Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano
Montaner y Simón Editores, Barcelona 1892
tomo 11
páginas 244-251

Judíos

Historia. La nación judía es una rama de los abrahmidas, cuyo patriarca Abraham es, en sentir de algunos, el mismo que los clásicos llaman Orchano, pater Orchanus de Ovidio, en forma semítica Aborchanus, Aborhanus y Abrahanus. Los caldeos y asirios le consideraban como uno de sus reyes, especie con la cual tiene conexión la tradición bíblica, que le señala como originario de Or en la Caldea meridional. De ella paso Abraham por tierra de Aram a Palestina, ocupada entonces por befaítas y cananeos. Allí renovó alianzas con afines suyos (que vivían en la Pentápolis, ocupada hoy por el lago Asfaltites o Mar Muerto); probablemente los Ludim o Rutu de los egipcios, a cuyo linaje pertenecía, al parecer, su sobrino Lot, por ascendencia masculina o femenina. El Génesis refiere el sacrificio intentado de su hijo Isaac y la alianza establecida con Dios, significada en la circuncisión, de donde los asirios paganos coligieron que concluyó con la costumbre de los suyos de sacrificar los primogénitos, sustituyendo el sacrificio de sendos cabritos. También los damascenos le colocaban, al decir de Nicolás de Damasco, entre sus reyes fabulosos. Aunque originario de la parte de la Caldea situada en la otra parte del Éufrates, sus antepasados habían pasado ya este río, de donde tomaron el nombre de heber o eber, hibri o ibri, origen del de hebreos, los cuales se hallaban estrechamente emparentados con los hijos de Arfaxud, esto es, de la «Frontera de Accad.» Probablemente comenzaron los hebreos por remontar el río y se establecieron en Hawan, en el Padam-Aram, donde Abraham era adorado todavía como Dios en la Edad Media; después, pasando el Éufrates en mayor número por Tapsaco o Beregik, habían recorrido los desiertos de Siria, al Este del Anti Líbano, y se establecieron en Or o Am, morada actual de los anerues, en el país de Terach o Traconitila, en tierra de Damasco, y particularmente en la Palestina meridional, que los cananeos no habían ocupado todavía. Conocida es la historia de la invasión de Cdor-Lahomer en las tierras de Abraham y de sus aliados, y la persecución de los elamitas por el ilustre patriarca hasta redimir a Lot de su esclavitud; el anuncio del nacimiento de Isaac, la destrucción de las ciudades malditas y el casamiento de Isaac con su prima Rebeca, así como la relación de la contienda entre Esaú o Edom y Jacob. La historia de éste, según el Génesis, se desarrolla aún en gran parte en el Padam-Aram y en Siria.

Abraham había estado en Egipto verosímilmente, reinando ya la dinastía de los hicsos, gente de raza semítica, y bajo la misma dinastía entró primero José y después Jacob con sus demás hijos en el cultivado valle del Nilo. Establecidos los Beni-Jacob o Beni-Israel por los hittitas o hicsos en Memfis y en Lan, donde estaba el territorio llamado de Goschen, se asimilaron, salvo su fe, las costumbres de los egipcios, perdiendo quizá algunas condiciones nativas de su raza en la vida de la tienda, análogas al parecer a las que se perpetuaron en los árabes. Con todo, es evidente que allí se formó verdaderamente aquel pueblo, que de una familia numerosa se convirtió en el decurso de algunas generaciones en nación numerosísima, capaz de poner en cuidado a los poderosos faraones. Cuando éstos lograron arrojar de su país a los hicsos, se impusieron a los israelitas. Ramsés II empleó a éstos en labrar ladrillos para las obras, operación odiosa, que irritaba el orgullo de los antiguos pastores, acostumbrados a estimar como despreciable este linaje de ocupaciones. En tiempo de Meneplita o Amenofis, un hebreo educado en la cultura de Egipto, y a quien los clásicos han conservado el nombre de Osar-sif (sacerdote de Osiris), llamado propiamente Mo-sé (en egipcio salvado de las aguas), nombre que los hebreos escribieron Moséh (el que saca), como si tal significado predijese ya su obra, se puso al frente del movimiento nacional que tenía por [245] [245] objeto librar a los hebreos de la servidumbre egipcia, que no cesaba de cargar sobre ellos duras y cruelísimas persecuciones. Los clásicos refieren, bajo la autoridad de Manetón, con una cronología tan arbitraria que parece compendiar en la historia de Moisés hechos pertenecientes a la invasión hicsa, su triunfo y la restauración egipcia, que un adivino aconsejó a Amenofis que librara a su país de los leprosos y otros hombres impuros, con lo cual no se dio reposo en reunir a aquellos de sus vasallos atacados de aquella dolencia, y, como se contasen unos ochenta mil, los puso a trabajar en las canteras de Tura. Tal hecho atrajo la cólera de los dicses, porque había sacerdotes entre los condenados a aquella triste faena, y entonces el adivino escribió una profecía anunciando que, aliados los impuros con otras gentes, se apoderarían de Egipto. El rey, sin embargo, compadecido de aquellos infelices, les concedió para vivir la ciudad de Araris, donde se constituyeron en cuerpo de nación, bajo la dirección de un sacerdote de Heliópolis llamado Osar-sif o Moisés, quien después de darles leyes contrarias a las de los egipcios preparó para la guerra, y, aliándose con pastores refugiados en Siria, atacaron el Egipto y lo ocuparon sin esfuerzo, no sin forzar a Amenofis a huir con las imágenes de sus dioses, su ejército y parte de su pueblo. Los solimios o solimitas, que habían invadido el país con los impuros, multiplicaron en él sus vejaciones, hasta que Amenofis volvió con su hijo de Etiopía, y, atacando juntos a los pastores y a los impuros, los vencieron y persiguieron hasta la frontera de Siria. La narración del Génesis, más puntual y fidedigna, señala que, perseguidos hasta las orillas del Mar Rojo, por donde se propusieron pasar a Arabia por un sitio no lejano quizá de los lagos Amargos, milagrosamente se apartaron las aguas del mar para que pasasen a pie enjuto, sepultando después al ejército egipcio empeñado en darles alcance. Llegados los hebreos al Sinaí, promulgó Moisés los Mandamientos o artículos de la ley fundamental que recibió de Jaleeh o Jehová en lo alto de las montañas, rodeado de relámpagos que eran acompañados del terrible estampido de los truenos. Antes de esto habían tenido los de Israel un encuentro con los amalecitas en las aguas de Meriba y otro en Rafidim, saliendo en ambos vencedores. En el segundo aparece un héroe militar, Hosea o Josué, el vencedor, que había de suceder a Moisés en la dirección del pueblo. También se destacan en el Éxodo, como figuras principales, las de Aarón y Miriem (María).

Los emigrados se dirigieron desde el Sinaí hacia el Norte y recorrieron el desierto de Taran, en y Cades-Barnea, cerca de Canain, enviaron a que reconociesen el país a algunos exploradores. Los informes de éstos les movieron a retroceder hacia el Mar Rojo, y, durante treinta y ocho años, cuarenta contados los dos anteriores, anduvieron errantes por el desierto que se extiende entre Cades-Barnea y Etsiongaber. Hallábanse ya los hebreos divididos en ramas o tribus, las diez de Judá, Simeón, Benjamín, Dan, Rubén, Gad, Isacar, Neftalí, Zabulón y Aser, que procedían directamente de los hijos de Jacob, conservando los nombres de éstos las de Efraim y Manasés, que se referían a los hijos de José, y consagrada la de Leví al sacerdocio, por lo cual no tenía representación o existencia política separada como las otras. Cumplidos cuarenta años desde el tránsito por el Mar Rojo, el pueblo de Israel obtuvo permiso para entrar en la Tierra prometida. Para evitar nuevas contiendas con los egipcios, Moisés, dejando a un lado las regiones situadas al Occidente del Mar Muerto, donde aquellos tenían sus guarniciones, caminó por el país de Moub, donde derrotó sucesivamente a Sihón, rey de los amorreos, y a Og, rey de Bashán, ocupando el país de Gilead, donde se establecieron las tribus o partes de tribus, Rubén al Sur, entre el Arnón y el torrente de Arbot; Gad a lo largo del Jordán hasta Galilea; la mitad de Manasés en el reino de Bashán, y algunas familias de Judá cerca del nacimiento del río. Restaba atravesar el río para establecerse al otro lado. Moisés no lo pasó. Vio de lejos la Tierra prometida y murió, sin que su sepulcro haya sido conocido de nadie (Deuteronomio, XXIV, 6, Josué, XIII, 33). Josué Ben Nun pasó el Jordán algo más arriba de su desembocadura, tomó a Jericó, a Ai, a Bethel y a Lichem, donde estableció su residencia, y rechazó victoriosamente las coaliciones formadas por los cananeos del Sur, a las órdenes de Adoniselek, rey de Jabus, y por Jabín, rey de Hazop, con lo cual el pueblo de Israel se vio dueño de todo el país que se extiende a ambas márgenes del Jordán y desde Cades-Barnea hasta el nacimiento de dicho río. Repartido el territorio entre las tribus, cupo a Judá la parte meridional entre el Mar Muerto y la llanura de Gaza, teniendo al Norte a Dan y a Benjamín, en el centro de Efraim y parte de Manasés, y al Sudeste a Simeón. Por lo que toca a Isacar, Zabulón, Neftalí y Aser, se establecieron a lo largo de la costa, en la llanura de Jezreel y al Norte del Carmelo. Aunque guardaban su independencia, viviendo en medio e Israel, ciudades cananeas como Lais, Jebus y Gibed, Leví no tuvo parte en el reparto, porque le tocaba por herencia el Eterno, Dios de Israel. Era cada tribu gobernada independientemente de las otras once, y tenía autoridades propias civiles, regularmente constituidas. Las tribus se dividían en razas que se subdividían en casas, cuyas cabezas eran los ancianos o jeques, los cuales formaban un consejo que podía fallar con autoridad soberana. Constituían pequeñas Repúblicas, que podían aislarse o confederarse sin guardar otro vínculo que la comunidad de origen y de culto; pero Josué, que había dispuesto de la acción de todas para la conquista, procuró que sirviese de santuario común a la nación el lugar donde estuviese el Área de la Alianza, depositándola desde luego en Guilgal, enfrente de Jericó, de donde fue trasladada a Shilo y confiada a Efraim. A la muerte de Josué, Judá y Simeón vencieron en el Sur a la mayor parte de las tribus indígenas, salvo a los filisteos, pero en el centro y en el Norte los sidonios ofrecieron a los israelitas resistencia insuperable. Sin embargo, Jehová les protegía, y siempre que estaban angustiados, el Señor suscitaba en Israel un juez, sofet, que les defendía de sus enemigos y les afirmaba en su fe. No todos los que se honraron con este nombre merecieron tan buena reputación ni extendieron su autoridad sobre todas las tribus. Gedeón, llamado Jerobaal (quien teme a Baal), erigió un ídolo; Abimelec fue un tirano, y Jefté, en sus principios, un salteador de caminos. Samsón el danita se eleva considerablemente entre todos por la grandeza trágica de su carácter y por sus hazañas, y asimismo Débora, que en tiempo en que la mujer hebrea tenía una libertad no conocida en el harén de Salomón, juzgó bajo una palmera entre Rama y Bethel en la tribu de Benjamín, reuniendo al pie del Tabor los de esta tribu, los neftalíes, los zabulonitas, los hombres de Efraim y los manaseitas cirfordianos y amenazó a las ciudades de Tanave y Mejiddo, que en vano intentó salvar con poderoso ejército Habén, rey de Hasor, derrotado en las márgenes del Kison, y después fugitivo, hasta que le dio muerte Iael, la mujer de Heber Kemta. Al declinar este período ofrece aspecto particular la historia del mencionado Samsón el danita y de Jefté de Galaad.

