Filosofía en español 
Filosofía en español


Socialistas

Secta formada por Roberto Owen, quien bajo ciertos respectos puede ser comparado a los dos utopistas franceses Fourier y San Simon.

Roberto Owen nació el año 1771 en Newton, lugar del condado de Montgomery en Inglaterra, y desde niño se dedicó al comercio, debiendo así a su perseverante estudio lo que supo en la literatura y las ciencias. Todos los ratos que tenía libres, los consagraba a la lectura, y se apropiaba por la reflexión las ideas que se acomodaban con la tendencia de su alma. Movido por unos sentimientos naturales de humanidad discurría los medios de contribuir a la felicidad de sus semejantes; pero sin subir a la dicha de la vida futura y curándose exclusivamente del bienestar de la presente.

Después de haber sido dependiente en diversas casas de comercio se asoció con algunos especuladores y fundó en New-Lanark (en Escocia) una hilandería, donde daba trabajo a dos mil personas de ambos sexos. Guiándolos por sola la razón sin tratar jamás de culto logró preservarlos o corregirlos de ciertos desórdenes groseros que suelen cometerse en las fábricas, y les proporcionó algunos goces materiales que no había en otras partes. Las grandes riquezas que allegó con su industria, contribuyeron a darle realce, y estimulado por los elogios con que le lisonjeaban los filántropos de diferentes países, concibió el pensamiento de hacer general su sistema y reformar la sociedad entera. En 1812 publicó su primera obra con este título: Nuevas ideas de sociedad o ensayos de la formación del carácter humano. Al principio Owen se contentaba con dejar a un lado las prácticas religiosas y afectaba hablar de una tolerancia universal; pero por los años de 1817 se declaró abiertamente contra todas las religiones existentes pintándolas como un manantial de desgracias para las sociedades que se dirigían por sus principios. El reformador abandonado por los unos, rechazado por los otros y perseguido como impío por el clero anglicano pasó en 1824 a los Estados Unidos de América.

Voltaire había tenido el proyecto (de que habla muchas veces en su correspondencia) de formar en Cleves una colonia de filósofos, que trabajasen de acuerdo en la propagación de las luces: este proyecto abortó. Parece que Roberto Owen quiso ponerle por obra en la Indiana reuniendo algunos centenares de individuos prendados de las opiniones filosóficas del siglo decimoctavo, admiradores de Voltaire y Rousseau y llenos de celo por propagar sus ideas más atrevidas. Cuatrocientos discípulos de uno y otro sexo que vivían en comunidad, gustaban de oír repetir a Owen que para destruir el pecado es preciso abolir la trinidad del mal, es decir, toda religión, toda propiedad y el matrimonio. Un sistema tan impío a la par que tan destructivo de toda sociedad no encontraba ninguna oposición en el gobierno americano, que no se cura de los errores especulativos, ni de los que pueden tener consecuencias prácticas sino cuando se manifiestan por algún tumulto o por desórdenes públicos. El novator podía sentar sin obstáculo en sus discursos públicos que todas las religiones están fundadas en la ignorancia: que ellas han sido y son la causa del vicio, de la discordia y de la miseria en todas las clases: que son el único óbice para la formación de una sociedad ilustrada, virtuosa y caritativa; y que solo se sostienen por la tontería de los pueblos y la tiranía de los que los gobiernan. La colonia se titulaba Nueva armonía; pero a pesar de este nombre no se conservaron en ella la paz y la concordia.

Owen estando a punto de dejarla para viajar por Europa quiso señalarse con un paso ruidoso, y en una declamación atrevida de las muchas que habían causado sensación en América, retó al clero de Nueva Orleans, así como a los predicadores de la religión en cualquier otro lugar, para que examinaran con él la verdad del cristianismo. Este reto fue aceptado por M. A. Campbell, quien se ofreció a probar que no podían sustentarse las aserciones de Owen y que éste era incapaz de demostrarlas por medio del raciocinio y de una discusión leal. Después de haber respondido al reto recibió una visita de Owen, quien alegando que iba a marcharse a Inglaterra y que preveía no poder estar de vuelta en los Estados Unidos hasta la primavera siguiente, deseaba se suspendiese la cita hasta el segundo lunes de abril de 1829 en la ciudad de Cincinnati, estado del Ohio. Campbell anunció en los diarios el combate; manifestó la esperanza de que asistirían muchos testigos a presenciar esta lucha de nueva especie; y se dio el parabién de haber escogido una estación favorable para los viajeros y un punto de fácil y frecuente comunicación. Mas los curiosos preguntaban si Owen sería puntual a la cita y si aquel inopinado viaje no sería el pretexto para esquivar el combate.

