Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano
Montaner y Simón Editores, Barcelona 1890
 
tomo 6
páginas 252-253

Democracia

Democracia (del gr. δημοκρατία; de δήμος, pueblo, y κράτος, autoridad.). f. Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía.

Menos erró Solón en decir sería dichoso si a la monarquía hiciese parecida a la Democracia. P. Juan Eusebio Nieremberg.

Esta virtud (la prudencia) es la que da A los gobiernos las tres formas de monarquía, aristocracia y Democracia, &c. Saavedra Fajardo.

... la actividad y la libertad de la Democracia ateniense, olvida lo político; y se emplea en representar filósofos y cortesanas. Valera.

Democracia: Polít. Según la etimología de la palabra, democracia tanto quiere decir como gobierno del pueblo. En la antigüedad este significado simplificaba la división de la sociedad en varias clases, presentando una cierta fijeza, residiendo ya en unas clases ya en otras la soberanía. Cuando los ciudadanos que no pertenecían á la clase noble gozaban del derecho de votar las leyes y de elegir a los magistrados principales, llamábase el gobierno democrático; pero ni esta denominación ni la preponderancia del elemento que designaba hacía desaparecer ni borrar la distinción entre patricios o nobles y plebeyos, entre hombres libres y esclavos privados de todos los derechos y considerados como cosas. Se ve, pues, que en la antigüedad la igualdad civil y política estaba encerrada en límites muy estrechos. Fruto de largas luchas, no se mantenía en aquellos límites sin combate. En Roma el elemento popular, que por medio del tribunado consiguió el advenimiento al poder y llegó a ser un arma poderosa, luchó por espacio de mucho tiempo contra la aristocracia, que dio su forma a la República romana y no triunfó completamente sino a la caída de ésta. Durante el Imperio hubo menos libertad y más igualdad, pero fué la igualdad del despotismo. La corte de los césares buscó sus Consejeros y sus favoritos entre todas las clases: los eligió entre los libertos y los hijos de los libertos; el mérito se tuvo alguna vez en cuenta, pero siempre más el favor. La emulación de la bajeza, durante el reinado de los malos príncipes, llegó a ser la única escuela de los caracteres; durante el reinado de príncipes justos y buenos hubo gentes honradas que se consagraron al servicio de los príncipes y al del interés público con verdadera abnegación; pero aun admitiendo que el Imperio marco un progreso sobre la República en el estado social, es incontestable que fue políticamente una decadencia y moralmente una ruina. La suma de bienestar y de virtudes privadas que florecieron en su época no consigue hacer desaparecer la mancha. Las virtudes publicas que subsistieron no revistieron con los estoicos más que el carácter de una protesta impotente.

En los Estados de la antigüedad, cuando los patricios eran, como frecuentemente se vio, los conquistadores, los dominadores de un país sometido a su yugo, era natural que los vencidos tratasen de levantarse y de readquirir paulatinamente su parte de derecho, de influencia, de bienestar y de dignidades. Es inevitable que las aptitudes que encierra la masa se esfuercen por hacerse lugar, puesto que la capacidad no está nunca absolutamente concentrada en una minoría. Pocas sociedades hay en las que no se conceda un lugar al mérito independiente del nacimiento. Mas con el nombre de pueblo la plebe fue la que venció, y así, la multitud, introducida en el gobierno, fue la democracia antigua. De aquí procede el mal juicio y peor recuerdo que dejó; de aquí la preferencia que todos los escritores de la antigüedad, sin excepción alguna, manifestaron por la aristocracia, que consideran como mas favorable a la moderación, como menos caprichosa, menos fácil de corromper y más ilustrada en fin. Platón y Aristóteles se inclinan decididamente hacia la aristocracia y juzgan muy severamente a la democracia, cuya movilidad y vicios les asombraban, a la democracia que acababa de enviar a Sócrates al suplicio. Para aquellos filósofos la democracia conducía fatalmente a la tiranía de uno solo, régimen que producía la más viva repugnancia en sus almas. Los sangrientos colores con que Platón ha descrito a los demagogos prueban cuáles eran los sentimientos de aquellos hombres, por los que se hacían señores y dueños de las masas excitando y halagando sus malas pasiones y sus más perversos instintos. Las incompletas nociones que se poseían de la libertad y del derecho explican, además de su movilidad, las otras debilidades inherentes al elemento popular, caracteres de la democracia en los pueblos antiguos. Confundían completamente la libertad y la soberanía; ser libre era tener su parte en la formación de las leyes, aun cuando éstas limitaran o ahogaran la independencia individual, esa libertad de la vida privada que en los tiempos modernos se coloca por encima de todo y es el don más preciado. La idea del derecho estaba mezclada, y casi subordinada, a la idea de la fuerza. La voluntad del pueblo pasaba y se consideraba por perfectamente justa, y lo que se juzgaba útil, aun siendo contrario a la justicia, llegaba a ser la regla soberana de las acciones públicas. En vano en Atenas protestaba Arístides contra esa doctrina hablando en nombre de una minoría ilustrada; el pueblo la aprobaba y aplaudía a Temístocles como defensor de aquellas cómodas máximas de gobierno, las únicas populares, las únicas que se practicaban.

