Descartes (extensión y pensamiento) que suprimía la actividad en el mundo físico y moral por el monismo de Leibniz que hizo de las palabras fuerza y actividad sinónimos de la sustancia (mónadas). A este dinamismo se refieren las palabras de Vacherot (Le Nouveau Spiritualisme): «La fuerza es el único principio que entra en el concepto de materia, y a decir verdad es la que la constituye esencialmente. Las cualidades de los cuerpos son únicamente fuerzas o principios de acción. La definición de Leibniz queda verificada por la experiencia. La realidad que nuestros sentidos nos hacen percibir es esencialmente movimiento y acción, y la idea de fuerza es todo lo que queda de la noción experimental de la materia, desde que el análisis ha eliminado de ella las imágenes y sensaciones. Parece, por el imperio perturbador de la imaginación, que, borrando la extensión del número de las cualidades propias de la materia, se suprime la persistencia de ésta y que no reconociéndola como propiedad constitutiva más que la fuerza, se la reduce a un fenómeno inconsistente. Sin embargo, la ciencia moderna no cree en la sustancia pasiva, cuyas propiedades esenciales serían la extensión y la inercia, sino en la fuerza. Es un gran progreso hacia la explicación verdadera de las cosas, pero no es suficiente. Como dice Leibniz, si en la explicación de las cosas todo comienza por la Física, todo acaba en la Metafísica. Va ésta más lejos y hace de la fuerza una causa, al transformar el movimiento mecánico en movimiento final. A esta tendencia, en efecto, de la Metafísica hay que recurrir para oponerse a aquella poética divinización de la fuerza (invocada por el doctor de la leyenda, Fausto de Gœthe), que ha plagado de errores la cultura moderna. Todo está, pues, en acción y movimiento influido por las fuerzas generales o especificadas del Cosmos; pero todas las cosas no son agentes de igual naturaleza, porque entonces habríamos de concebir la realidad confusamente en una vaguedad indeterminada. De la fuerza mecánica a la energía reflexiva, de la hoja caída del árbol y juguete del viento a la concepción genial que produce obra de arte, media, no un abismo, pero sí una jerarquía interior en la cualidad de la fuerza, que pone de manifiesto el error del cual proceden todos los demás del transformismo naturalista. Al sentido abstracto o idealista de Aristóteles con su hipótesis del acto puro sigue una inmanencia de la actividad anunciada por los antiguos Estóicos con su alma del mundo (V. Fouillée, Histoire de la Philosophie). Del error del primero procede el fundamental del Hegelianismo, que no hizo más que poner en movimiento los conceptos abstractos del Estagirita hasta el extremo que se puede decir que «la filosofía de Hegel es un aristotelismo dinámico». De la inmanencia esbozada por los Estóicos surge en parte el insulso optimismo de Leibniz y la identificación inadmisible de la sustancia con la actividad. Conocida ésta, según lo prueban la Fenomenología de Hegel y el Empirismo naturalista, sólo en sus efectos manifestados en la forma sucesiva del tiempo, al tiempo y sólo al tiempo ha referido la diferenciación cualitativa de la fuerza el transformismo evolucionista o darwinismo de los días presentes. ¡Cuán inflexible resulta la lógica del error!... Digno de estudio es este error que se produce en serie no interrumpida a través de los siglos y que sirve de germen a todos los que laten en esta divinización de la fuerza tan sólo por olvidar enseñanza en parte indicada por el mismo Aristóteles, cuando dice que tratando de cantidades homogéneas puede sumarse indefinidamente o atenerse el pensamiento al cuantum, pero que el cuale, lo específico, requiere establecer orden jerárquico en las relaciones. Si hubiera puesto en claro expresamente Aristóteles y con él toda la Escolástica el principio de la correlación de la cantidad con la cualidad, no tendría razón de ser este fundamental error, a que se ha acogido como áncora de salvación la doctrina evolucionista. Con un decantado realismo experimentalista, el pensamiento se mueve dentro de un idealismo subjetivo, que es fruto obligado de abstracciones sin base. Contra él hay que recordar que la cantidad y la cualidad son correlativas, según pensaba ya en su tiempo Aristóteles al referirse al aurea mediocritas en que sintetiza la eficacia de la virtud, puesto que la cantidad abstracta, vacía de contenido y realidad y tal cual la examinan las Matemáticas, no existe, sino que el aumento de cantidad implica el de cualidad como lo demuestran los conceptos de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño. Cuando se circunscribe el fin del pensamiento a la apreciación cuantitativa de las transformaciones de la fuerza, sin tener en cuenta el examen de sus cambios específicos (tendencia que