Filosofía en español 
Filosofía en español


Felicidad

La felicidad es uno de aquellos objetos que prueban que el espíritu humano en sus concepciones y en sus creencias se extiende mucho mas allá de la realidad presente. Porque si asociamos a la palabra felicidad la idea que de ella se forma todo el mundo, la definiremos un placer tan vivo como delicioso, y cuyas fruiciones no son alteradas por cosa alguna, y a la sola enunciación de esta definición, que nos parece exacta, se comprenderá que lo que se llama felicidad no puede ser una cosa real ni encontrarse en la tierra, por más que sea el objeto constante de las aspiraciones humanas. Salomón, después de haber experimentado todos los placeres de la tierra, concluye que todo es vanidad y mentira, y exclama: Risum reputavi errorem: et gaudio dixi, ¿quid frustra deceperis? Píndaro llama a la vida del hombre el sueño de una sombra. Y Shakespeare ha dicho: la felicidad es no haber nacido.

Si fuésemos a evocar los testimonios de la historia, veríamos que así los filósofos como los poetas están de acuerdo sobre esta verdad, a saber, que la felicidad es una quimera. Anacreonte hallaba que la cigarra es más feliz que el hombre, y Horacio dice que nadie es feliz, como se ve en estos versos:

Qui fit, Maecenas, ut nemo quam sibi sortem
Seu ratio dederit, seu fors objecerit, illa
Contentus vivat, laudet diversa sequentes.

Y San Pablo, el gran poeta, el gran teólogo, ha reasumido en una sola frase este dolor universal, cuando ha dicho: Omnis creatura ingemiscit: toda criatura gime.

Y en efecto, debemos confesar que la felicidad absoluta es imposible. ¿Ni cómo podríamos hallarla en una tierra habitada solo por el dolor y la muerte? Todo lo que podemos amar en la tierra es perecedero, y siendo esto así, es claro que estamos expuestos a sufrir continuamente. Y no solo sufrimos porque los objetos del mundo son perecederos y deleznables, sino porque son imperfectos, y en tal concepto no pueden satisfacer nuestra sed de felicidad: además de que no es solo la imperfección y fragilidad de los objetos la que nos hace infelices, sino nuestra imperfección propia. El objeto más ardientemente deseado, una vez conseguido, deja, sin embargo, un vacío en nuestra alma, pareciéndose el corazón humano al tonel de las Danaides que nunca puede llenarse.

El mundo que habitamos es un mundo de ruinas, en el cual no podemos dar un solo paso sin destruir. Así es que ya le consideremos en el tiempo o en el espacio, hallaremos en él una red de destrucción, que nos hace recordar aquel famoso cuadro de Salvator en que sólo aparece la muerte bajo diversas formas, en que todo mata y es muerto a la vez, hombres, caballos, y hasta los pájaros que pasan por encima del campo de batalla, y todo esto en un terreno quebrado y lleno de abismos, y bajo un cielo sombrío. Este admirable cuadro nos ha parecido siempre la más sublime expresión de la melancolía que inspira en nuestra alma la contemplación del mal moral y físico extendida por el mundo.

Creeríamos, pues, excusado o inútil el detenernos en largas reflexiones para investigar si la felicidad existe en la tierra, y nos limitaremos por lo mismo a poner de manifiesto lo que más se le aproxima y parece, lo que puede llamarse felicidad humana o posible. Al efecto procuraremos investigar qué cosa no es la felicidad, para deducir qué cosa es o puede ser.

La vivacidad y la energía de los placeres que resultan de las modificaciones del organismo son para la mayor parte de los hombres un origen de funestos errores en cuanto que el lado seductor y atractivo bajo el cual se nos presentan a la imaginación, hace que no pensemos en lo que tienen estos placeres de fugitivo, de perecedero y dañoso. Así, por ejemplo, los deleites sensuales no serán los que nos proporcionen la felicidad a pesar de su intensidad: porque aun suponiendo que la razón ordenase y arreglase su uso de la manera más conveniente para evitar todos los males que son su consecuencia inevitable, todavía aun exentos de estos inconvenientes, no bastarían para alimentar las exigencias de la sensibilidad, y por consiguiente para hacernos felices. Estos placeres, en efecto, son de cortísima duración: así es que si descartamos el tiempo empleado en prepararlos y aguardarlos, y solo contamos el de los goces propiamente dichos, no podremos menos de maravillarnos al encontrar que sólo ocupan una parte reducidísima de tiempo sobre cada veinte y cuatro horas. Además, debe observarse que los placeres pierden su intensidad y dejan de ser tales a fuerza de repetirse, y no hay ninguno que no llegue a ser indiferente, cuando llega a ser habitual. A esto debemos añadir que la pasión por los goces vivos e intensos quita el gusto para todos los que sólo sean dulces y apacibles: y como los goces vivos no se presentan sino raras veces, y como además no son capaces de duración, sucede que la vida se hace enojosa e insufrible para el que llega a habituarse a aquellos placeres. En fin, como nuestra sensibilidad tiene inclinaciones de otra naturaleza y necesidades más nobles, el uso exclusivo de los placeres sensuales deja un vacío, una laguna en nuestra alma y además nos priva casi siempre de los medios de llenarla. No reside, pues, la felicidad en los placeres sensuales.

