Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901
tomo 1
páginas 95-96

Alma
V. De la necesidad de la revelación

El mayor beneficio que debemos al Nuevo Testamento, consiste en habernos revelado la inmortalidad del alma. Inútil fue que el obispo Warburton tratara de obscurecer tan importante verdad, diciendo continuamente que «los antiguos judíos desconocieron ese dogma necesario, y que los saduceos no lo admitían en la época de Jesús».

Interpreta a su modo las palabras que dicen que Jesucristo pronunció: «¿Ignoráis que Dios os dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Luego Dios no es el Dios de los muertos, sino el Dios de los vivos». Atribuye a la parábola del mal rico el sentido contrario al que le atribuyen todas las iglesias. Sherlock, obispo de Londres, y otros muchos sabios lo refutan; los mismos filósofos ingleses le echan en cara que es escandaloso que un obispo anglicano tenga la opinión contraria de la Iglesia anglicana; y Warburten, al verse contradecido, llama impíos a dichos filósofos, imitando a Arlequín, personaje de la comedia titulada El ladrón de la casa, que después de robar y arrojar los muebles por la ventana, viendo que en la calle un hombre se llevaba algunos, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: –¡Coged al ladrón!

Vale más bendecir la revelación de la inmortalidad del alma y las de las penas y recompensas después de la muerte, que la soberbia filosofía de hombres que siembran la duda. El gran César no creía; claro lo dijo en pleno Senado, cuando para impedir que matasen a Catilina, expuso su criterio, según el que la muerte no dejaba en el hombre ningún sentimiento, y todo moría con él. Nadie le refutó esta opinión.

El imperio romano estaba, dividido en dos grandes sectas: la de Epicuro, que sostenía que la divinidad era inútil en el mundo, y que el alma perecía con el cuerpo; y la de los estoicos, que sostenía que el alma era una porción de la divinidad, la cual después de la muerte del cuerpo volvía a su origen, esto es, al gran todo de donde había dimanado. Unas sectas creían que el alma era mortal y otras que era inmortal, pero todas ellas [96] estaban conformes en burlarse de las penas y las recompensas futuras.

Nos restan todavía bastantes pruebas de que los romanos tuvieron tal creencia; y esta opinión, profundamente grabada en los corazones de los héroes y de los ciudadanos romanos, les inducía a matarse sin el menor escrúpulo, sin esperar que el tirano los entregara al verdugo.

Los hombres más virtuosos de entonces, que estaban convencidos de la existencia de un Dios, no esperaban en la otra vida ninguna recompensa, ni temían ningún castigo. Veremos en el artículo titulado Apócrifo, que Clemente, que más tarde fue Papa y Santo puso en duda que los primitivos cristianos creyesen en la segunda vida, y sobre esto consultó a San Pedro en Cesárea. No creemos que San Clemente escribiera la historia que se le atribuye; pero esa historia prueba que el género humano necesitaba guiarse por la revelación. Lo que en este asunto nos sorprende es que un dogma tan reprimente y tan saludable haya consentido que cometan brillantes crímenes los hombres que viven tan poco tiempo y que se ven estrechados entre dos eternidades.


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