predomina en el Naturalismo contemporáneo), se olvida que la misma concreción de los objetos reales queda alterada y modificada en su cualidad por el aumento de cantidad, ya que ambas son correlativas. Así por ejemplo, mientras el fósforo ordinario es venenoso, no lo es el amorfo, y aunque sólo difieren en la cantidad del calórico específico, aparecen diversos en cualidad. Hoy que se tocan en el orden especulativo las absurdas consecuencias que se desprenden de la separación entre la cantidad y la cualidad, cuyas categorías se justiprecian por su correlación y evitan que el pensamiento caiga en las simas del Panteísmo, no está muy lejos el momento, en que adquieran relieve en el orden práctico estas mismas absurdas consecuencias, proclamando con el determinismo moral, es decir, con la fuerza incontrastable de los precedentes, la indiferencia cualitativa y específica de nuestros actos y la negación de la insustituible colaboración del individuo al cumplimiento del fin general. Restituir a la función intelectual este principio evidente de la correlación de lo cuantitativo con lo cualitativo, para reconocer lo idéntico sin negar lo distinto, y para afirmar lo diferente sin olvidar lo continuo y homogéneo, es evitar que el pensamiento funcione y se ejercite según fin preconcebido y con criterio exclusivo y particularista. Si no se consigue que concurran los resultados del análisis científico a la síntesis de donde proceden (V. las palabras Analísis y Síntesis); si las disquisiciones del pensamiento no revierten al dato primitivo e instintivo de donde parten, la síntesis se ve sustituida por la serie, el todo racional por la suma en montón, la línea espiral por la recta y las complejidades de lo real para lo rutinario y uniforme de lo homogéneo y de lo idéntico. Precisa pues reconocer que el análisis en el orden de la extensión o cantidad es síntesis en el de la compresión y viceversa (V. Fonsegrive, Sur le sens equivoque des mots: analyse et synthèse). La cultura novísima persigue con ansia lo homogéneo y semejante y corre el gran riesgo de olvidar lo específico y diferente. Avasallada por su primer impulso, víctima de una obsesión creciente de la serie, se halla próxima a caer en la síntesis prematura del Panteísmo monista, que formula dogmáticamente Hæckel, con sus piedras angulares de un cosmos, idéntico e igual en sus evoluciones sin término y de una Fuerza, ciega en sus impulsos e inflexible en sus movimientos. ¿Qué vacío se nota en este resultado general de la cultura novísima? Que se ha perdido de vista o se ha olvidado el principio Jerárquico de lo cualitativo y específico, la base de lo múltiple y de lo vacío ante la ola invasora de lo uniforme y de lo idéntico. Para recuperarle se necesita insistir en el examen de la actividad y de su determinación cuantitativa en fuerza (entendiendo por fuerza la causa que modifica todo movimiento variable) comparada con la cualidad específica, según la cual van tomando cuerpo en la existencia las diferentes energías de los seres en el mundo. Requiere la actividad, según hemos dicho, objeto factible y sujeto que haga, y de aquí que la relación en que aquella consiste es receptivo-activa, es decir, que el sujeto hace en razón o supuesto de lo que recibe. La conversación que en tono familiar o agresivo seguimos con otro, según el tono con que nos habla, es ejemplo del doble carácter de la relación activa. Parece, pues, el segundo aspecto de la relación (el activo) simple resultante del primero (del receptivo), en cuya apariencia se apoyan los que pretenden aplicar a toda la vida un determinismo inflexible, sin concebir más actividad que la mecánica. Pero importa notar que el organismo en general y el espíritu en particular obran de una manera especial (donde es obligado considerar lo cualitativo) y no se limitan a devolver en sus actos lo recibido (que no fuera posible en tal caso cumplir el sublime precepto moral de volver bien por mal) o a ser órgano de comunicación y estación telegráfica, que recibe y trasmite el parte. Al reobrar sobre los excitantes que recibe, los devuelve el espíritu en sus actos completamente modificados, o no los devuelve, sino que los conserva en su interior (el hombre que recibe una ofensa y no la devuelve; el que, según se dice, hace coraje y después se domina) y los determina por sí mismo y no ligándose de una manera necesaria a los excitantes exteriores. Así es que en la actividad espiritual y aún en la orgánica no existe equivalencia mecánica, correspondencia cuantitativa entre la receptividad y la reactividad; por lo cual observamos a veces que un excitante pequeño puede producir un efecto grandísimo; por ejemplo, una molestia insignificante producirá a un hombre irascible mucho más efecto que a otro de genio tranquilo, y en el organismo, como