Volvió el reformador a América, es verdad; pero se dirigió a Méjico para pedir el territorio de Tejas. Protegido por los torys ingleses había obtenido cartas de recomendación de lord Wellington, entonces ministro, para el embajador inglés Packenham, sobrino del duque. En una entrevista que tuvo Owen con el presidente de la república mejicana, habló el embajador por él y salió responsable de su moralidad y capacidad. Las circunstancias no permitían al presidente conceder la provincia de Tejas al reformador socialista; pero le ofreció cerca de mil y quinientas millas de territorio que se extendía desde el golfo mejicano hasta el Océano pacífico en la frontera de los Estados Unidos y de Méjico. Owen reclamó para su nueva sociedad la libertad religiosa; y como el congreso de Méjico no conviniese con él sobre este punto, abandonó su experimento.

De vuelta a Inglaterra viajó por el continente, entró en relaciones con los hombres influentes y contribuyó a la fundación de algunos institutos de beneficencia, a la propagación del método de Lancaster para la enseñanza elemental y a la mejora de la condición de los muchachos en las fábricas; pero su principal objeto era acreditar su sistema formando discípulos que se llaman socialistas.

El ilustrísimo señor Bouvier, obispo del Mans, determina así los puntos principales del sistema de Owen:

1.° El hombre cuando viene al mundo, no es bueno ni malo: las circunstancias en que se encuentra, le hacen ser lo que es después.

2.° Como no puede modificar su organización, ni variar las circunstancias que le rodean, los sentimientos que experimenta, las ideas y las convicciones que nacen en él, y los actos que de ahí resultan, son hechos necesarios contra los cuales le faltan armas; luego no puede ser responsable de ellos.

3.° La verdadera felicidad, producto de la educación y de la salud, consiste principalmente en la asociación con sus semejantes, en el afecto mutuo y en la carencia de toda superstición.

4.° La religión racional es la religión de la caridad, que admite un Dios criador, eterno e infinito; pero no reconoce otro culto que la ley natural, la cual ordena al hombre seguir los impulsos de la naturaleza y propende al fin de su existencia…  Pero Owen no dice cuál es este fin.

5.° En cuanto a la sociedad el gobierno debe proclamar una libertad absoluta de conciencia, la abolición completa de premios y castigos y la irresponsabilidad del individuo, supuesto que no es libre en sus actos.

6.° Un hombre vicioso o culpable no es más que un enfermo, pues no puede ser responsable de sus actos: en consecuencia no se le debe castigar, sino encerrarle como a un loco si ofrece peligro.

7.° Todas las cosas deben arreglarse de suerte que cada miembro de la comunidad esté provisto de los mejores objetos de consumo, trabajando según sus medios y su industria.

8.° La educación ha de ser la misma para todos, y debe dirigirse de suerte que no haga nacer en nosotros más que sentimientos conformes a las leyes evidentes de nuestra naturaleza.

9.° La completa igualdad y la comunidad absoluta son las únicas reglas posibles de la sociedad.

10. Cada comunidad será de dos a tres mil almas, y las diversas comunidades unidas se formarán en congresos.

11. En la comunidad no habrá más que una sola jerarquía, la de las funciones, la cual se determinará por la edad.

12. En el sistema actual de sociedad cada uno está en pugna con todos y contra todos; en el sistema propuesto cada uno adquirirá la asistencia de todos y todos adquirirán la asistencia de cada uno.

Estos principios se hallan expuestos de un modo fastidioso en varios obras de Owen, y particularmente en el Libro del nuevo mundo moral. Además se han publicado algunos escritos para explanarlos o defenderlos.

De la exposición de las doctrinas pasemos a la constitución actual de la secta. Su nombre es sociedad universal de los religionarios racionales. Hay un congreso anual investido de la potestad legislativa sobre toda la comunidad. Este congreso general se reúne todos los años en un lugar diferente, y acuden delegados de todos los congresos particulares, que son setenta y uno. A mas de este cuerpo legislativo hay un poder ejecutivo central que reside en Birmingham y está casi en sesión permanente. Él es el encargado de la propagación de la doctrina y el que envía misioneros a todo el reino dividido en catorce distritos. Las misiones abrazan más de trescientos cincuenta mil individuos. Los misioneros tienen un sueldo de unos ciento cincuenta reales a la semana sin contar los gastos de viaje, y el dinero necesario se apronta por medio de contribuciones individuales de menos de dos reales a la semana. Los socialistas tienen también a su disposición todos los recursos ordinarios de la publicidad en Inglaterra: en Manchester, Liverpool, Birmingham, Scheffield y las ciudades principales tienen salones donde celebran juntas públicas y regulares: dan un diario especial intitulado El nuevo mundo moral, y disponen además del Weekly Dispach, el semanario que más corre en los tres reinos, como que se tiran treinta mil ejemplares de él.