El primero, comparado con Hércules, e interpretado su nombre con pretensiones alegóricas, como el símbolo del Sol, especie de Antar hebreo, promueve la pendencia de los danitas contra los vigorosos filisteos y sus conquistas sobre los cananeos de Lein; el segundo, perteneciente a los manaseos de la otra parte del Jordán, es un personaje hijo de sus obras, que, de bandido se forma general. Después de haber vencido varias veces a los ammonitas y amorreos, que amenazaron a Dan, Simeón y Judá, obtuvo un triunfo completo sobre los ammonitas, no sin haber ofrecido un voto, que recuerda la historia clásica de Ifigenia, el de sacrificar a Jehová la primera persona que se le presentase al volver a Mitspáh, donde tenía su casa, teniendo el dolor de que la víctima designada fuese su propia hija. Pero ni esto ni escarmientos anteriores impidieron que los filisteos, con sus terribles carros de guerra, después de someter en gran parte a Judá y a Simeón, dirigiesen sus armas contra las tribus centrales de Efraim, Benjamín y Simeón. Entonces el pueblo, estimando un remedio para todo él concentrar el poder político y el sacerdotal en una misma persona, eligió por juez general al gran sacerdote Elí, que defendió bien la patria al principio, pero que, ciego en su vejez y malquistado con el pueblo por la mala conducta de sus hijos, no pudo contener el empuje de los filisteos, que en Afek dieron muerte a cuatro mil israelitas en un solo combate. Veinte años después salvó a Israel el profeta de Jehová, Samuel, hijo de El Canah, quien, resuelto a sacudir el yugo de los filisteos, exhortó al pueblo a renunciar a los Baales y le convocó en Mitspáh para hacer penitencia por sus pecados. Samuel es el tipo del verdadero profeta, del hombre inspirado, cuya misión reconoce el pueblo; sin intervención oficial derrota a los filisteos y fija su residencia en Rama, su ciudad natal, cerca de Gibeah, en Benjamín. De su libro (X, 25) aparece, en sentir de algunos, que estableció en el Arca, o cerca del Arca el Sefer, un registro abierto sobre los hechos históricos, aprovechado después en los escritos bíblicos.

Siendo ya viejo, y a la sazón en que los ammonitas habían puesto sitio a Jabes de Galaad, Saúl, hijo de Kis, uno de los admiradores de Samuel, y que se creía animado como él por el espíritu divino, indignado de la cobardía de sus compatriotas, degolló un par de bueyes de su propiedad, los descuartizó y dividió en partes, y, enviándolos a las comarcas de Israel, amenazó con hacer lo mismo con los bueyes de los que no le siguiesen; y Samuel, dotado de buena presencia y de estatura que excedía lo alto de su cabeza sobre la de los de su pueblo, alentó a los israelitas, que libraron a Jabes. Ya habían testificado los hebreos su deseo de tener un rey como el de los pueblos que les rodeaban, y cualquiera que fuese la aversión de Samuel a cambiar el orden político establecido, según el cual sólo Jehová era el soberano, reunido el pueblo en Galgal proclamó a Saúl, el héroe benjaminita, rey de Israel. El nuevo monarca alistó como ejército permanente tres mil hombres, poniendo mil a las órdenes de Jonatán. Este tomó de los filisteos la ciudad de Gibea, y, resentido Samuel porque no le había aguardado para ofrecer en Galgal el sacrificio expiatorio, le miró mal desde entonces. Luego le maldijo por haber perdonado Saúl la vida de los amalecitas, y a su rey Agag, y aunque Saúl solicitó su perdón y dio muerte a Agag en el santuario de Galgal, Samuel se retiró a Rama y de allí pasó a Belén (Bethlehem), donde con el pretexto de celebrar un sacrificio consagró misteriosamente heredero del trono a David, hijo menor del Isai (Jessé). Llamado a la corte para consolar a Saúl en la melancolía de éste, se captó David su corazón y el de su hijo Jonatás, enviado a pelear contra los filisteos; sus victorias fueron celebradas en los decires populares, y las mujeres de Israel salían a recibirle danzando al son de címbalos y tambores y cantando:

Saúl ha muerto a mil
Y David a diez mil

Saúl comenzó a tener celos de su gloria, y en un acceso de cólera arrojó sobre él su lanza. Después, juzgando que para deshacerse de él le serviría de mucho el casarle con una hija suya, la desposó con Micol, quien, enamorada de David, le facilitó la fuga. El desterrado, refugiado en una cueva y convertido en jefe de banda, llevó a cabo acciones heroicas, semejantes a las de Antar y del Cid Ruy Díaz, cuyas historias legendarias han podido recibir alguna influencia de la maravillosa bíblica del monarca de Judá. Para obtener pan para él y su gente de parte de Abimelec, jefe de los sacerdotes, quien sólo tenía a su disposición panes consagrados, declaró que él y los suyos estaban puros de comercio con mujeres, y, como en las leyendas del Cid, éste se provee, ora de la espada de Mudarra, ora de Colada, que fuera del vencido conde de Barcelona, David exige a Abimelec que, le entregue la espada de Goliat, colocada en el templo como trofeo porque no tiene su par. Como el Cid vivió parte de su vida entre sarracenos y poniendo su brazo y sus guerreros al servicio de los reyes moros, David residió en la tierra de Akes, hijo de Maof, rey de Gat, príncipe filisteo, enriqueciéndole con el botín que ganaba a los amalecitas. Como éstos saquearan en una invasión en el Negeb a judaítas, calebitas y filisteos, David les sorprendió y arrancó las riquezas de que se habían posesionado; el hijo de Isai envió grandes regalos a Bethel y a Hebrón, donde tenía muchos amigos de Judá que le consideraban como el caudillo de la tribu. Casi al mismo tiempo Saúl salía con sus tres hijos, Jonatás, Malkisna y Abinadab, al encuentro de los filisteos, que se habían presentado sobre Jezrael, estableciendo su campamento en Gelboe enfrente de Sumen, ocupada por aquellos. Dada la batalla, quedó en el campo con sus tres hijos.

A la muerte de Saúl, David se hizo proclamar [246] rey de Judá en Hebrón, y aunque Abner, general del ejército vencido, reuniendo los dispersos aclamó heredero de Saúl a Ishbaal, hijo de éste, quien mantuvo la guerra con Judá durante siete años, lo abandonó su carácter altanero, siendo asesinado el rey de Benjamín por los suyos. Entonces los representantes de las tribus, aun de las más lejanas, como Aser, Zabulón y Neftalí, acudieron a Hebrón para reconocer por rey a David, quien fue consagrado ante los ancianos. Comprendiendo David que si Hebrón en el centro de Judá era buena corte para el reino de este nombre no lo era para las doce tribus, se propuso trasladarla a la fortaleza cananea de Jebus, rodeada al Levante, Sur y Poniente por el lecho del Cedrón y la garganta de Hinnón, y al Norte por una ligera depresión del terreno. Después de un asalto vigoroso la tomó su general Joab, realizando sus deseos. Dividía en dos la ciudad un barranco profundo que, como el valle del Darro en Granada, seguía la dirección de Norte a Sur, y separando las alturas de Sión de las colinas de Millo y del monte Moria formaba como dos ciudades, a las cuales impuso David el nombre en número dual Jerusalaim y también el de Jerusalén. David dejó para el pueblo la parte del monte Moria, fijó su residencia en Sión y fortificó a Millo. En cuanto a los jebuseos, les dio la parte baja de la ciudad, el cuartel de Bufel, procediendo poco más o menos de igual manera que los sarracenos en España con los mozárabes, y los cristianos con los mudéjares en la Reconquista. Viendo los filisteos la prepotencia de Israel, invadieron a Judá, amenazaron a Jerusalén y sitiaron a Betlehem; pero David los derrotó, los filisteos pidieron la paz, y Gat y las poblaciones de su comarca quedaron en poder de los hebreos. También Moab sucumbió ante sus armas, las cuales dirigió David al Norte hacia la Siria, derrotando o sometiendo sus reyes y apoderándose de Damasco. Como los idumeos aprovechasen su ausencia para invadir a Judá, David envió a sus generales Joab y Abisai, que los derrotaron en el valle de la Sal, al Mediodía del Mar Muerto. Su país fue ocupado militarmente, guarneciendo fuerzas judías los lugares importantes hasta Elath y Etsiongaber, en el extremo oriental del Mar Rojo. David constituyó un verdadero Imperio judío desde las márgenes del Éufrates al Egipto y a las costas del Mar Rojo. Entonces tomó su corte un color oriental que, recordando las de Egipto y Asiria, tenía condiciones particulares imitadas por los estados árabes hasta en la Edad Media. Hasta entonces, así Saúl como David, viviendo en casas particulares como grandes propietarios o ganaderos ricos, no habían organizado aparato de corte, como no lo organizaron tampoco los inmediatos sucesores de Mahoma, ni aun quizá los omeyas; pero desde aquel momento David, que había mandado trasladar el arca de Kiriat-Jearim a Sión, se hizo labrar por obreros fenicios un palacio de piedra de sillería y techos de madera de cedro, y escogió para guardia especial de su persona treinta gibbones o varones esforzados de los seiscientos que constituyeron su banda en su época de guerrillero. Además de esto instituyó guardia numerosa de carios asalariados o Créte Plete (filisteos de Creta) y de gittitas, naturales de Gat. Joab era su sarsaba o generalísimo. Benayah, hijo de Joiada, capitán de su guardia; Seraia su sofer o secretario, y Josafat ben Ahilud su mazqur, es, a saber, su canciller, y quizá su historiógrafo. Las discordias del harén, que reunió ya por miras políticas, ya por pasiones de que no supo librarse, le movieron a cometer pecados aumentados por los de los hijos de las diferentes mujeres, y produjeron, entre otras, la rebeldía de Absalón, que amargó sus últimos días; y la influencia de Betsabé, resuelta a desempeñar el papel de sultana valida durante los días de Salomón, reforzada por los consejos del profeta Natán, produjeron la proclamación de aquél en vida de su padre, en perjuicio de su hermano mayor Adonías.