dice Gratiolet, una causa tan nimia como el cosquilleo puede producir un efecto tan grande como la muerte. Este carácter específico de la actividad orgánica y espiritual, que se denomina espontaneidad (V. la palabra Espontaneidad) impide que se consideren todas las fuerzas como mecánicas, identificando el mecanismo y el logismo como quiere Wundt, y autoriza a distinguir con Huxley, teniendo en cuenta lo cualitativo de la actividad, las fuerzas de tensión (almacenadas en el organismo) de las vivas (las que se manifiestan en el movimiento) y de las de desprendimiento (las que provocan el cambio de las de tensión en vivas). Distinción es ésta que se corresponde, salvo la diferencia de tecnicismo, con la indicada por Aristóteles en la llamada realidad potencial (in potentia) de un lado y la actual (in actu) de otro, moviéndose entre ambas lo que Huxley apellida fuerzas de desprendimiento y Aristóteles concebía como entelequia activa, a la cual hay que referir después las ideas de fundamento y causa y las diferentes clases de causas, reconocidas por el aristotelismo (V. las palabras Fundamento y Causa). Teniendo pues en cuenta lo cualitativo y específico que se agita en el seno de las fuerzas que en el mundo se manifiestan, es obligado distinguir la actividad especial de los seres orgánicos o sea la vida (V. la palabra Vida) de la actividad general de la materia. Requiere la relación activa una acción y reacción constantes entre lo factible y el actor, la cual no se concebiría si entre ambos no hubiera algo de común en que pudieran unirse y comunicarse. Para efectuar o llevar a cabo esta comunicación, nuestro propio ser mantiene relaciones con todo lo que existe o está dotado de una receptividad universal, siendo nosotros influidos por todos los seres, cuya acción recibimos, e influyendo nosotros a la vez en ellos y en la vida universal. Somos pues agentes, como todos los que en el mundo existen, salvo lo específico de cada cual, condicionados y limitados por los demás, y a la vez, en cuanto influimos en ellos, solidarios con todos y colaboradores a la obra general, o en otros términos, somos indivisamente seres individuales y sociales. Este organismo de relaciones, que determina la individualidad (y con ella el sitio y lugar) de cada uno como agente de iniciativa propia en el mundo, revela que nuestro carácter debe su existencia a muchas y muy complejas influencias; a saber, morales (educación), sociales e históricas (tradición, raza) y fisiológicas (clima, medio natural, etc.). Pero ¿cómo se efectúa en general esta relación? ¿Acaso sale el agente de sí, pierde su sustantividad y se identifica con la serie indefinida de los fenómenos cual si fuera un eslabón de la inmensa cadena con que un fatum o hado esclaviza cosas, personas, sucesos y realidad? No es este problema exclusivamente lógico como se ha pensado al considerarle en las fuentes del conocimiento, sino que es primera e inmediatamente psicológico y aun en su trascendencia completa problema ontológico, ya que supone el nexo de toda la realidad en la serie de sus diferenciaciones cualitativas. El medio o principio, aplicado en general a toda relación, receptivo-activa, es la realidad misma de los términos o elementos relacionados en lo que tiene de homogénea y común a ambos y sirve de nexo o cópula para su unión y relación. Así por ejemplo, en lo espiritual, la inspiración del artista (el Deum passus est) es el medio en que comunica la imaginación del poeta con la belleza que le sirve de ideal, y en lo fisiológico el medio ambiente o natural es lo que sirve al cuerpo para comunicar con la naturaleza dentro de la cual vive. No es pues el medio activo (el principio de diferenciación para lo cualitativo) una tercera entidad, sino que dado en el agente es también de lo factible y su realidad es la intermediaria entre ambos, la sinovia real que une y combina lo cuantitativo con lo cualitativo. Posee el medio un carácter compositivo, en cuanto se refiere siempre a la relación de los términos, ú objetivo-subjetivo, pues no se concibe medio como poder abstracto en el agente sin correspondencia con lo factible (facultad sin asunto en que ejercitarse), ni medio en el objeto sin correspondencia con el agente (sin actor que lo ponga en acción.) La cuestión del medio origen o fuente de realidad y de toda relación en ella diferenciada, equivale a la del principio; es el verdadero problema ontológico, que no es de la competencia exclusiva de la Metafísica, sino que late en toda cuestión científica, si bien con su carácter propio en cada una de las esferas y grados de la realidad y de los seres. Aparte la fecunda elaboración de este problema en toda la filosofía de la Escuela de Alejandría y excepción hecha de la utilísima aplicación de él llevada a cabo por el