Esta organización y esta propagación de los socialistas causaron recelos en Inglaterra. Veíase por los antecedentes de Owen que no solo se oponía a la iglesia establecida, sino que contradecía la revelación en general. Su sistema era además favorable a las ideas revolucionarias, aumentaba la excitación de los ánimos y ocasionaba una exaltación amenazante. El obispo de Exeter, uno de los mas celosos campeones de la iglesia anglicana, presentó en la cámara de los lores una representación de cuatro mil habitantes de Birmingham asustados de aquellos resultados, y en consecuencia la cámara aprobó la proposición de que se abriera una información acerca de la doctrina y progresos de la nueva secta. Lord Melbourne, entonces primer ministro, menos advertido que Peel, llegó a presentar el reformador Owen a la reina Victoria en el mes de enero de 1840; paso que escandalizó al clero anglicano y metió mucho ruido. El 2 de febrero siguiente el novator publicó una especie de manifiesto, en que se calificaba de inventor y fundador de un sistema de sociedad y religión racional y hablaba con mucha vanidad de su presentación a la reina: jactábase también de haber sido protegido no  hacía mucho tiempo por los torys, y daba cuenta de sus teorías y de su conducta. Lord Melbourne preguntado en la cámara de los lores sobre este particular convino en que no dejaba de haber sido imprudente el paso dado por él: los lores de la oposición se aprovecharon de esta confesión del ministro para combatirle. Pero en este suceso había alguna cosa más grave que una lucha ministerial. La ciudad de Birmingham enviaba una representación firmada por ocho mil personas en contraposición de la que habían firmado cuatro mil; y no era fácil permanecer tranquilos al ver qué incremento y qué bríos cobraba una secta tan hostil a la sociedad como a la religión.

Las declamaciones de los socialistas ejercen la más terrible influencia en aquella parte de la población que por su inexperiencia y credulidad está dispuesta a ser el juguete de los rodadores de utopías, habiendo contribuido poderosamente a fomentar y propagar esa influencia los libros ya de ciencias, ya de literatura. La historia, la economía política, la estética y hasta la medicina se han contagiado de esta cruel enfermedad que parece epidémica, no en las grandes escuelas, sino por la aparición de muchos y resueltos disidentes. Como sería prolijo recapitular aquí lo que han hecho los diferentes escritores a favor del socialismo; bastará señalar tres clases de ellos, que más a las claras que los otros han protegido esa plaga destructiva de la sociedad. La primera comprende a los autores de estadística; la segunda a los filósofos empíricos, buscadores de aventuras y retóricos vanidosos; y la tercera a ciertos novelistas siempre dispuestos a exagerar el colorido. Gran mal han hecho los escritores de la primera y segunda categoría; pero no puede compararse ni con mucho con el que han causado los escritores de novelas. Esta tribu imperceptible pretende modificar la opinión que la sociedad humana debe tener de sí misma, crear un mundo fantástico, imaginar costumbres odiosas y hacerlas aceptar como costumbres reales, componer un cuadro repugnante y presentarle como una obra acabada de completa exactitud. Tal es la comedia que se representa y que no solo no es silbada, sino que ha alcanzado los aplausos de una turba de insensatos.

¿Y qué título tienen esos novelistas para llamarse intérpretes de la vida real? ¿Dónde la han estudiado? Condenan la sociedad: ¿acaso se encuentran mal en ella? La sociedad humana honra el respeto a las obligaciones, la vida de familia, la fidelidad a los deberes, el espíritu de conducta, el desinterés, la dignidad del estado y la conciencia: ¿es esto lo que no se le puede perdonar? ¿Deberá verse ahí el origen de todos esas iras? El insulto entonces no sería más que la expresión del despecho o la fórmula del remordimiento. Quizá también los autores de novelas poseídos del desvanecimiento literario han soñado como los filósofos la palma del apostolado. Algunos hay que después de haber prostituido su pluma a indignas indecencias aspiran ahora a los honores y a la corona de moralistas. Ciertamente que es singular esta pretensión de los que han abusado de todo, hasta del talento, y han hecho del comercio de las letras la industria más desvergonzada y vulgar.