El reinado de Salomón se consagró a la administración interior. Dividió su reino en doce regiones próximamente iguales para el fin de la recaudación de impuestos, sin atenerse a la población de las tribus; aliado con Hiram de Fenicia, los judíos se embarcaban en el Mediterráneo en buques fenicios; aliado con el rey de Egipto, cuya hija recibió en matrimonio, su escuadra salía de Etsiongaber, en el Mar Rojo, y quizá hacía la travesía de las Indias y de la Indochina. Además fundó a Tadmir o Palmira en el desierto, estación de las caravanas arameas que se dirigían de Fenicia o Egipto a las comarcas del Éufrates. Sumamente tolerante, y en ocasiones descreído en materias religiosas, honró a los dioses de las mujeres de su harén; sirvió a Astarté, divinidad de los sidonios; a Milleom, divinidad de los ammonitas; labró un templo a Camosh, dios de los moabitas, y a Moloch, que lo era de los ammonitas, en una montaña situada enfrente de Jerusalén (Reyes, I, XI, 1-13, 3º). Dejó, sin embargo, en Oriente una reputación imperecedera por su sabiduría. Expuso, o refirió, dice el libro de los Reyes (I, v. 9 y sigs.), tres mil cinco masales (proverbios o parábolas); compuso mil sires o cantos líricos; trató de todos los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que brota en las murallas, y señaló las cualidades de los cuadrúpedos, aves, reptiles y peces. Con el auxilio de operarios fenicios emprendió y acabó obras maravillosas, entre las cuales descollaban su palacio y el templo de Jerusalén. Según el autor del Eclesiastés, fue el más rico y el más poderoso de los hombres. A tenor del Evangelio de San Mateo (VI, 29; XII, 27), resumía todo el esplendor humano. Mahoma y las leyendas musulmanas le dan el carácter de poderoso encantador que redujo a los genios a que le sirvieran como esclavos. Aquella extraordinaria grandeza que, recogiendo tradiciones extrañas, debilitaba el vigor del sentimiento nacional, produjo inevitable decadencia.

Disgustada la tribu de Efraim por la fundación del templo de Jerusalén, lo cual parecía conceder a esta ciudad y su comarca cierta superioridad entre las demás, fue la primera en rebelarse, alentando Apjah, sacerdote de Silo, a Jeroboam, de la misma tribu, a despojar de su trono a Salomón en los últimos años de su vida. Aunque el rebelde hubo de retirarse a Egipto al lado de Sesonq, al suceder Roboam o Rehabeam a su padre (929 a. de J. C.), el pueblo llamó a Jeroboam, y, celebrada una junta en Sichem, el jefe de los insurrectos se encargó de presentar a Roboam sus quejas por las exacciones y tributos que había impuesto su padre. Como al cabo de tres días le despidiese el rey con amenazas, la deserción pareció general, señalándose particularmente a poco la resolución de las tribus del Norte y del Este, así como de los filisteos, moabitas y ammonitas, de reconocer la preeminencia de Efraim hasta proclamar monarca de Israel a Jeroboam. Convencido Roboam de la inutilidad de la lucha por los consejos del profeta Semaiah, quedó reducido al territorio de Judá, de Simeón, a algunas ciudades de Dan y de Benjamín y a la soberanía sobre Edom. En cuanto a la Siria y su capital, Damasco, quedaron definitivamente desmembradas de Israel y de Judá bajo monarca propio. No se ocultaba a Jeroboam que el estado del monarca legítimo, aunque más reducido en extensión, era más compacto, robustecido con las tradiciones administrativas de David y de Salomón, y con la organización religiosa de que era punto central el templo, que debía ejercer mucha atracción sobre los fieles. Para contrarrestarla introdujo el culto de Apis, cuyos ritos había aprendido el pueblo en Egipto, colocando sus imágenes, el becerro de oro, en Bethel y en Dan. Cinco años después el faraón Sesonq saqueó el templo y se paseó triunfalmente por Israel, volviendo a su corte cargado de tesoros. Después de la retirada de Sesonq continuaron las guerras entre Israel y Judá. Habiendo sido asesinado Nadab, hijo de Jeroboam, por Baeza, este príncipe israelita se arrojó sobre Judá, donde el hijo de Abijam y nieto de Jeroboam, a pesar de haber rechazado victoriosamente una invasión de etíopes y libios, no creyéndose bastante fuerte imploró el auxilio de Ben-Adab I, rey de Siria, quien promovió la guerra a Israel, forzando a Baeza a abandonar la conquista del reino judío. Sela, hijo de Baeza, fue muerto y reemplazado por Omri, quien fundó y fortificó a Samaria. Como no cesara de molestarle con sus ataques Abén-Adab, rey de Damasco, buscó la alianza de Fenicia y obtuvo de Hobal, rey de Tiro, la mano de Jezabel para Acab, su hijo y heredero. Este, influido por su mujer, no cuidó del culto nacional, facilitando la propagación de la religión de los fenicios, a pesar de las exhortaciones y conminaciones del profeta Elías, quien, después de hacer varios milagros, subió vivo al cielo en un carro de fuego (Reyes, I, 17-19; II, 1-2), dejando en su lugar a Elíseo para que continuase sus exhortaciones. Pero Acab derrotó a los sirios, y, hecha la paz, les auxilió contra los asirios. En la segunda guerra de éstos contra Damasco le ocurrió a Acab aprovechar la ocasión de recobrar la ciudad de Ramoth Gilead, detentada por los sirios; acudió al auxilio de Josafat, rey de Judá, estableciéndose alianza entre ambos por el casamiento de Atalía, hija del israelita, con Aláh, hijo de Josafat; pero fueron derrotados, quedando Acab en el campo y Josafat fugitivo. Mientras Ajasía, hijo de Acab, se retiro a curarse de sus heridas, Eliseo, presentándose ante los restos del ejército, hizo reconocer a Jehú, quien dio muerte a Ajasía y a su cuñado Jerom, que había sucedido a Josafat. Atalía, que había quedado en Judá después de dar muerte a todos los príncipes de la casa de su marido, a excepción de Johás, el gran sacerdote, usurpó el reino, se rodeó de una guardia fenicia y generalizó el culto de los Baalien. En aquella circunstancia estaban trocadas las condiciones religiosas de ambos pueblos hermanos: Jehová era honrado en Samaria; Baal en Jerusalén.

Pero Jonás fue proclamado por el gran sacerdote Josada, y Atalía muerta. Amenazando nuevamente los sirios, Jonás compró la paz a precio de oro, y Janucaz, hijo de Jehú, menos acepto que éste a Jehová, sufrió mucho de ellos. Sucedióle Johás, israelita, el cual, unido con Amatrías de Judá, echó de sus Estados a los sirios; pero Amatrías quiso someter a Johás y fue vencido y cautivado, y Johás entró victorioso en Jerusalén. Su hijo Jeroboam II conquistó al Norte los Estados que fueron de David y de Salomón. Amatrías, después de la retirada de Johás, atendió a organizar y fortalecer su reino; su hijo Ozias restableció su autoridad sobre Edom y asoció al gobierno a Jotán, que era su hijo y heredero. En tanto la corona pasaba en Israel de Jeroboam II a su hijo Zacarías, último de la raza de Jehú, el cual fue asesinado por el usurpador Shalum. Este fue también muerto a poco en Samaria por Menahem, hijo de Gadi, príncipe que hubo de comprar la paz de los asirios. Sucedióle su hijo Pecahia, el cual fue asesinado por Pecah, uno de sus generales, que, muy débil y muy pobre, se sometió a Ben Adar II, rey de Damasco, quien su vez había reconocido la soberanía de Asiria. Pecah, unido con el monarca sirio, se dirigió contra Judá, donde reinaba Acaz, que había sucedido a Jotán; los invasores le vencieron dos veces y llevaron muchos cautivos judíos; pero Acaz, dirigiéndose al rey de Asiria, Tuglat-habul-Asar, se declaró su vasallo, con lo cual el asirio invadió a Israel y se apoderó de la mayor parte de su territorio, mientras Pecah se encerraba en Samaria para someterse después. Pero asesinado Pecah por Hosea (729), e instalado este rey, la muerte de Tuglat pareció a propósito para una rebelión de los palestinos, en especial de Israel y Fenicia. Salmanasar acudió a domar la rebelión, y aunque los israelitas pidieron auxilio a Sabás, rey de Egipto, el asirio sitió a Tiro y a Samaria, y Sarinquín o Sargón, que había sucedido a Salmanasar, tomó a Samaria, la saqueó y se llevó cautivos a sus moradores, que condujo a Kalaf, a las márgenes del Habor y del Gozán, y a las ciudades de los medos. Muchos campesinos israelitas se desterraron antes que prestar obediencia al gobernador asirio, acogiéndose unos a Ezequias, rey de Judá, hijo de Acaz, y emigrando otros a Egipto.