Cristianismo a la vida con la idea del Verbo, se han movido sus soluciones dentro de los dos polos contrarios en que se manifiesta todo el pensamiento humano. De un lado, el idealismo ha prescindido del mundo de los fenómenos y ha inquirido la contestación a tal problema en la realidad del sujeto, que adquiere idea del medio o por intuición inexplicable o por virtualidad impuesta a los fenómenos en el pensamiento, considerando todos los medios como poderes exclusivos del sujeto (que es lo que ha servido de germen, merced a una abstracta inversión de los términos, poniendo el sujeto sobre la realidad, a los errores idealistas de la creación, de la libertad como poder arbitrario, etc.). A su vez el empirismo ha prescindido de todo lo que no es fenomenal y ha aprendido la ímproba tarea de referir toda cuestión de principios a precedencias y orígenes históricos, a sucesión y serie entre los hechos (integrando o sumando cantidades falsamente apreciadas como homogéneas porque se prescindía en ellas de lo cualitativo y específico, que las caracteriza), llegando cuando más a exagerar las influencias del medio natural (en cuyo seno todo agente es mecánico) y cayendo en la infundada teoría del determinismo. Rectifica hoy el pensamiento contemporáneo estos dos sentidos parciales del logismo abstracto y del mecanismo inflexible, anhela aplicar a la solución del problema la unión de la especulación con la experiencia y trata de no perderse en idealismos sin consistencia y a la vez de no dejarse dominar por un exagerado empirismo, cuya consecuencia final es tan errónea como la idealista. En los silenciosos limbos de donde surgen los comienzos más rudimentarios de la vida, debe reconocerse un centro de asimilación y modificación específicas de las fuerzas generales del cosmos y en ellas el medio o principio (aunque en esbozos graduales) de la realidad y de sus relaciones medio cuyo valor y existencia exceden de los términos y de su relación y que, cual verdadera cópula entre ellos, se ofrece como coparticipación de uno con otro (exigiendo por lo mismo para ser percibido un proceso intelectual, que juntamente integre lo cuantitativo y homogéneo y diferencie lo cualitativo y distinto). Así ha de hallar la reflexión y confirmar la experiencia la discreción cualitativa de cada término y aun de cada relación, mostrando que el medio es juntamente principio de la realidad y base de su individualización efectiva, advertencia importante para poder librar al pensamiento de la falsa identidad del Panteísmo. La concepción empírico-ideal del medio facilitará la discreción cualitativa y jerárquica de las fuerzas generales del Cosmos, desde la mecánica e inconsciente hasta la reflexiva e intencional, que se encamina al cumplimiento de un fin previamente concebido. De este modo se confirmará también el engrane y a la vez la diferenciación gradual, atribuida al principio de causalidad por Schopenhauer. Dice este gran pensador: «el principio de causalidad, que rige todas las modificaciones de los seres, se presenta según tres aspectos, correspondientes a la triple división de los cuerpos en inorgánicos (causación), plantas (excitación) y animales (motivación)». Entonces vale la pena meditar detenidamente si la moderna Filosofía de la fuerza no toma por realidad la apariencia, al concebir que el mecanismo rige el Cosmos, y desatiende u olvida el fondo (la nuez que está encubierta por la cáscara) o sea el acto final, alfa y omega de esta escala ascendente de la realidad y de la vida. Tal parece ser en efecto la gradación con que en el individuo y aun en las colectividades se manifiestan los frutos de la actividad misma, es decir, los actos, que proceden siempre en una evolución de lo inconsciente a lo consciente. Los actos se dividen en reflejos o automáticos, que se ejecutan sin saberlo (estornudo, rubor, etc.); instintivos, que se cumplen sin saber el porqué (actos defensivos, los de nutrición, etc.); voluntarios, que se sabe cómo y porqué se hacen, cum cognitione finis como decía la Escolástica, subdividiéndolos después en ilícitos o imperados, según son debidos a excitante voluntario o excitante que dimana de otra facultad, y habituales o de automatismo secundario, que se hacen (declinando la voluntad su intervención por la facilidad con que se ejecutan) sin saber cómo o sin que a ellos acompañe la llamada por los escolásticos conciencia actual. Múltiples son las subdivisiones de los actos voluntarios, como que ellos son los que en fin de cuenta predominan en la vida. De estas subdivisiones la más importante es la de los actos directos o adecuados, que tienen su fin propio, y la de los sintomáticos o expresivos, que sirven de indicio o medio para fin ulterior y entre los cuales los más caracterizados son los que constituyen el lenguaje.