¡Los novelistas de este género hacerse moralistas, reformadores de la sociedad! A la verdad que es rara la presunción y digna de nuestra época. Esos literatos antes de tender la vista a su rededor acaso hubieran hecho mejor en examinarse a sí mismos, en escudriñar sus riñones según la valiente expresión de la sagrada escritura. Después de haber sido escépticos, burlones, estragados en todo, avaros y poco escrupulosos no les faltaría mas que hacerse hipócritas y tomar la moral a guisa de manto y la reforma social como el último arbitrio para acuñar moneda. Sería un nuevo escándalo sobre tantos otros. ¡Moralista el que ha ensuciado las páginas de sus libros con narraciones indecentes y cuentos cínicos! ¡Moralista el que siempre ha concluido por sacar no solo impune, sino triunfante el delito! ¡Moralista el que después de haber hecho una sarta de mujeres adúlteras declara que la caída es forzosa para todas las hijas de Eva, y que la castidad (con raras excepciones) es una palabra que puede interpretarse siempre por falta de ocasión! Sí, todos moralistas y moralistas del mismo temple, que volverán a la virtud, si esta tiene más salida y ofrece mejor negocio que el vicio.

La misma causa ha impelido a los novelistas a describir las miserias sociales: tales pinturas estaban ya en boga. De ahí ha nacido esa escuela, cuya belleza ideal consiste en exagerar las deformidades de la naturaleza humana. Tanto como los antiguos buscaban lo bello en todas las cosas, esta escuela busca lo monstruoso: nos trata como a convidados de estragado paladar, cuyo gusto solamente se incita con los licores y las especias. Las emociones violentas, las pasiones furiosas, los sentimientos imposibles, las imprecaciones y las blasfemias tienen mucha importancia en el arte de escribir según hoy se comprende. Las obras más aplaudidas parecen dictadas por el espíritu de rebelión contra la sociedad. La novela toma un carácter de protesta cada vez más imperioso y universal; protesta contra el matrimonio, protesta contra la familia, protesta contra la propiedad, y ya no le queda más que protestar contra sí mismo. Es general la pretensión de hacer responsable a la civilización de los yerros del individuo y abolir el deber personal para cargarlo todo al deber social. A esto llaman los novelistas poner problemas al siglo: ¡singular problema que consiste en organizar un mundo donde las pasiones no tendrían freno, ni los caprichos sujeción! Para tales gentes la sociedad actual tiene la falta imperdonable de no dejar en completa libertad los instintos sensuales.

No contenta con esto la novela ha pasado de la elegía al drama, y de aquí adelante no se apoya ya en la compasión, sino en el horror. En vez de registrar los pliegues del corazón para comprobar cuántos sentimientos depravados e ideas perjudiciales encierra, se pierde por descubrir los chiribitiles más inmundos y las guaridas más asquerosas, y se propone probar por la descripción de estos hediondos lugares y el uso de un lenguaje cínico hasta qué grado de vileza puede descender el hombre y de qué innoble barro está amasado. Véanse si no los Misterios de París. No hay género de corrupción soterránea y de obscenidad misteriosa de que no se haga eco la novela. Las regiones donde se habla la lengua de los presidiarios, no tienen ya secretos para ella, y ha tomado a su cargo acortar la distancia que separa a la sociedad criminal de la sociedad culta. Casi puede llamarse un curso de educación para uso de los lectores de libros frívolos, que pueden aprender allí el arte complicado de robar y cometer fechorías. Los insignes malvados pueden envanecerse de la fortuna que les ha cabido en suerte, porque han logrado tener una tribuna abierta y contar con oyentes hasta en el bello sexo. Ya tienen novelistas, y luego tendrán poetas: pronto no les faltará mas que una Iliada, donde brillen todas las bellezas de la germanía.