En los tiempos modernos la democracia tiene un carácter muy distinto. Si los gobiernos democráticos no están exentos completaniente de los vicios y peligros que tuvieron los gobiernos democráticos también de la antigüedad, es evidente que hasta la noción de la democracia difiere profundamente de la que se formaron los pueblos del mundo antiguo, habiéndose modificado también las nociones de libertad e igualdad. Las diferencias se explican por la influencia del cristianismo, por las ideas y las costumbres, por el advenimiento de una nueva filosofía moral y política y por el movimiento de la riqueza y de la industria. Las modernas sociedades se han formado bajo la influencia del cristianismo; el hombre, según la concepción cristiana, es sagrado, como hombre, a sus ojos y a los ojos de sus semejantes. La idea de la libertad responsable, de la igualdad ante Dios, es puramente cristiana. Si el estado de conquista, de violencia y de barbarie, retardaron por mucho tiempo las consecuencias civiles de esta idea, es lo cierto que en la Edad Media había desaparecido la esclavitud antigua, que las instituciones protectoras del débil se habían multiplicado bajo el influjo del sentimiento de la caridad y los más humildes, los más oprimidos, se consideraban iguales a los poderosos, a los señores, a los reyes, en cuanto estaban sometidos a las mismas prescripciones religiosas y se creían llamados a sufrir el mismo juicio en la otra vida. Estas ideas de igualdad hijas de una comunidad de fe y de esperanza, y que eran resultado del dogma, adquirieron una expresión visible en la organización de la Iglesia; en ella el nacimiento no se tuvo en cuenta para nada; el mérito lo era todo. Los obispos y los Papas salían de todas las clases de la sociedad, y lo más frecuente era que saliesen, como los Apóstoles, de la masa del pueblo. Obreros hijos de pobres aldeanos ejercieron sobre los príncipes más poderosos de la tierra un imperio casi absoluto. La elección fue el signo de la igualdad. Puede por esto comprenderse la distinción que separa la concepción de la democracia antigua de la moderna. Es ri sible que la idea perfectamente democrática de que los hombres son responsables por el sólo título de hombres, que tienen derecho a este título y por él deben amarse y protegerse mutuamente, es una idea cristiana, sin que puedan hacerla desaparecer ni la máxima dar «al césar lo que es del césar» ni los preceptos de resignación y de obediencia. No bastaba que el cristianismo hiciera la causa de los débiles y los oprimidos; no bastaba que dijera que «más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que entrar un rico en el cielo»; no bastaba que hiciera a los pobres sus hijos predilectos; no bastaba que los Apóstoles salieran de entre el número de los pobres; era preciso que el hombre tuviera conciencia de su valor moral; era preciso dignificarlo, y de esa conciencia de su valer y de esa significación nació el sentimiento de sus derechos.