Muchos filósofos han pensado que la felicidad consistía principalmente en las afecciones sociales y en las relaciones de benevolencia con nuestros semejantes. Y sin embargo, aparte de los sufrimientos que podemos experimentar por la muerte o la ausencia de las personas queridas; aparte del dolor que pueden causarnos de rechazo sus desgracias, en las cuales no podemos menos de tomar parte; ¡a cuántos crueles desengaños no estamos expuestos en el trato de las personas, ya por la traición de un amigo que nos es infiel, ya por los vicios o imperfecciones que descubrimos con desagrado en las personas que nos rodean! Tampoco aquí está la felicidad. Otros han creído que la felicidad humana consistía en el empleo de nuestras facultades ejercitadas con el objeto de conseguir un fin interesante. Verdad es que en semejante estado mantiene nuestro espíritu la esperanza, la cual, alimentando nuestro corazón, suple hasta cierto punto la realidad del placer: verdad es que esta ocupación continua del espíritu desvía los mil motivos de tristeza y de inquietud que sin cesar nos asedian; pero una situación semejante, ¿puede decirse que es la felicidad? El placer que en tal caso se experimenta, ¿no está expuesto a turbarse en cada momento? Y luego, sin hablar de las enfermedades físicas y morales que a toda hora pueden arrebatarnos nuestro bienestar, ¿no puede suceder que la persecución del objeto que anhelamos se convierta en un origen de pesares? Por lo mismo que las probabilidades de buen éxito alimentan nuestras esperanzas, los accidentes contrarios que suelen sobrevenir en gran número, ¿no despiertan también nuestras inquietudes y nuestros temores? ¿no pueden surgir a todas horas barreras insuperables a nuestros deseos?

El estudio de un arte o de una ciencia es sin duda la ocupación que suministra al espíritu los goces más numerosos y más variados. Pero en primer lugar estos goces no están reservados sino a un pequeño número de individuos, y mal puede llamarse felicidad a lo que no puede ser poseído sino por algunas personas, porque esto sería un privilegio: y aunque así no fuese, ¿son estos placeres tan puros que no lleven inherente el carácter de fragilidad y transición que destruye por sí la felicidad? El artista, el sabio, se hallan más sujetos que los demás hombres a todos los males y tormentos de la vida, males y tormentos de que no pueden preservarles ni el arte ni la ciencia. Y si alguno cree que la felicidad del sabio es la ciencia que cultiva, no sabe que esta ciencia que es en efecto el principal origen de sus goces, es también el origen principal de sus ansiedades y penas. ¡Cuántos problemas le preocupan! ¡cuántas verdades busca en balde y con la convicción de que no ha de poder hallarlas! ¿y puede decirse feliz quien se encuentra atormentado por una necesidad que no ha de ser satisfecha?

Tampoco llamaremos felicidad a las ilusiones de la idealidad y de una imaginación contemplativa, siquiera sea cierto que los momentos pasados en estos éxtasis son quizás los más dulces de la vida. Y negamos el nombre de felicidad a estas fruiciones de la contemplación, porque no pueden ser duraderas, y porque siempre traen una reacción fatal; pues cuanto más nos abandonamos a nuestros sueños ideales, mayores desengaños recibimos en el mundo real en que vivimos, y la realidad nos parece tanto más triste y aflictiva, cuanto menos familiarizados estamos con ella.

¿No habrá, pues, no habrá placeres verdaderos y durables que estén exentos de perturbación, cuya posesión esté en poder del hombre, y en cuyo seno puede reposar su alma con confianza? Si tales placeres existiesen, ellos solos merecerán en la tierra el nombre de felicidad. Y ciertamente el Criador no ha negado al hombre este recurso consolador, este puerto seguro contra las tempestades. Si: hay un género de goces que sobrepujan a todos los demás en pureza y dulzura, goces contra los cuales nada pueden todas las calamidades de la vida: goces que están al alcance de todo el mundo, que pueden poseerse en todos los instantes y en todas las situaciones de la vida: estos goces son los goces de la conciencia, la satisfacción que procura la práctica de la virtud. En efecto: si consideramos estos sentimientos en sí mismos, hallaremos que son de una naturaleza más exquisita, y más elevada que ningún otro: hallaremos que ellos solos son capaces de inundar el alma de una alegría dulce y penetrante que la satisface enteramente. Y luego, es tal su encanto y su poder, que no solo no puede ningún sentimiento penoso echarlos de nuestro corazón, sino que por el contrario con su contacto se corrige y aun disipa la amargura de los males. Pero la principal ventaja de aquellos goces consiste en su duración y en su solidez: nunca faltan al hombre cualquiera que sea su situación: cuantas veces quiere saborearlos, puede excitarlos en sí mismo, y hallarlos siempre nuevos y vigorosos, sin que se agote su purísimo origen. El mérito de la virtud no consiste en el resultado de sus actos, sino en la fuerza que el alma despliega para cumplir la ley suprema. Pues bien: esta fuerza siempre está en nosotros: somos libres para emplearla cualesquiera que sean las circunstancias en que nos haya colocado la suerte, cualesquiera que sean los obstáculos que se opongan a su desenvolvimiento: y desde que hemos empleado esta fuerza para hacer el bien, hemos hecho lo bastante en favor de la virtud, y nuestra conciencia que nada exige, no aguarda el resultado de nuestros esfuerzos para concedernos la recompensa. Una vez que poseemos esta recompensa, todas las miserias, todos los tormentos de la vida pasan resbalando por nuestra alma sin poder arrebatarle su precioso tesoro.

¿Pero por qué entre todos los goces de la vida los goces de la conciencia son los únicos capaces de sobrevivir a nuestra destrucción? Porque la virtud que asocia al hombre al pensamiento y a la obra del Criador, es el solo vinculo que en la tierra puede unirlo con lo infinito a que aspira: y los placeres que la virtud produce son el principio de una recompensa que debe prolongarse más allá de los límites de esta corta vida.

Por lo demás, nuestra conclusión sobre que solo la virtud puede proporcionarnos la felicidad posible sobre la tierra, no es nueva; pero esto cabalmente constituye su fuerza. Muchos siglos ha que se ha dicho: Hominis beatitudo in vero virtutis ejercitio consitit.