Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901
tomo 3
páginas 74-75

Conciencia
I. De la conciencia del bien y del mal

Locke demostró que no tenemos ideas innatas ni principios innatos; pero se vio obligado a demostrarlo detenidamente, porque entonces se creía en el mundo todo lo contrario. De esa afirmación se deduce evidentemente que necesitamos que entren en nuestro cerebro buenas ideas y excelentes principios, para que podamos usar bien la facultad que se llama entendimiento.

Locke presenta como ejemplo a los salvajes que matan y se comen a su prójimo sin remordimiento de conciencia, y a los soldados cristianos, que estando más civilizados, cuando toman por asalto una ciudad, saquean, degüellan y violan, no sólo sin remordimientos, sino con gloria, excitando los aplausos de sus camaradas.

Es indudable que en las matanzas de la noche de San Bartolomé y en los autos de fe de la Inquisición, no les remordió la conciencia a los asesinos que intervinieron en tales actos, matar hombres, mujeres y niños y hacer morir en el tormento a los desgraciados que no habían cometido otro crimen que celebrar la Pascua de un modo diferente que los inquisidores.

De los casos que acabamos de citar, se deduce que nuestra conciencia la inspira la época, el ejemplo, el temperamento y la reflexión.

El hombre nació sin ningún principio, pero con la facultad [75] de recibir todos los principios; su temperamento puede inclinarle más a la crueldad que a la dulzura, o viceversa; su entendimiento le hará comprender un día que el cuadrado de doce es ciento cuarenta y cuatro, que no debe hacerse a los demás lo que no queremos para nosotros; pero no podrá comprender por sí mismo esas verdades en su infancia, porque no entenderá la primera y no sentirá la segunda.

El niño salvaje que tuviese hambre y al que su padre diera a comer un pedazo de carne de otro salvaje, pediría al día siguiente igual alimento, sin sospechar siquiera que no debe tratarse al prójimo como no quisiéramos nosotros ser tratados, y procedería maquinal e invenciblemente del modo contrario que enseña esa eterna verdad.

La naturaleza cuidó de evitar que cayésemos en semejantes horrores, predisponiendo al hombre a la compasión y dándole aptitud para comprender la verdad. Esos dos dones que recibimos de Dios son los cimientos de la sociedad civil; los que consiguen que haya en el mundo pocos antropófagos y hacen que sea tolerable la vida en las naciones civilizadas. Los padres y las madres dan a sus hijos la educación que los convierte pronto en hombres sociables y los dota de conciencia. La religión y la moral puras que inspiran a los niños desde que nacen, forman de tal modo la naturaleza humana, que desde los siete hasta los dieciséis o diecisiete años no cometemos una mala acción, sin que la conciencia nos la reproche. Luego nacen en nosotros las pasiones violentas que atacan a la conciencia y algunas veces la ahogan, y durante tal conflicto, los hombres que se ven atormentados por esa tempestad consultan muchas veces a otros hombres, como cuando están enfermos consultan a los que tienen salud. Este proceder dio origen a los casuistas, o sea a los que deciden de los casos de conciencia. Fue Cicerón uno de los casuistas más sabios en el libro que titula De los oficios, en el cual trata de los deberes del hombre, y examina las materias más delicadas. Pero mucho tiempo antes que él, Zoroastro dictó reglas para dirigir la conciencia, sentando este hermoso precepto: «En la duda de si una acción es buena o mala, abstente de realizarla».


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2000 www.filosofia.org
  <<< Voltaire >>>
Diccionarios