A la caída del reino de Israel, Ezequías aspiró a restablecer el culto de Jehová en toda su pureza, destruyendo los ídolos introducidos y la famosa culebra de metal conservada desde los tiempos de Moisés, y a la cual prestaba el vulgo un culto idolátrico. Habiendo sucedido a Sargón en Asiria Sennaquerib, y estimando Merodach Baladán de Babilonia ocasión oportuna para sacudir el yugo de los asirios el principio del nuevo reinado, envió a este fin una embajada a Ezequías para que se rebelara, y entabló también negociaciones con Egipto. En vano intentó disuadir al rey de Judá el profeta Isaías, partidario de que Judá no se mezclara en contiendas internacionales. Ezequías hizo frente a los asirlos, que ocuparon el país, y sólo mediante crecido tributo perdonaron a Jerusalén. Mas viendo que numerosas fuerzas egipcias y etíopes le amenazaban, comprendió la conveniencia de no dejar a su espalda fortaleza en manos de amigos sospechosos, y pidió que se le entregase la ciudad para que la guarneciese, lo cual repugnó a Isaías como una profanación, y su resistencia triunfó de los asirios merced a la inesperada catástrofe que destruyó su numeroso ejército en los confines de Egipto y Palestina. Asaradón, hijo de Sennaquerib, castigó a los egipcios y sometió nuevamente a Judá, cuyo rey Manasseh, hijo de Ezequías, pervirtió el culto asociando divinidades asirias y babilonias, y asoció a Jehová como diosa paredria una reina del cielo. Bajo Amón, hijo de Manasseh, hicieron los arios su primera aparición brillante en la Historia bajo Iraortes y Hoxaves de Media, el último de los cuales sitió la capital de los asirios, pero sus progresos fueron detenidos por una invasión de escitas a que se refieren Zefanías y Jeremías, la cual atacó a Palestina en 626 a. de J. C., año decimotercio del reinado de Jonás, sucesor de Amón, aunque sin tocar a Judá. Este Jonás descubrió el Deuteronomio, que se había extraviado, y normalizó con su texto la jurisprudencia. fue derrotado por el egipcio Necho en la batalla de Megiddo, dando lugar a grandes lamentaciones de Jeremías, y sucediendo, bajo la dependencia egipcia, su hermano Jehoiaquim, el cual, si no abolió el Deuteronomio, incurrió en prevaricaciones de la índole de las usadas por Manasés. A los tres años regocijábase Israel viendo que su antigua enemiga Nínive era sitiada por medos y caldeos, y que Nabucodonosor de Babilonia, pasando el Éufrates, amenazaba a Carchenis (605-606); pero tomada esta ciudad (602), se dirigió a Judá, que cambió el yugo egipcio por el babilonio. Mas como intentara rebelarse después, Nabucodonosor en persona se presentó delante de Jerusalén (597), deportó a los ciudadanos principales y a Jechonías, hijo de Jehoiaquim, nombrando en su lugar a Zedequías ben Josías. Ni aun así cesaron las manifestaciones patrióticas, a que contribuyó el celo de Jeremías. Alentados los judíos por la esperanza del auxilio del faraón Ofra (Apries) en 589, se rebelaron abiertamente. Nabucodonosor llegó a sitiarlos, mas los soldados del faraón le obligaron a levantar el sitio. Grande fue la alegría en Jerusalén y la exaltación de Jeremías, hasta que los egipcios fueron rechazados y levantado el sitio. En vano resistió la ciudad un tiempo alentada por el profeta y por el rey. Fue entrada, asolada, y el templo reducido a ruinas. La pacificación hubo de lograrse con una deportación más numerosa, y aunque quedaron algunos campesinos y agricultores sin templo, sin sacerdotes y sin maestros, apenas observaban otros ritos de la religión verdadera que la observancia del Sábado y de la Circuncisión. Así terminó el reino de Judá en 526.

Después de duras pruebas de los judíos bajo los babilonios, al destruir Ciro en 583 el Imperio caldeo dio licencia a los desterrados para volver a su País. Sólo lo aceptaron y volvieron unos 45.000, aunque el texto histórico no señala si se comprendían en este número las mujeres y los niños. Los más prefirieron establecerse, mejor que en los lugares de su procedencia por provincias, en las cercanías de Jerusalén, y rechazaron en general la unión de los ammonitas, ashdoditas y samaritanos. Entonces se estableció una teocracia, organizada por Esra bajo la dependencia de gobernadores de Persia. Al principio no pudo plantear la ley en todo su vigor, pero habiendo llegado a Judea (445), en calidad de gobernador, el judío Nehemías Ben Hacaliya, Esdras estableció la observancia de la ley con el Deuteronomio, que constituye la Carta magna del judaísmo de aquella edad, aunque conforme con las demás prescripciones de los otros libros del Pentateuco. En tiempo de Nehemías fue el gran sacerdote Eliasib; sucediéronle Josada, Johanán y Jaddua, que ejercía sus funciones en tiempo de Alejandro Magno. Aunque Palestina fue conquistada por Alejandro Magno en 332, ninguna tribulación experimentó Jerusalén hasta que la tomó Tolomeo, y aunque en 315 pasó a Antígono la recordó Tolomeo, cuyos sucesores la tuvieron cerca de una centuria, rigiéndola bajo ellos los sumos sacerdotes Onías ben Jaddua, Simón I, Eleazar, Manasés, Onías II y Simón II, siendo esta época de considerable dispersión de los judíos por el mundo griego. A la muerte de Tolomeo IV (205), Autioco III logró incorporar la Palestina al reino de los selenidas. Este concedió algunos privilegios a los judíos; pero empobrecido su hijo Selenio IV en las guerras con los romanos, encargó a Heliodoro apoderarse del templo, contra lo cual protestó Onías III. Muerto Selenio envenenado (175), quiso hacer sacerdote a Jasón, hermano de Onías, el cual introdujo costumbres griegas, un gimnasio y un efebeo. Pero esto no impidió que le forzase a entregar exagerados tributos, con lo cual, partido Antioco para Egipto, fue expulsado Jasón. Antioco (168) envió a Apolonio con un ejército contra Jerusalén. El griego destruyó las murallas, abolió el culto judaico, confiscó y quemó las Toras, y en el templo medio arruinado hizo consagrar un altar a Júpiter Capitolino en 25 de keslén de 168 antes de J. C. El pueblo y los judíos más devotos abandonaron a Jerusalén, se refugiaron en Egipto o se ocultaron en el desierto o en cavernas. Cierto sacerdote, Matatías, de la familia de los hasmoneos, obligado por los soldados sirios a dar testimonio de su cambio de fe, mató al oficial sirio y destruyó el altar pagano. Después huyó a la montaña con sus hijos Juan Gaddi, Simón Tassi, Judas Macabeo, Eleazar Anarán, Jonatán Affo y otros secuaces. Luego recorrieron todos el país derribando altares, y sucedió a Matatías el famoso Judas Macabeo, que se alió con los romanos y restauró el culto. Muerto por los sirios dirigidos por Bacehides, sucediéronle sucesivamente su hermano más joven Jonatán y el mayor en edad Simón, quienes establecieron la independencia de la patria. Sucedió a Simón su hijo Hircano el Grande, que se indispuso con los fariseos que, con los saduceos, constituían las dos sectas principales del judaísmo. Pasó el nombramiento a sus hijos Aristobulo y Alejandro Janneo; después hizo esfuerzos la reina Alejandra por atraerse a los fariseos en favor de sus hijos, pero la lucha se mostró abiertamente bajo Hircano II, apoyado por los fariseos contra Aristobulo II, su hermano menor, y más valiente, por el cual estaban los saduceos. El último llamó en su auxilio la Pompeyo, con lo cual Hircano II, a quien gobernaba enteramente el idumeo Antípatro, tuvo la protección de Julio César, y Antonio Antígono, hijo de Aristobulo, acudió a los partos, que avanzaron sobre Jerusalén, llevándose a Hircano II y a Fazael prisioneros. Herodes, hijo de Antípatro, se escapó a Roma, donde por un decreto del Senado, por influencia de Antonio y de Octavio, fue proclamado rey de Judea. Bajo Herodes el Grande ocurrió el advenimiento del Mesías, y, a la muerte de su hijo Arquelao, Judea fue proclamada provincia romana. Bajo Poncio Pilatos, que la gobernaba por Roma, ocurrió la Pasión del Salvador del Mundo, y no pocas turbulencias por el propósito de Calígula en lo tocante de colocar su estatua en el templo de Jerusalén. Claudio, uniendo los gobiernos de Judea y de Galilea, los colocó bajo el cetro de Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, pero a su muerte sólo Galilea quedó bajo la autoridad de su hijo Agripa y de Beneino, pasando Judea al poder de los romanos, y siendo gobernada sucesivamente por Félix Sesto, Cuspio Fado y Gessio Floro (año 66 de J. C.). Sus desmanes produjeron una irritación tal que no pudo calmar Costio, gobernador de la Siria, que llegó a Jerusalén en su auxilio. Al contrario, al grito de guerra a Edom acudieron multitud de judíos que lo combatieron, habiendo de retirarse con los romanos el año 68 de J. C. Nerón envió un poderoso ejército a las órdenes de Vespasiano, a quien acompañaban su hijo Tito y Trajano, padre del emperador de este nombre. Defendían a los judíos Josefo, hijo de Matatías, el historiador de los judíos, y Juan de Gissala el Zelota. El primero sostuvo el sitio de la fortaleza de Jotapáter, en que murieron 4000 judíos; pero habiéndose rendido a los romanos, recibió el patronato de Vespasiano y el nombre de la familia romana Flavia. Suspendidas las hostilidades por los sucesos que dieron el Imperio a Vespasiano, Tito puso su ejército sobre el monte Moria y bloqueó las fortificaciones de la ciudad. Tomada ésta después de heroica resistencia, Vespasiano mandó que se dedicase el templo a la diosa de la Paz. Pero el año 115 se anunció una vasta insurrección por parte de los judíos, que se mostró formidable el año 131 (bajo Adriano), acaudillada por Barcosebas. Este reinó como príncipe o nasi en Jerusalén cuatro años, después de los cuales, reconquistada Jerusalén por el general romano Tito Anio Rubo (136 de J. C.), ordenó Flaviano la expulsión de los judíos de Palestina y su dispersión por el mundo.

Murieron en aquella guerra cerca de 580.000 judíos, siendo crecido el número de los que emigraron a Occidente.

Pero si fue grande el rigor con que castigó Adriano la rebelión de los judíos, ello es que, trasladados a países donde no constituían la masa de los pobladores, su condición fue bastante tolerable. Tal sucedió en el Norte de África y en toda la Europa meridional, donde, especialmente en España, se había aumentado mucho su número merced a la emigración decretada por Adriano. No ha de entenderse por esto que los judíos no volvieran a tener valimiento e importancia en el palacio de los césares, pues con Caracalla gozaron de gran privanza muchos de aquella raza, y sabido es que Alejandro Severo, al erigir un templo a todos los héroes y deidades, incluyó entre éstos a Abraham.

De la importancia creciente de la población judía en nuestra península durante la época del Imperio pueden testificar cumplidamente, además de algunas memorias sepulcrales, los cánones del concilio Iliberitano, en que, aprovechando la tregua que otorgaba a las persecuciones de la Iglesia la tolerancia de Constancio Cloro, se aplicaron insignes Padres de la Iglesia española a establecer y deslindar por completo la apetecida separación entre las comunidades hebreas y las cristianas.

Reunidos en aquella memorable asamblea (años 300 a 303 de J. C.) diecinueve obispos, veinticuatro presbíteros y número considerable de diáconos y legos, no olvidando el poner la mira en extirpar la herejía que amenazaba contaminar la grey cristiana, como tampoco el concluir con execrables prácticas supersticiosas, reliquias del gentilismo, mostraron especial propósito de combatir la influencia hebrea, poderosísima en todas sus diócesis.

Entre las prescripciones encaminadas a este fin merecen particular mención las contenidas en el canon XVI, prohibiendo todo consorcio y matrimonio entre cristiana y judío; la del XLIV, en que se amonesta a los dueños de las heredades para que no permitan que los frutos sean vendidos por los hebreos, y las disposiciones de los cánones L y LXXVII vedando, so pena de separación de la comunión cristiana, el que los clérigos o fieles legos coman con judíos, así como que el cristiano que tenga mujer propia cohabite con judía o gentil.