Si la democracia tiene sus títulos en las ida de libertad, igualdad y fraternidad cristiana, ¿cómo negar que los tiene también en la Filosofía? Desde el siglo XVII no ha cesado de ser proclamado el principio de la libertad en una forma o en otra por los filósofos. Descartes le reclamó para el pensamiento puro. Montesquieu le introdujo en la Filosofía. Voltaire se constituyó en defensor del libre examen. La Filosofía proclama la inviolabilidad de la personalidad humana, cualesquiera que sean la raza, el color o la opinión. Contra todas las diferencias y las desigualdades halla una naturaleza humana, idéntica en todos, y fundada sobre, esta identidad la igualdad de derechos. Exalta la sociabilidad, esa fraternidad de las simpatías y de los intereses; sostiene en el corazón de los hombres la idea del derecho; ataca las distinciones injustas, los privilegios odiosos, y, en una palabra, empleando sus únicas armas, el razonamiento y la verdad, conduce hacia la libertad y la igualdad civil. Otro tanto puede decirse del movimiento moderno de la industria y de la riqueza. Estos poderes manifiestan la misma tendencia hacia una igualdad efectiva; mas no se crea que ni en otras épocas haya motivo para suponer que la igualdad de condiciones pueda y deba ser absoluta, lo cual sería la negación de la civilización; mas si la riqueza continúa desarrollándose con inevitables y deseables desigualdades, está repartida con mucha mayor equidad que lo ha estado nunca. Además la riqueza se adquiere por el trabajo; la propiedad territorial se ha dividido considerablemente; las trabas en el dominio del trabajo han desaparecido, el cambio se opera sin encontrar obstáculos artificiales dentro del territorio de cada estado, y en cuanto al cambio internacional la idea de la solidaridad de los pueblos, interesados mutuamente en el enriquecimiento de todos, ha sustituido al antagonismo comercial; la industria, en fin, con sus perfeccionados procedimientos, pone al alcancede todos sus productos; cada día que pasa aumenta el número de hombres llamados a gozar del bienestar y de la instrucción; y cada día también aumentan los sanos goces; este es el estado social que se da el nombre de democracia.

Dicho esto, corresponde ahora examinar la democracia bajo su forma civil y bajo su forma política en la sociedad y en el gobierno. Distínguese la democracia que determina las relaciones civiles de los ciudadanos de la que da al [253] poder su forma política; la prueba de que esta distinción no es imaginaria ni caprichosa, hállase en nuestro país, en España, en donde la sociedad es hace ya tiempo, esencialmente democrática, y en donde el poder no es puramente democrático puesto que reviste la forma monárquica. El carácter democrático de la sociedad se reconoce en la igualdad de derecho, igualdad que se ve; en la industria por la libertad de concurrencia, y en las profesiones y cargos públicos en que todos los ciudadanos pueden aspirar a ellos. La gran movilidad de la propiedad por una parte, y por otra la libertad que todo el mundo tiene de escoger la profesión que le convenga, de ejercer libremente una o varias industrias, son otras tantas pruebas de esa igualdad de derecho que no niega a nadie el acceso a los bienes y al trabajo manera de adquirirlos. De esta igualdad de derecho resulta una cierta igualdad de condiciones; en efecto, desde el momento en que la libertad preside la distribución de la riqueza, las probabilidades de adquirirla se igualan para todos. Las grandes fortunas no pasan de ser excepcionales y están sometidas a las leyes de la movilidad común, a las cuales los privilegios aristocráticos y nobiliarios habían querido sustraerlas.

Si el hombre hábil que se ha enriquecido por medio de felices especulaciones, deja gran cantidad de bienes a sus hijos, estos bienes por la división se reducen y quizá se pierden para los herederos por su incapacidad para manejarlos, o por sus vicios, y de este modo las ventajas del mérito y de la suerte que son puramente individuales vienen a sustituir al brillo hereditario. La prohibición puesta a los padres de familia, de no favorecer sino hasta cierto límite a uno de sus hijos en perjuicio de los otros, es indudablemente uno de los instrumentos de igualdad democrática. Otro carácter de la igualdad en la democracia es la necesidad para todos los ciudadanos de contribuir a las cargas públicas proporcionalmente a su haber. Esta manera de comprender la democracia es la única verdaderamente liberal, hace que el pago del impuesto sea para el pobre un titulo de ciudadanía, en lugar de colocarle entre la plebe como a un individuo sin deberes y sin derechos, al mismo tiempo que le obliga a formar una parte activa en la administración pública.

Otro de los efectos de la democracia moderna es el de dulcificar las costumbres, efecto debido al sentimiento de igualdad. En la familia tiende a sustituir a las relaciones puramente jerárquicas los lazos de la afección y del cariño.