Economía política. Consiste en la facultad que el hombre tiene de obrar sobre las cosas de la Naturaleza para aplicarlas a la satisfacción de sus necesidades, y se manifiesta por todo el orden de los esfuerzos y trabajos dedicados a conseguir ese objeto.

La actividad es una sola, como es uno el fin del hombre, y sólo pueden establecerse en ella clases y distinciones, calificándola de moral, científica, económica, etc., después de haber descompuesto el total destino humano en otros tantos aspectos diferentes. Esta consideración es importantísima, porque muestra el error de los que pretenden que los actos económicos se hallan fuera de las leyes generales de la actividad y regidos por un principio exclusivo, como la utilidad, el interés, etc. La actividad económica, como dirigida a un fin particular, ha de acomodarse en su aplicación a las condiciones de éste; pero la diferencia o variedad de su desarrollo no toca ni altera lo que es fundamental y se refiere al motivo y criterio de toda conducta humana.

La actividad económica está subordinada a la razón, es libre, es responsable, tiene por móvil legítimo la idea del bien absoluto, aplicado al orden de los bienes materiales, y ha de ejercitarse con la sanción y el acuerdo del principio religioso, del deber moral, de la obligación jurídica, y del conocimiento científico. El amor de sí mismo, el interés, la conveniencia, son pues, aquí como siempre, nada más que principios secundarios.

Las leyes naturales, que rigen la actividad,. no adquieren tampoco una eficacia especial, ni caracteres distintos, cuando se las refiere al orden económico; no se hacen fatales, ni se ejecutan por sí mismas; siguen siendo de cumplimiento voluntario y no basta invocarlas, sino que es necesario obedecerles. Por esto la Economía no ha de limitarse a la investigación de esas leyes, ni puede sintetizar su doctrina en la fórmula del dejad hacer, y antes bien consiste la principal misión de esa ciencia en procurar que la vida se acomode a las leyes naturales, determinando lo que debe hacerse para cumplirlas.

La actividad económica, reducida casi exclusivamente en el mundo antiguo al trabajo de los esclavos, menos apreciada entonces y largos siglos después hasta por los espíritus más cultos, ha adquirido en nuestro tiempo tal empuje y desarrollo, que pesa ya en el extremo opuesto o por exceso. Antes era necesario dignificar el trabajo industrial, exaltarle para que las sociedades, consagradas por completo a los antiguos ideales de la religión, el derecho, la guerra, etc. le concedieran el lugar y la importancia que merece; hoy es menester recordar que el hombre no ha nacido para producir solamente, que hay otros bienes que interesa alcanzar además de la riqueza, para que aquellas esferas no queden desiertas y abandonadas. Por otra parte, al desenvolverse con admirable energía la actividad productiva, ha ganado más en la cantidad que no en sus cualidades; es todavía irreflexiva y desordenada, no se inspira en móviles más altos que los del goce y el interés y de aquí nacen muchos de los males que se sienten en el régimen de la industria y en la distribución de la riqueza. Y. Economía, Industria y Trabajo.


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