Reinando Honorio comenzaron a aparecer leyes opresoras contra los judíos, cuyo mal trato, según algunos escritores, produjo la conversión de los de Menorca. Afortunadamente para ellos, el indiferentismo de los godos arrianos y la perturbación guerrera que alteraba frecuentemente la península ibérica y la Galia durante los siglos V y VI hicieron que se inutilizasen en España aquellas muestras de la política imperial, con no poco provecho para la dominación de los visigodos, que tuvieron de su parte a los judíos en algunas de sus guerras.

Contrastaba esta política de los visigodos, imitada por los ostrogodos de Italia, con la seguida por los emperadores de Oriente, donde Justino excluía a los judíos (con los samaritanos y paganos) de todos los oficios y cargos públicos, y Justiniano, más tarde, declaraba que la plenitud de los derechos civiles sólo pertenecía a los fieles; por eso fue para la gente judía más duro el cambio que se produjo en su situación cuando la conversión de la nación visigoda al catolicismo. Reprodujéronse en esta época por los Padres del concilio III toledano algunas de las antiguas prohibiciones del concilio de Elvira, y fue imitada la severidad de las leyes de Justiniano. A semejanza de lo dispuesto en éstas, se excluyó de todo poder o jurisdicción sobre los cristianos a los individuos de la abominable secta judia; vedóseles el matrimonio con cristianas y la celebración de sus ritos y fiestas, señaladamente la Pascua, y sólo se les concedió aptitud para ser recaudadores de tributos y administradores de las rentas públicas.

Su situación, con ser mala, empeoró bastante en el reinado de Sisebuto (612-617), príncipe que pareció extremar el rigor contra ellos. Sin que llegara al término que indica Ambrosio de Morales y repiten otros escritores en lo tocante a imponer pena capital a los que rehusasen el bautismo, el ardor de su celo religioso llevóle a promover su conversión por medio de violencias y coacciones, medio indiscreto de proselitismo ya reprobado por San Gregorio el Magno, y que [248] en breve debía censurar el no menos grande San Isidoro.

Si las disposiciones y órdenes de Sisebuto produjeron el bautismo de multitud de judíos, fueron causa también de que abandonaran la península buen número de familias, por más que de éstas muchas de las que buscaron refugio en Francia volvían después huyendo de la dureza del rey Dagoberto, que les forzaba a escoger entre la muerte y el bautismo.

No disfrutaron de grande bienestar los judíos durante los reinados siguientes, aun cuando las violencias de Sisebuto no fuesen imitadas por todos sus sucesores; pero su situación no debió ser tampoco intolerable, dado que las leyes dictadas contra ellos no se observaban por completo, según lo muestran las repetidas disposiciones de Recesvinto. Con arreglo a las leyes del Fuero Juzgo, publicadas por este príncipe, hubo necesidad de prohibir que se aplicase el tormento a los cristianos a petición de los judíos, se inhabilitaba a éstos y a los conversos, aunque no a los hijos de los conversos si tuvieran buena fama, a servir de testigos contra el cristiano en todo pleito civil o criminal sin autorización especial del príncipe, quedándoles sólo este derecho entre sí y contra sus siervos gentiles y ellos sometidos al tribunal de los cristianos, con la cruelísima sanción para estas leyes de que el infractor fuese decapitado, quemado o apedreado, more mosaico, salvo el caso de que el rey quisiese guardar su vida, pues entonces era dado por siervo y sus bienes repartidos entre los demás israelitas.

Al propio tiempo se aplicaban los estatutos del VIII concilio toledano (653) a castigar la blasfemia, el vituperio y el abandono de la religión cristiana a los judíos convertidos, ordenándose en el siguiente, celebrado en noviembre de 855, que los judíos bautizados se fervorizasen con el trato de los cristianos y concurriesen a celebrar con los obispos las fiestas solemnes.

Rendida, al parecer, en fin, la contumacia de los israelitas merced al vigilante celo del rey, se dirigían a él con sus Memorias el año sexto de su reinado (650), y recordando el plácito o promesa hecha por fuerza a Chintila, de practicar con sinceridad la fe católica, protestaban el renovarlo ahora de su grado. Con esto parecieron sosegadas por algún tiempo las prevenciones contra los judíos, limitándose el concilio X celebrado este mismo año a ratificar la ley tantas veces promulgada, impidiendo vender esclavos cristianos a judíos y gentiles. Debían renacer las desconfianzas, y a la verdad con no escaso fundamento, al descubrir la parte tomada por ellos en la rebelión de la Galia gótica en tiempos de Wamba; pero, según testifican los cánones del XI concilio toledano, no fue así. En cambio los del XII, reunido por Ervigio, manifiestan que la obra de legislar contra los judíos, que parecía en suspenso, se continuó con actividad desusada bajo el reinado del sucesor de Wamba, al cual pertenecen, a lo menos en su última fórmula, la mayor parte de las contenidas en el tít. III, libro XII del Fuero Juzgo. Tan completo parecía el cuadro de la legislación judaica al bajar al sepulcro Ervigio, que su sucesor, dotado de especial afición a las tareas legislativas, y en cuyo reinado de trece años se reunieron hasta tres concilios nacionales, apenas puso la mano en el edificio de aquella legislación para algunos toques y pinceladas. Descúbrense con todo en el reinado de Egica dos períodos harto desemejantes y distintos, en lo que concierne a la consideración de la grey israelita. En el primero, y partiendo del supuesto de que en la península ibérica no había ya judíos que no estuviesen bautizados, no tuvo inconveniente en conceder honras y privilegios a los conversos de buena fe; en el segundo, suspicaz y receloso de los judíos, desarrolló algún tanto más las leyes de persecución dictadas por Sisebuto, Chintila y el mismo Ervigio.

Conciertan con la índole señalada en la primera tendencia, así el silencio que guarda sobre la perfidia de los judíos el concilio XV (688), como las generosas disposiciones del siguiente (693), pareciendo emanar de la segunda las sentidas frases del príncipe en el tomo regio, leído en el concilio XVII, donde acusándoles de conspirar con el acuerdo de las otras regiones transmarinas, pedía a los Padres que formaran las leyes que estimasen a propósito, así para su castigo como para su extirpación y para la salud del reino.

En este concilio dictáronse las disposiciones más duras para los judíos, ordenando que todos los de España fuesen dados por siervos y entregados a los siervos cristianos que tuviesen a elección del rey, privados de sus bienes, para que con la pobreza sintiesen más el trabajo, con absoluta prohibición de sus ritos dispersos además por orden del rey, y alejados de sus habituales residencias, y apartados de sus hijos de uno y otro sexo luego que llegaran éstos a la edad de siete años, al objeto de educarlos bajo la protección y tutela de varones virtuosos en las prácticas del catolicismo, y unirlos después en matrimonio a mujer u hombre cristiano.

Con estas consideraciones y ordenanzas podemos terminar el cuadro de la legislación visigoda sobre los israelitas, una de las extranjeras del pueblo de Israel que más influencia han ejercido sobre su vida, pues compiladas las leyes del Fuero Juzgo en tiempos de Egica, influyeron grandemente en la legislación relativa a los hebreos promulgada posteriormente en los estados cristianos de la península ibérica, merced al crédito que en casi todos conservaron las disposiciones del código visigodo.

Motivaron los apuntados excesos la emigración de infinidad de familias judías, que luego en tiempos de Witiza, debieron volver a España, ora llamados por este príncipe, ora atraídos, especialmente los conversos, merced a la política de mayor suavidad que inauguró al principio de su reinado, pues es lo cierto que el número de judíos era crecidísimo en la España goda cuando la invadieron los árabes. En aquella ocasión, fuese por enemiga hacia D. Rodrigo, o, como se concibe mejor, por estar en inteligencia con los muslimes, fueron los hebreos poderosos auxiliares de los conquistadores y sus favorecedores y aliados. «Cuando hallaban los conquistadores muchos judíos en una comarca, dice el texto del Ajbar Machmua, reuníanles en la capital y dejaban con ellos un destacamento de musulmanes, continuando su marcha el resto de las tropas.»

Lo mismo refiere Almacari al hablar de la conquista de Granada y Málaga, «cuyas alcazahas quedaron en poder de los judíos, según la costumbre que seguían desde su entrada en España.» Con igual procedimiento ocuparon los musulmanes a Córdoba, Sevilla, Beja y Toledo, de suerte que pudieron imaginar los cristianos que tenían a los judíos por señores.

Duró poco aquella pujanza de los hebreos en los negocios de la península ibérica, porque, llamados a Palestina por los engaños de un falso Mesías llamado Zonaras, volaron a engrosar las filas del imbuidor abandonando España, acción que fue castigada por Ambisa, que a la sazón gobernaba en la península por nombramiento del gualí de África, con la confiscación de todos los bienes de los que habían partido, y privando de su confianza a los que habían quedado. Al volver a España después de la derrota del impostor, vencido por Yerid, hermano de Omar II, intentaron en vano los judíos reconquistar la amistad de los árabes, padeciendo su yugo hasta el establecimiento en Córdoba del trono de los Omeyas, cuyos paniaguados y clientes estaban acostumbrados a una tolerancia religiosa poco conocida en África y España, y cuyo advenimiento a la península había sido deseado y aun predicho, según la leyenda, por los hebreos deferentes a la antigua dinastía, que representaba para ellos el principio de autoridad tan recomendado por los Gaonim.

Durante largo período, si se exceptúa un corto intervalo correspondiente a la sublevación del arrabal en tiempo de Alhacam I, vemos a los judíos adquiriendo suma consideración en la parte de España dominada por los muslimes, unidos entre sí firmemente o interesados por la causa del califato, que les prestaba no pequeño apoyo. Llegaron a constituir la principal población en algunas ciudades y villas que pertenecían, sin embargo, a los sarracenos y obedecían al gobierno de Córdoba, ocurriendo esto en Granada, Tarragona, Lucena, &c.