Después de haber tratado de la democracia en las leves civiles y en la sociedad, corresponde tratar ahora de la democracia política o de la organización al poder en los estados democráticos. La democracia en el orden social conduce hasta cierto punto a la democracia en el orden político, porque la participación de las masas en el goce de las libertades civiles produce como consecuencia natural una participación en el poder, es decir, en el ejercicio de la soberanía. Pero es preciso explicar hasta qué grado debe ser democrático el gobierno. Tres son las opiniones emitidas sobre este punto. Unos, los más extremados, sostienen que la democracia, para que sea sinceramente practicada, exige el gobierno directo del pueblo sin la mediación o el intermedio de una representación nacional, que, según ellos, no tarda en distinguirse de la masa, y que se distingue casi desde el momento en que es elegida. Niegan que una representación pueda expresar con verdad los deseos y las voluntades de la masa popular, no siendo la voluntad nacional susceptible de delegación. El jefe de esta escuela es Rousseau, y su evangelio el Contrato social. Fácilmente se ve lo falso de este sistema en las naciones de gran población. No es posible imaginarse a los ciudadanos de los pueblos modernos como a los ciudadanos de Atenas ocupados constantemente en votar y decidiendo con su voto la gestión de los negocios públicos. No puede concebirse esto en los Estados modernos, en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, por ejemplo. Y aún suponiendo que tal cosa fuera practicable, es casi seguro que de esta lucha diaria, de esta constante emisión de votos, de los cuales dependería la dirección de los asuntos públicos, resultaría una espantosa anarquía. Concediendo a todos los ciudadanos la aptitud necesaria para elegir sus representantes, ¿es posible concedérsela para decidir directamente sobre la gestión de todos los asuntos políticos y administrativos, exteriores e interiores? Con dificultad se contestaría a esta pregunta con una afirmación absoluta. La representación es, por lo tanto, una necesidad imprescindible en los grandes Estados. Esta organización, sin alcanzar el sumo grado de la perfección, no contiene en sí inconvenientes que no puedan ser corregidos. El carácter temporal del mandato permite establecer la conformidad, si dejara de existir, entre el poderdante y el mandatario. El voto se halla garantido de irreflexivas, fantasías de la multitud. Lo importante, lo necesario, es que la elección, la deliberación y la emisión del voto se verifiquen con libertad y sinceridad. La deliberación entregada en manos de hombres competentes presenta indudables ventajas . ¿Cómo sostener que en condiciones tales deje de residir en el pueblo la soberanía nacional? ¿No elige a sus representantes? ¿No puede revocar el poder a los que ha elegido cuando haya expirado su mandato? Todas las Constituciones que tienen un espíritu liberal han reconocido la necesidad e indicado los medios de apelar al pueblo en ciertas circunstancias solemnes y decisivas que interesan a los destinos del país y al movimiento general que debe imprimirse a la política.

De las otras dos escuelas que emiten sus opiniones sobre la constitución del poder en los Estados democráticos, una de ellas, muy radical también, aun cuando no lo sea tanto como la I que acaba do analizarse, pide la mayor sencillez en el poder; rechaza toda mezcla, toda ponderación, y exige el gobierno de los Estados por el elemento democrático en toda su pureza. Una Asamblea única y omnipotente y un poder Ejecutivo que depende solaniente de esa Asamblea única, son el principio que constituye la rigurosa ortodoxia de la democracia. La tercera escuela, muy contraria en sus principios a las dos anteriores, sostiene que el enemigo más peligroso de la democracia es esa radical sencillez que la conduce irresistiblemente a la tiranía. Si el elemento popular es el único representado; si para nada se tienen en cuenta las distinciones sociales; si cierta parte de las aristocracias naturales que subsisten en los Estados aun más democráticos no tienen su representación en el Estado; si no existen dos Asambleas distintas para dar más peso a las deliberaciones, y para representar, más especialmente, una el movimiento progresivo, y otra la quietud tradicional, de manera que de la lucha entre tendencias tan contrarias surja el justo medio, el equilibrio estable, lo práctico en el momento histórico de que se trate; si no existe un poder Ejecutivo con una esfera de acción independiente hasta cierto punto, salvo la respoiisablidad que pese sobre él o sus agentes, la democracia caerá seguramente en el abuso, y unas veces será violenta y opresiva y otras desordenada y anárquica. ¿Qué ha de hacer un poder sin límites y sin freno sino caer del lado a que naturalmente se incline? Así expone sus ideas la tercera escuela de que se trata, y que bien pudiera llamarse escuela democrática moderada. No es de este lugar tratar detenidamente las cuestiones de organización y de equilibrio del poder político; basta indicar el deber principal que debe tener en cuenta la constitución del poder en la democracia, y este deber es el respeto a la libertad. Este es a un tiempo el peligro y el deber de la democracia. Un eminente publicista demótrata, Stuart Mill, de acuerdo en esto con Tocqueville, ha tenido siempre ante sus ojos esta cuestión y se ha encontrado verdaderamente preocupado y aun alarmado, y en su deseo de hallar esta deseable conciliación ha escrito sus dos obras políticas tituladas La libertad y El Gobierno representativo. Que la minoría no se vea ahogada bajo el peso de la mayoría, el individuo anulado por la centralización, la libertad destruída por la igualdad; este es el triple problema a cuya solución ba unido el destino de la democracia. Los que se han atrevido a sostener que la mayoría puede hacerlo todo, parten de una idea falsa: la idea de la soberanía ilimitada del número. Creer que el número es omnipotente, pudiera equivaler a justificar los mayores crímenes. Es evidente que semejante teoría destruye totalmente la idea de toda justicia. Alterar profundamente la propiedad, desorganizar la familia, sería cuestión de números. No habría más derecho que el derecho de la fuerza. ¿Quién impediría, por ejemplo, a la mayoría privar y retirar a la minoría la palabra y todos los medios de persuasión y de acción que puedan colocarla en posibilidad de llegar a ser a su vez mayoría? La opresión de las minorías está escrita en todas las páginas de la Historia. Este peligro, que no haría más que sustituir la pluralidad a la tiranía de uno, es el que debe prever la constitución del poder en una democracia bien constituida. Es preciso, en una palabra, un sistenia de garantías, y como base de este sistema el conocimiento de un cierto número de derechos superiores a las condiciones humanas, derechos sin los cuales la sociedad perece y no es más que un poder arbitrario.