A tal punto hemos llegado gracias a los extravíos de la novela, la cual se contentaba no ha mucho con tejer coronas al vicio y hoy levanta ya estatuas al crimen. ¿Quién es capaz de decir dónde parará esa excursión a las guaridas de los ladrones y de los asesinos? ¡Qué interesante se hace el asesinato! ¡Cómo gana concepto la prostituta en la opinión! Los novelistas han hecho de modo que estas dos figuras no causan ya aversión ni repugnancia. De aquí a los lúgubres episodios y a las escenas sangrientas no hay más que matices y transiciones, y saltando por cima de ellas, se reciben con el mismo aplauso las puñaladas, las más horribles obscenidades y la corrupción que más escandaliza, la de la niñez. Decididamente la sociedad distinguida baila al son de la sociedad degradada; no parece sino que empiezan a conocerse y casi a apreciarse. Se presenta el asesino, y la gente del gran tono aplaude: el malhechor tiene su día de Capitolio y allí canta un himno que no tiene trazas de concluir pronto.

Formalmente este es uno de los espectáculos más dolorosos a que puede asistir una época, y un género de seducción más peligroso de lo que se figuran muchos. Hay en el delito no se sabe qué deleite depravado, cuyo gusto no debe excitarse, y la prudencia más común aconseja que se corra un velo para ocultar las monstruosidades de la sociedad. ¿Se cree que ha de infundirse en el hombre el deseo del bien y la pasión de un móvil generoso y sublime comunicándole el conocimiento de ciertas infamias que no debieran nunca manchar sus oídos o sus ojos? Esta enseñanza ¿puede satisfacer otra cosa que una fútil y perniciosa curiosidad? Ábrase el libro donde están escritos los nombres célebres de la literatura, y se verá que ninguno de ellos se rebajó hasta el punto de escribir tal historia y hacer tales pinturas. El papel de un escritor no es remover el cieno de la sociedad civilizada y correr en pos de una idealidad imposible e impía en honor del crimen.

Además ¿es ahí donde está la sociedad? ¿Por ventura no vivimos más que en un mundo de ladrones y prostitutas? ¿No hay en la tierra más que infamias y alevosías? Esa multitud de madres de familia, cuyas delicias no traspasan el recinto del hogar doméstico, esos matrimonios que viven en paz y resignados con su suerte, proporcionándose con el trabajo diario su sustento y el de sus familias, tantos millones de hombres laboriosos que con admirable perseverancia llevan el peso del sol, cumplen todos sus deberes y mueren sin dejar la menor mancha en su nombre, todo esto se olvida y se desprecia: ni los filósofos, ni los escritores de novelas, ni los autores de estadística no hacen caso de esa muchedumbre de seres honrados y virtuosos. Lo que se busca son las deformidades, las excepciones. El caso es producir efecto y cautivar la curiosidad.

Tiempo es ya de abandonar este camino de perdición, en que salen igualmente perjudicadas las letras y la sociedad. Bastante daño se ha hecho a las unas y a la otra. En vez de aspirar a una sociedad que no puede existir jamás en la tierra como la pintan los inventores  de utopías, trátese de persuadir a los hombres de todas las clases que este mundo tan bien juzgado por el cristianismo será eternamente la residencia del dolor, y que del imperio de esta ley terrible no se sustrae nadie, ni los ricos, ni los poderosos, ni los que ciñen corona, ni los que poseen la sabiduría.

Sobre todo importa especialísimamente que el hombre no se acostumbre a esperar una felicidad independiente de sus esfuerzos, ni se lisonjee con la peligrosa idea de que la sociedad se lo debe todo, comodidad, goces y seguridad, sin exigirle en recompensa la práctica de ciertas virtudes y el vencimiento de las pasiones. Esos arranques contra la civilización y las miserias que no puede curar esta, son otras tantas disculpas de la relajación y otros tantos pretextos de que se aprovechan las naturalezas viciosas. Así se dan armas a los hombres corrompidos y depravados. Este es el interés más urgente, en cuyo auxilio hay que volar sin tardanza. Las sociedades tienen sin duda bastante camino que andar aun en punto a mejoras; pero lo que especialmente necesita fortalecerse en nuestros días es el conocimiento del deber y el imperio de la conciencia.

Para concluir esta materia daremos una noticia útil a los que deseen estudiar las cuestiones relativas al socialismo, y es que el señor de Luca, escritor de los Anales de las ciencias eclesiásticas publicados en Roma, compuso años atrás y leyó en la academia de la religión católica de la misma ciudad una sabia disertación sobre este tema: La condición económica de los pueblos no puede mejorarse sin el auxilio de las doctrinas y de las instituciones de la iglesia católica. Impiedad e inutilidad de las doctrinas e instituciones contrarias de los pretendidos socialistas modernos San Simon, Carlos Fourier y Roberto Owen.