Menos próspera era, en general, la situación de los judíos en los estados cristianos de la península. Continuábase en ellos en los primeros tiempos de la Restauración los rigores de la legislación visigoda. La convicción en que se hallaban la mayor parte de los cristianos de la responsabilidad que cabía a la grey de Israel en la pérdida de España por el favor prestado abiertamente a los agarenos, alejaba del ánimo de los vencidos de Guadalete la práctica de una política tolerante. Por otra parte, la pobreza de las comarcas en que comenzó la obra restauradora no brindaba grandes ventajas en el Norte de la península a los hebreos, bien hallados, al parecer, con la consideración de que gozaban en las ciudades dominadas por el islamismo. Quizá entre los moriscos y mozárabes que las sucesivas víctimas de la Reconquista ponían bajo la dominación de los reyes de Asturias se hallaban algunos hijos de los falsos conversos de tiempos anteriores, y aun judíos llegados últimamente de África; pero su corto número no daba lugar a sospecha ni fijaba la consideración de los pueblos ni de los legisladores. Si se exceptúa la lápida de Fuente Castro, que testifica la existencia de población judía en tierras de León hacia el año 823, menester es que pasen dos siglos y medio para hallar en la Carta Puebla de Castrojeriz, otorgada en 974, un testimonio de la existencia legal del pueblo judío en los dominios de Castilla y de León con garantías apreciables. Sin embargo, puede recibirse por probable que los judíos, que debían existir en cierto número en León, al ser conquistada por D. Alfonso el Católico, y permanecieron en la comarca conservando sus bienes, granjearon no escasa influencia al trasladar a ella la corte de D. Ordoño II. Como quiera que sea, la importancia de la población judaica en León a principios del siglo XI no es en manera alguna dudosa, comprobándose que tenían derecho para adquirir propiedades agrícolas y que se aplicaban a extender el cultivo de la vid. En particular, se demuestra la competencia reconocida a los hebreos en ciertos asuntos, y la autoridad y crédito de que gozaba su testimonio por el canon XXV del concilio de León de 1020, verdadera carta de repoblación para la ciudad donde se celebraba, y en el cual dispone D. Alfonso V que la casa edificada en solar ajeno sea justipreciada para venderse por dos cristianos y dos judíos, a quienes se encargó tasación de sus labores.

Por lo que toca a Navarra, todo parece mover a la persuasión de que los judíos fueron aún más tolerados (y quizá del tiempo anterior a la existencia del nuevo reino del Pirineo) que en los estados de León y Castilla. Sublevados a la continua los vascos durante la dominación de los visigodos, interrumpidas a menudo las comunicaciones de aquellas comarcas con el resto de la península, es harto creíble que no se cumplirían en su país estrictamente las disposiciones de la ley visigoda en cuanto a los judíos, los cuales debieron inspirar confianza a los soberanos, principalmente cuando al mediar el siglo X llegaba a Pamplona Josep Abén-Hasdai como embajador del califa Abderramán III de Córdoba, cerca de doña Toda, madre de Sancho el Craso, y años después le restituía en su reino, sano de su incómoda dolencia, logrando restablecerse en el trono de que lo despojara D. Ordoño el Malo, con el auxilio de importante cuerpo de tropas agarenas. Tan interesante debió parecer a Sancho de Navarra (el Mayor) el concurso de los judíos, que, al otorgar el fuero de Nájera, colocada en la frontera de sus Estados, no sólo les concedía iguales derechos que a los cristianos y las prerrogativas de infanzones, sino que señalaba en la villa poblada un asilo y refugio seguro a los judíos que emigrasen de los otros estados de la península ibérica. Por lo que toca a Cataluña, sometida a la influencia francesa hasta aquella época, los Judíos pudieron disfrutar de las libertades y privilegios que concedieron los soberanos carlovingios a los domiciliados en sus Estados. A favor de estos privilegios había crecido la riqueza e importancia de los judíos franceses, singularmente en la esfera comercial, como que sostenían la mayor parte del tráfico que el Occidente hacía con Venecia y con las comarcas de Levante.

Cayó, no obstante, en mucha parte aquel prestigio o influencia con la ruina del poderío carlovingio, la cual coincide con la elevación del poder feudal y el establecimiento de los normandos en Francia, época en que, perdida la fuerza y tradición de las antiguas leyes administrativas y del derecho de gentes, invadía la Francia pestilencial y devastadora anarquía. Con no libertarse en todo de tamañas calamidades los judíos de la Marca hispánica, ello es que su situación en Cataluña debió ser menos difícil e intolerable, siendo los mediadores entre el comercio de África y España con el resto [249] de Europa. En el territorio de dicha Marca descollaba la antigua Tarragona, llamada por los árabes ciudad de los Judíos; además de esto los moabitas eran bastante poderosos en Cataluña hacia 848 para facilitar la entrega de la capital a los sarracenos, e influían al principio del siglo XI, para que fuesen en auxilio de Muhamad de Córdoba Ramón Borrell, conde de Barcelona, y Armengol, conde de Urgel, quienes al frente de nueve mil catalanes inclinaron la victoria a favor de su protegido contra Suleimán en la batalla de Acbat-al-Bacar.

Restituido al poder Suleimán, los judíos fueron objeto en Córdoba de la venganza de los berberíes, teniendo que dispersarse los individuos de la Academia cordobesa y buscar refugio ora en Málaga, como lo hizo el famoso Abén Sagrela, ora en Zaragoza, Murcia y Valencia.

Desde este suceso vese ocupar grandes puestos al lado de los monarcas musulmanes a diferentes personajes judíos, pero en ninguna parte logró tan señalada importancia la población judía en esta época como la obtuvo en Lucena, tercera ciudad o capital de judíos en España según testimonio de los geógrafos árabes. Asilo probable de los judíos españoles en época relativamente remota, y probablemente una de aquéllas que con Granada, la antigua villa de los judíos y Carteya, daban ocasión a las prescripciones severas del concilio de Elvira, constituía Lucena en los siglos XI y XII población de suma importancia donde los judíos, al abrigo de fuertes muros y de anchos fosos, tenían un gobierno y administración nacional sin permitir a los muslimes que penetraran en el recinto mural, antes bien forzándolos a vivir en su arrabal exterior, donde tenían mezquita para la celebración de su culto. Dentro de la ciudad un Juez y rabb mayor, elegido por la aljama en uso de privilegio otorgado por el soberano, con el concurso, a lo que parece, de las comunidades esparcidas por la comarca, ejercía la triple jurisdicción civil, criminal y religiosa, sometiéndose a su autoridad los jueces menores (deyanes) y los sacerdotes (cohenim), puesta única limitación a las facultades de aquél en materia de juicios sobre la imposición de la pena de muerte, reservada a la autoridad de los califas y emires. Coincidió el período de mayor florecimiento de Lucena con la llegada a la península del almorávide Jusuf-ben-Taxfin, en cuyo tiempo arribaba a España el docto maestro de los rabassún, el africano Isaac Abén Jacob Alfessi, el cual hubo de acogerse a Lucena después de la ruina y prisión de su patrono Al-Motamid de Sevilla, y allí ocupó los cargos de rabb mayor y juez con aplauso de toda la aljama que veía concurrir a la nueva escuela rabanita los hebreos de toda la península, no sin notable ventaja para su riqueza y comercio.

Llegó la fama de su opulencia a los oídos del príncipe almorávide Yusuf, quien tomado motivo de las predicaciones de su alfaquí, que mencionaba cierta manera de compromiso pactado entre los judíos y Mahoma en cuanto a recibir la fe del Islam si en el espacio de cinco siglos no venía el Mesías por ellos anhelado, se dirigió a Lucena en 1107, conminando a sus moradores al cumplimiento del pacto que se decía contraído a nombre de los de su ley por los judíos de Medina. Sólo el oro entregado en abundancia hasta saciar la codicia de Yusuf-ben-Taxfín pudo contener el rudo golpe asestado contra la aljama huenense, y esto merced a la mediación de Abén Hamdín, cadí de Córdoba, muslime ilustrado y protector de los judíos.

Engrandecíase y prosperaba notablemente Lucena a pesar de este contratiempo, en particular después de la ruina del reino de Zaragoza, ocupado por los almorávides en 1110, cuando la aparición de su falso Mesías en Córdoba (1117) amenazó turbar de nuevo la tranquilidad de sus moradores. Muerto el impostor con los ilusos que le habían seguido, y sentado Aly ben Jacub en el trono de su padre, aprovechó las dotes administrativas de los hebreos, ora ocupándolos como almojarifes en la recaudación y gobierno de las rentas públicas, ora empleándolos como físicos en el servicio de su persona, ora, en fin, aprovechando su habilidad en cargos diplomáticos y en negociaciones con príncipes extranjeros.

Tuvieron la honra de intervenir en sus consejos como guazires Abo Selemoh Abén Almuallem, que logró el primer lugar en su privanza; Abraham, Abén Meir, Abén Kamnial, Abén Mohager y Selomoh Abo Farusal.

Merced a la lealtad con que respondieron a estos honores, tuvieron la inesperada suerte de evitar en 1125 que descargase contra ellos la saña engendrada en el ánimo del emir por la expedición de D. Alfonso el Batallador a Andalucía, la cual, al par que daba por resultado el destierro a África de numerosas familias de mozárabes españoles, que permanecieron después de la retirada de aquél en las comarcas dominadas por los almorávides, facilitaba la vuelta de los judíos a los lugares de que habían emigrado en las persecuciones anteriores, tomando en no escaso número a Córdoba, Sevilla, Málaga y Granada.

Por desgracia, este estado de cosas duró poco tiempo. Posesionado Abdelmumén de Marruecos, capital del reino de Beni Taxfin, y resuelto a concluir en sus Estados con los cristianos y los judíos, mandó comparecer a su presencia a los principales hebreos y les dijo: «Vuestra religión ha cumplido quinientos años, y no sale de vosotros apóstol ni profeta alguno. Vuestro tributo no nos hace falta: escoged entre el islamismo y la muerte.» Poco después los bárbaros hijos del desierto, a quienes nuestros historiadores llaman muzmutos, corrupto el nombre de los naturales de la tribu masamuda, perseguían en España a los fugitivos de África, y cayendo sobre las ricas aljamas y las comunidades mozárabes destruían las iglesias y sinagogas, respetadas en tiempos anteriores. Arruinóse en su mayor parte la ciudad de Lucena, emporio de la riqueza y del saber, despoblóse la campiña de Córdoba, vinieron a menos por algún tiempo Sevilla, Granada y Málaga. De todas las comarcas dominadas por los africanos huían las familias hebreas, forzadas a escoger entré el islamismo, la emigración y la muerte. Muchas se trasladaron a Egipto y Levante; las más se refugiaron en los estados cristianos de la península ibérica, buscando algunas su seguridad en Francia e Italia.

Brindaban asilo preferente a los desterrados los dominios de Alfonso VII de Castilla, cuya corte era centro de verdadera cultura, y el cual, teniendo bajo su feudo y protección a los reyes árabes de Valencia y Murcia, ofrecía las garantías de fuerza, instrucción y tolerancia que podían apetecer los emigrados. No se engañaron éstos; porque dejados aparte los intervalos brevísimos ya apuntados, difícilmente se estudiará otro período más favorable al desarrollo de la sociedad hebrea después de su dispersión en tiempo de Adriano, que los días de florecimiento, de bienestar y de verdadera influencia que logró en los estados cristianos de la península desde la muerte de D. Sancho el Mayor, apenas terminado el primer tercio del siglo XI, hasta el advenimiento de D. Enrique de Trastamara al trono de Castilla y León en la última mitad del siglo XIV.