Existe también en las democracias una tendencia enérgica a la concentración, hacia esa centralización exagerada cuyos inconvenientes se han demostrado repetidas veces. No es necesario explicar con todos sus detalles las razones que conducen hacia la concentración. Atribúyense generalmente a determinismos de raza; pero lo cierto es que la democracia, independientemente de estos o de otros determinismos, basta por sí sola para desarrollar la tendencia centralizadora. Por su naturaleza se prescrita generalmente poco favorable a las corporaciones intermedias que se interponen entre el individuo y el Estado. Las democracias aman la unidad para todos y rechazan cualquier poder, como no sea el poder central; el individuo dirige siempre, sus miradas hacia el Estado; de él lo solicita todo: instrucción, trabajo, asistencia. Esta disposición general se ve inevitablemente favorecida por el gobierno, porque es esencial en él amar la igualdad, y porque el gobierno, que está representado por hombres, participa de sus pasiones.

La excesiva centralización administrativa a que generalmente conduce la democracia tiene un vicio radical: el de ahogar la vida local y la iniciativa individual. Ante tal defecto palidece toda ventaja y desaparece todo mérito. ¿Cómo hallar solución á esto? Esta es la pregunta que sin cesar se repite; saber si los pueblos, como los individuos, son capares de adquirir la prudencia necesaria. Un pueblo democrático sensato dará mayor fuerza a las instituciones en el sentido opuesto a aquél a que naturalmente se inclina; opondrá su razón a sus instintos, su previsión a sus pasiones; aprovechará las lecciones de la experiencia; tendra presentes las enseñanzas de la Historia y consagrará toda su inteligencia, todo su vigor, toda su energía, a perfeccionar el arte social y político como se dedica a perfeccionar los mecanismos a los cuales pide el poder que ejerce sobre la naturaleza y los elementos del bienestar. Esta misma cuestión puede también relacionarse con la libertad y la igualdad. El peligro de sacrificar ésta a aquélla es grande en las democracias. La igualdad, por más que no siempre se percate de esta verdad, y que más de una vez esté dispuesta a sacrificar a la libertad, tiene un interés grandísimo en respetarla. Inútilmente un pueblo pretendería conservar el primero de estos bienes si renuncia al segundo. Cuando el despotismo viene a ser el régimen político de una nación, su ley fatal es llevar tras de sí el favoritismo y toda clase de privilezios, rompiendo la igualdad en provecho de la indignidad y de la bajeza. No debe tampoco olvidarse que la igualdad relativa y de condiciones, favorecida por la democracia, tiene su primer fundamento en la igualdad civil, es decir, en la igualdad de derecho. Al porvenir toca demostrar si la democracia,colocada entre tantos problemas cuyos términos, para ser conciliados, exigen una razón firme y espíritus rectos, animosos y moderados, sabrá abrirse un camino entre tantos escollos y llegar a puerto de salvación.

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