Protegiéronlos en particular D. Alfonso el Sabio, quien al hacer el repartimiento de Sevilla les otorgó el terreno que ocupan las parroquias de San Bartolomé, Santa María la Blanca y Santa Cruz, dándoles además tres de las mezquitas que los árabes tenían para que las transformasen en sinagogas y heredamiento, no sólo a los que de antiguo habitaban en la ciudad, sino a los que hacía poco que habían llegado a ella; D. Alfonso XI, que si no les protegió en persona permitió que lo hiciese, y algunas veces con escándalo de los cristianos, D. Yusuf de Écija, gran privado suyo, y D. Pedro, que a ruegos de Samuel Leví quebrantó por ellos una ley de las Partidas que prohibía a los rabinos sacar cimiento de templo alguno, consintiéndoles reedificar los existentes.

No les fue D. Enrique II completamente contrario, por más que castigase duramente a los judíos de Toledo, pues, al hacerlo, más quiso penar a sus enemigos y aliados de su hermano que a los de la fe católica. Prueba esto la privanza que Yusuf Picón tuvo con este rey, privanza tan grande que concitó contra él envidias de propios y extraños, siendo apenas muerto D. Enrique, víctima de la de los primeros, que le asesinaron cuando se hallaba entregado al sueño.

Mostró verdaderamente despego por la gente israelita el monarca D. Juan I, y esto y su debilidad de carácter permitió sucesos como los que produjeron las violentas predicaciones de D. Ferrán Martínez, previsor del arzobispado de Sevilla y arcediano de Écija. Comenzó este personaje su campaña contra la grey judía en tiempos de D. Enrique II, por quien fue amonestado de igual suerte que luego lo fue por don Juan y por el arzobispo de Sevilla D. Pero Gómez Barroso, el cual llegó a amenazarle con su excomunión si continuaba sus predicaciones contra los judíos; pero muerto D. Gómez (1390), volvió con tal ardor a perseguir a los hebreos que fue la causa de las matanzas ocurridas en Sevilla en 15 de marzo y 16 de julio de 1391.

Haciéndose contagioso el tumulto, el cual venía a ser todo, según opinión de Ayala, «mas cobdicia de robar que devoción,» se propagó el incendio a Córdoba, donde murieron dos mil hebreos y no pocos bautizados; de allí pasó a Toledo, donde la plebe cristiana señaló para la matanza de los judíos el 17 de tamuz (20 de junio). Corrió la sangre israelita por las calles de la ciudad imperial a torrentes, no perdonando ni la edad ni el sexo. Sucediéronse las terribles matanzas en cerca de setenta comarcas, entra ellas las conocidas de Écija, Logroño, Burgos y Ocaña. En Escalona no quedó judío a vida.

Después de haber sembrado de horrores el suelo de Castilla, el motín hizo presa en los estados de Aragón. Tres semanas después de las matanzas de Toledo, no sin haber pasado la tormenta por Huete y Cuenca, se amotinaba el pueblo contra los judíos en Valencia, no dejando con vida en la capital ni un solo hebreo de los cinco mil que moraban en su judería. El espíritu de matanza pasó el mar y llegó a las Baleares, siendo testigo Palma de toda clase de desafueros, de los que fueron víctimas los judíos. Tres días más tarde (2 de agosto) ocurría otro aún más terrible en Barcelona, donde perecieron en número de once mil.

Aterrados con semejante golpe los judíos de Castilla y Aragón, no volvieron a levantar cabeza. En tanto los de Portugal conseguían, merced a la política de D. Moisés Navarro, (los bulas de los Pontífices clemente VI y Bonifacio IV para que los judíos no fuesen compelidos a recibir el bautismo. Merced al influjo saludable de tales bulas, que fueron publicadas en todos los pueblos e incluidas en la compilación de sus leyes, en breve se dio a conocer aquel reino como el asilo habitual para los hebreos fugitivos.

Entre los más ardientes perseguidores de la grey de Israel se distinguieron no pocos de los hebreos que habían abrazado la fe cristiana, según ocurrió con el insigne rabino Selemoh ha Leyi (1352-1435), bautizado con el nombre de Pablo de Santa María, llamado el Burgense, del nombre de la mitra que obtuvo, quien, como canciller de Castilla durante la minoridad de D. Juan II, formó un estatuto durísimo que publicó la reina regente doña, Catalina en 1412 con el título de Ordenanza sobre el encerramiento de los judíos o de los moros. A poco de publicado entraba en Castilla San Vicente Ferrer predicando contra los judíos, siendo muchísimas las juderías que, así por la persuasión del santo como por las amenazas y ataques del pueblo cristiano, que estimaba ser su deber apoyarle de tal suerte, se redujeron al cristianismo. Después recorrió con éxito parecido las comarcas de Zaragoza, Daroca, Tortosa y Valencia. Al mismo tiempo Pedro de Luna, o el Pontífice Benedicto XIII, alentado por las predicaciones de San Vicente, acudía a D. Fernando el Honesto al terminar el año 1412 para que se sirviese anunciar una conferencia entre los sabios más doctos del cristianismo y del judaísmo para que, persuadidos éstos de su error, se convirtiesen a la fe verdadera. Duraron las sesiones, celebradas con algunos intervalos, desde febrero de 1413 a 12 de noviembre de 1414, y aunque estaba encargado de combatir a los israelitas con las armas de sus propios libros y doctrinas el converso Jerónimo de Santa Fe, la disputa tuvo pocos resultados. Desquitóse el catolismo con una bula de once artículos prohibiéndoles conservar el Talmud, vedándoles ciertas profesiones e imponiéndoles la obligación de llevar divisas encarnadas y amarillas. Quedó sin efecto esta bula por la deposición de Benedicto en el concilio de Constanza (1415), pero no por eso debilitaron su celo ni Jerónimo de Santa Fe el Burgenae, escribiendo el primero contra sus antiguos correligionarios el Hebreomastix y el segundo el Scrutinium Scripturarum. Mas declarada la mayoría de D. Jaime II y celebrado el concilio de Basilea, los hebreos castellanos y aragoneses tuvieron algún respiró. [250] En 1432 se reunieron en Valladolid, corte a la sazón, y en la sinagoga mayor situada en el barrio de los judíos, los procuradores de las aljamas hebreas pertenecientes al territorio de Castilla, y formaron el ordenamiento de las aljamas hebreas cuyo texto en rabínico mezclado de castellano, tomado de un manuscrito que se guarda en la Biblioteca Nacional de París, ha sido publicado, traducido y comentado por el doctor D. Francisco Fernández y González en 1886. Interesantísimo para el Derecho político de los hebreos castellanos que se reunían en asamblea legislativa para promulgar estatutos que les eran peculiares, comprende cinco estatutos relativos al culto, a los Jueces, a las entregas, a los tributos y a los trajes. Al tiempo que terminaba sus sesiones el concilio de Basilea, expedía D. Juan II en Arévalo (1443) una Ordenanza autorizándoles para ejercer ciertas industrias y profesiones y suspendiendo los estatutos contra ellos, y en las Cortes celebradas en Zaragoza en el mismo año se les autorizaba para cobrar usuras. Verdad es que poco antes (1435) se había exagerado el celo forzando a los judíos de Mallorca en masa a recibir el cristianismo. Promoviéronse nuevas persecuciones a la muerte de D. Álvaro de Luna y en el reinado de D. Enrique IV, luchando en defensa de Israel D. Diego Arias Dávila contra el intransigente celo de Fr. Alonso de Spina, confesor del rey, rector de la Universidad de Salamanca y autor del Fortalitium Fidei, obra dirigida principalmente contra los judíos y mudéjares. En 1473, afligidos los hebreos por las persecuciones, propusieron a D. Enrique que los vendiera o cediera a la ciudad de Gibraltar, para el efecto de establecerse en ella, paso a que respondió el rey con altivez y energía.

Después ocurrió la muerte de éste, y, colocada en el trono de su hermano doña Isabel I, acudieron los Reyes Católicos en 1478, un año antes de que D. Fernando heredara la corona de Aragón, al Pontífice, para que les autorizara a juzgar a los herejes y malos cristianos con arreglo a las leyes de la Inquisición Romana, que desde el siglo XII era conocida en el Mediodía de Francia, en Aragón y en Cataluña. Sus primeros estatutos, publicados en 1480, constituyéndose con vigor inusitado, son de prevención de que la auxiliaran funcionarios públicos. En 1482 se constituyó su Consejo Supremo, de que fue primer presidente Fr. Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz de Segovia, investido también de las funciones de inquisidor general en Aragón, Cataluña y Valencia. Las Cortes de Aragón tuvieron que aceptar la nueva Inquisición en 1484, y el nombramiento de inquisidor general de aquel reino para San Pedro Arbues. En hebreos, y en particular D. Abraham con su almojarife, ayudaron sobremanera a los reyes en la conquista del reino de Granada, lo cual no impidió que, apenas conquistado, fulminasen contra ellos decreto de expulsión en 31 de marzo de 1492, previniendo que abandonasen sus Estados en el término de cuatro meses, a que se agregó después la prórroga de nueve días.

Aun después de la expulsión de los judíos decretada en España y Portugal fueron muchos los judíos ocultos que quedaron en ambas naciones, a pesar de los rigores del Santo Oficio. En los primeros años del reinado de Carlos V, emperador, se produjo en ambos reinos hermanos, entre los descendientes de Israel, un movimiento mesiánico por la llegada de Salomón Molco en el siglo XVII. Fernando Cardoso, famoso médico y poeta, familiar de la inquisición y uno de los poetas que escribiera a la muerte de Lope de Vega, viéndose descubierto a la sazón en que era de edad muy avanzada, desapareció de Madrid y llegó secretamente a Ámsterdam, donde escribió el libro De las excelencias de los hebreos. Los autos de fe celebrados en Palma en 1721, en Sevilla en 1722-24, comprenden condenación de judíos, y en 16 de diciembre de 1725 dictó sentencia la Inquisición de Granada contra el comerciante Juan Álvarez de Espinosa. A esta familia pertenecía al parecer D. Juan Álvarez de Mendizábal, nacido en Cádiz de una familia de origen hebreo establecida en Gibraltar. Todavía en este siglo se han recogido canciones en lengua mallorquina, que pueden verse en Rasserling (Los judíos de Navarra y Baleares, 1861), celebrando las víctimas de los últimos autos de fe celebrados en Mallorca, y es conocido el bando de D. Luis Bersón, duque de Grilla, en 22 de febrero de 1731, al tomar posesión de la isla de Mallorca, para que los hebreos residentes en Mahón entregasen las armas en término de cuatro horas.

Ahora nos resta exponer algunas indicaciones sobre la historia y suerte de los hebreos en otros países.

Los judíos forman de tiempo antiguo comunidades en India y China, y Menassehe. Israel los presenta establecidos en la América meridional, en valles poco frecuentados, entre riscos y ríos, no lejos de las posesiones españolas. Sus establecimientos más importantes en lo antiguo, fuera de Palestina, estuvieron, sin embargo, en Caldea, Persia y Arabia. En las dos primeras regiones se multiplicaron después del primer destierro, como muestran el Libro de Ester, y en particular la vieja Caldea, cuyo territorio designaron los judíos bajo el nombre de tierra de Babilonia, y que fue para ellos una nueva patria. Los partos y los sasánidas les otorgaron protección, y los primeros califas árabes les concedieron nueva independencia en su gobierno interior, que regía su patriarca o el Res Gluta, jefe del destierro. Así continuaron, aunque menguado un tanto el favor por los abbasidas y los alidas de Persia, hasta el siglo XII, en que volvieron a ser muy perseguídos. En Arabia constituyeron varios reinos anteislámicos, recogiendo sus principales amparadores Mahoma entre los hebreos de Medina, que constituían el núcleo de la ciudad. También formaron reinos más o menos importantes en la Abisinia, de los cuales algunos dnraban en el siglo XVI. En Crimea floreció desde siglo IX al XII el reino judío de los cazares o luzanes, que de paganos se hicieron israelitas por la enseñanza de un rabina. Sobre esta conversión, y acerca del tema de las razones expuestas por un cristiano, un muslim y el mencionado hebreo, para que el rey que los había llamado pudiese escoger, da culta versión el famoso diálogo de Judá ha Leví, poeta toledano del siglo XII, que dio a su escrito el título de Libro de Cuzari.

En Europa, además de España, son notables las comunidades de los judíos durante la Edad Media en Inglaterra, en Italia, en Francia y algunas de Alemania, en especial en las provincias renanas. En Inglaterra se hace primera mención de su existencia en 740, y después por las leyes de Eduardo el Confesor, que los declara propiedad del rey, como en Francia. Los judíos fueron protegidos por los descendientes de Guillermo el Conquistador, y en particular por Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra. Menasseh ben Israel, nacido en Lisboa en 1604 y educado en Ámsterdam, trabajó con Cromwel, su amigo, para que Inglaterra recibiese a los sefardíes o descendientes de los desterrados españoles, consiguiendo que la Universidad de Oxford confiriese a su hijo Samuel Israel el doctorado en Filosofía y Medicina. En 1753 fue votada en el Parlamento inglés, después de vivas impugnaciones, una ley concediendo los derechos de ciudadanía en Inglaterra o Irlanda a los que tuviesen de residencia tres años, con la única exclusión del patronato y admisión al Parlamento.

En 1832 se otorgó a los judíos el derecho de emitir votos para las elecciones de la Cámara de los Comunes, y aunque desde 1830 se intentó concederles la admisión en esta Cámara, y en 1851 Alderman Salomón tomó asiento, habló y votó, conocida cierta irregularidad en el juramento fue multado y tuvo que retirarse. En 1866 y 68 se han presentado proposiciones de ley para ajustar una forma de juramento compatible con la ley judía. Los judíos existían en Alemania desde el Imperio romano, pero su emancipación dura desde la Reforma, principalmente Berlín, más liberal que Austria en este punto.

Su verdadera emancipación parte del reinado de Federico el Grande, y es debida principalmente a la influencia personal de Moisés Mendelsohn (1786). Hoy existen en gran número en Austria y en Galilea, como asimismo en Rusia, donde han sufrido en la Edad Contemporánea varias persecuciones. En Italia, tolerados desde los tiempos de Julio César, gozaron los favores de Serón, y en la Edad Media fueron protegidos y amparados por los Papas. Uno de ellos, Amleto II, que floreció en el siglo XV, era hijo, según se dice, de un judío de Trastevere. En el siglo XVI los ampararon los Médicis, señaladamente Clemente VII, y las ciudades de Italia dieron asilo a muchos hebreos desterrados de la península ibérica.

En Francia fueron perseguidos y expulsados por los merovingios, logrando tolerancias y privilegios de los monarcas de la casa carlovingia. En la Edad Media se mantuvieron aljamas poderosas y cultas, visitadas con frecuencia por los judíos españoles. En 1394, reinando Felipe Augusto, fueron expulsados muchos hebreos; otros se acogieron al condado Venesino perteneciendo al Papa. En la época de la expulsión de España y Portugal se enriquecieron y poblaron con judíos españoles o sefardíes las aljamas de Marsella, Burdeos y otras. Los judíos pudieron volver a París en 1550. En 1780 se abolió la captación que pesaba sobre ellos, y en 1790 los judíos de Francia presentaron una petición a la Asamblea para que se les otorgara los derechos que disfrutaban los demás ciudadanos.

En 1806 Napoleón convocó el Sanhedrín o Synedrión, que fue precedido de la sesión de Asamblea general a que asistieron 111 delegados, presididos por Abraham Hurtado. El Sanhedrin comenzó sus sesiones en 9 de febrero de 1809, dando nueve decretos prohibiendo la poligamia y el divorcio, &c. Las leyes de 1814, 1819 y 1823 fueron muy favorables a los judíos, que creían haber hallado en París la cuarta patria, considerando las tres primeras en Jerusalén, en Babilonia y en España. Allí han sido Ministros en este siglo Crémieux, Fotild, Gudchans, Horcon, Julio Oppert, Darmesteter y Meyer. Los judíos ocupan la Academia y los puestos militares. En Portugal, donde los judíos ayudaron en el siglo XIV el establecimiento de la dinastía de Avis, y ayudaron en el siglo XV al infante D. Enrique en su empresa de instituir escuelas de cosmógrafos para las navegaciones, habían encontrado un asilo los desterrados de España en 1492, acogiéndolos D. Juan II a trueque de un derecho de ocho cruzados por persona mayor, pagaderos en cuatro plazos. Después comenzó a tratarlos con violencia, y aunque le sucedía D. Manuel, de carácter más bondadoso, por complacer a los Reyes Católicos, que ya habían tratado con el rey de Navarra la expulsión de los hebreos, dictó el decreto de expulsión en 31 de octubre de 1497, el cual quedó cumplido, salvo número considerable de ocultaciones por parte de conversos judaizantes, a principios de octubre de 1498, época de la expulsión de los judíos de Navarra. Muchos de los judíos portugueses buscaron asilo en Marruecos, bastantes en Italia, otros se refugiaron en la India portuguesa y en el Brasil, pero los Países Bajos, y en especial Ámsterdam, constituyó su principal centro de reunión, donde, en unión con otros procedentes de las demás comarcas de la península ibérica, constituyeron la comunidad de judíos sefardíes, muy protegidos por Guillermo de Orange, no sin después obtener licencia de los Estados de Holanda para establecerse en sus colonias, y de la Compañía de las Indias Occidentales el colonizar en Cayena. Los judíos españoles se habían establecido preferentemente en Marruecos, Argelia y Túnez, por lo que toca a los estados africanos, en Palestina, en Asia, en la Rumelia, en la Bulgaria, en Francia y en Inglaterra.

Judío Errante

Literatura. Personaje legendario, condenado a la inmortalidad y al movimiento sin descanso, y que, según cuenta la tradición, no posee nunca más de cinco monedas de cobre de que disponer a la vez, pero que encuentra siempre esta mezquina suma en su bolsillo. La leyenda del Judío Errante no se halla en los Evangelios apócrifos, ni en los escritos de los Padres de la Iglesia. Sospechan muchos que se formó en Constantinopla en el siglo IV, época del descubrimiento de la verdadera cruz. De ella se conocen dos versiones principales: la de Oriente, citada en el siglo XIII por Mateo de París, monje de San Albano, que llama al Judío Errante Cartaphilus y le hace portero de Poncio Pilatos; y la de Occidente, más antigua en Europa que la primera, que le da el nombre de Ahseverus y dice que éste ejercía el oficio de zapatero en Jerusalén. Cuéntase, según esta última, que cuando Jesús, llevando sobre sus hombros el madero de la cruz, pasó por delante del taller de Ahseverus, los soldados que conducían a la víctima al Calvario, movidos a piedad, rogaron al artesano que lo dejara descansar algunos instantes en el zaguán de su casa. Ahseverus o Ahsevero no accedió a su súplica, y dirigiéndose a Jesús le [251] dijo: «¡Anda!» «También tú andarás,» le respondió con dulzura el sublime mártir; «recorrerás toda la Tierra hasta la consumación de los siglos, y cuando tu planta fatigada quiera detenerse, esa terrible palabra que has pronunciado te obligará a ponerte en marcha de nuevo.» Desde el día siguiente, Ahseverus, movido por una fuerza sobrenatural, debió, para cumplir el decreto divino, comenzar su interminable viaje. «Jamás se le ha visto reírse,» dice un escritor de 1618, y agrega: «Hay muchas personas de calidad que le han visto en Inglaterra, Francia, Alemania, Hungría, Persia, Suecia, Dinamarca, Escocia y otras comarcas, como también en Rostock, en Weimar, en Dantzig y en Koenigsberg. En el año 1575, dos embajadores de Holstein le vieron en Madrid; en 1599 se encontraba en Viena, y en 1601 en Lubeck. En el año 1616 se le vio en Livonia, en Cracovia y en Moscú, y muchas de las personas que le vieron llegaron a hablar con él. De una antiquísima canción popular del Brabante da al Judío Errante el nombre de Isaac Laqueden. Además de este trozo de poesía, que no brilla por la belleza de su forma ni por la corrección de su estilo, la citada leyenda ha inspirado multitud de obras en diversos países. Goethe, en su juventud (1774), pensó tomar la leyenda del judío Errante por asunto de una epopeya. En sus Memorias da a conocer el plan de este proyectado poema, diciendo: «Quería servirme de la leyenda como de un hilo conductor para representar el desarrollo progresivo de la religión y de las revoluciones de la Iglesia.» Otro célebre poeta alemán, Schubert, ha dejado un fragmento lírico relativo al eterno peregrino. Francia, además del Ahseverus de M. E. Avinet, que hace del Judío Errante la personificación el género humano después del advenimiento de Jesús, cuenta en su literatura la novela de Eugenio Sué, intitulada El Judío Errante, que es una obra de combate contra los Jesuitas, y una bellísima canción de Beranger, que se ha traducido al castellano. El Judío Errante es, con toda evidencia, el símbolo del pueblo judío desde el sacrificio del Calvario.


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