Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901
tomo 6
páginas 80-85

Religión
II

Pasé la noche meditando; absorto en la contemplación de la naturaleza, admiraba la inmensidad, el curso, las relaciones de esos globos infinitos que el vulgo no sabe admirar; pero admirando mucho más la inteligencia que los preside, me decía a mí mismo: «Se necesita ser ciegos para que no nos deslumbre este espectáculo; se necesita ser estúpidos para no reconocer el autor de él; se necesita ser locos para no adorarle. ¿Qué tributo de adoración debe rendirle? ¿No debe ser ese tributo siempre el mismo en toda la extensión del espacio, puesto que es el mismo Ser Supremo el que lo rige en toda su extensión? El ser dotado de pensamientos que habite en una de las estrellas de la vía láctea, ¿no le debe el mismo homenaje que el ser que piensa en [81] el pequeño globo de la tierra? La luz es uniforme para el astro Sirio y para nosotros; la moral debe también ser uniforme. Si el animal que piensa y siente en Sirio nació de padre y de madre tiernos que se ocupan en hacerle feliz, les debe pagar con tanto cariño y tantos cuidados como debemos en el mundo a nuestros padres. Si algún habitante de la vía láctea ve a un indigente alisiado, si puede darle alivio y no se lo da es culpable ante todos los globos. El corazón tiene en todas partes los mismos deberes.»

Absorto estaba en estas ideas, cuando uno de los genios que llenan los intermundos descendió hasta mí. Reconocí que era la misma criatura aérea que se me apareció otra vez para enseñarme lo diferentes que son los juicios de Dios de los nuestros, y que una buena acción es preferible a la controversia.

Me transportó a un desierto lleno de cadáveres amontonados, y entre los montones de muertos había allí calles de árboles siempre verdes, y al extremo de cada calle un hombre alto de augusto aspecto, que contemplaba con compasión aquellos restos inanimados.

«–Arcángel mío, ¿dónde me habéis traído?
–Al sitio de la desolación– me respondió.
–¿Quienes son esos hermosos patriarcas que veo inmóviles y enternecidos al extremo de las hileras de árboles, que parece que lloran por los innumerables muertos?
–Lo sabrás, pobre criatura humana– me replicó el genio de los intermundos –pero antes es preciso que llores.»

Señalando el primer montón de muertos, me dijo:

–Estos son los veintitrés mil judíos que lanzaron ante el becerro de oro, son los veinticuatro mil que fueron muertos por los jóvenes madianitas. El número de asesinados por delitos y por otras causas, asciende a cerca de trescientos mil. En las calles siguientes están los cementerios de los cristianos, que se degollaron unos a otros por disputas metafísicas. Están divididos en muchos montones de cuatro siglos cada uno; si estuvieran en un solo montón, llegarían hasta el cielo, por eso ha sido preciso repartirlos.
–¿De este modo trataron las hermanas a sus hermanos, y yo tuve la desgracia de pertenecer a esta cofradía?
–He aquí –dijo el espíritu– los doce millones de americanos asesinados en su patria porque no estaban bautizados.
–¿Por qué no dejó Dios que se descompusieran esos cadáveres en el hemisferio donde nacieron sus cuerpos? ¿Por qué ha reunido aquí estos monumentos abominables de la barbarie y del fanatismo?
–Para instruirte.
–Ya que quieres instruirme –le repliqué al genio– dime si [82] además de los cristianos y de los judíos hubo otros pueblos en los que el celo y la religión, convertidos en fanatismo, inspiraran crueldades tan horribles.
–Sí –me contesto;– los mahometanos cometieron las mismas inhumanidades, pero rara vez; y cuando se les ha pedido misericordia y les han ofrecido pagarles el tributo, han sabido perdonar. En cuanto las demás naciones, no ha habido ninguna desde que existe el mundo que haya tenido una guerra puramente religiosa. Ahora sígueme.

Le seguí. Un poco más allá de aquellos montones de cadáveres, encontramos otros montones, que los constituían sacos llenos de oro y de plata; cada uno de ellos tenía su etiqueta; «Substancia de los herejes asesinados en el siglo XVIII, en el XVII y el XVI;» otros decían: «Oro y plata de los americanos degollados.» Todos esos montones remataban con cruces, mitras, báculos y tiaras llenas de piedras preciosas.

–¿Por poseer esa riqueza acumularon tantos muertos? pregunté al genio.
–Sí, hijo mío.

No pude contener las lágrimas, y cuando por el dolor que experimentaba merecí que me llevara al extremo de las filas de los árboles verdes, me condujo hasta allí, y me dijo.

–Contempla los héroes de la humanidad que fueron los bienhechores del mundo, y que se han reunido para desterrar de él cuanto les fue posible la violencia y la rapiña. Interrógales.

Me acerqué al que cataba más inmediato; llevaba una corona en la cabeza y un pequeño incensario en la mano, y humildemente le pregunté su nombre.

–Yo soy Numa Pompilio –me dijo;– fui el sucesor de un bandido y me vi obligado a gobernar bandidos; les enseñé la virtud y el culto de Dios, y después de mi muerte olvidaron más de una vez la una y el otro; prohibí que se verificaran en los templos simulacros, porque la divinidad que anima la naturaleza no podemos representárnosla. Durante mi reinado no tuvieron los romanos ni guerras ni sediciones, porque mi religión los civilizó. Todos los pueblos acudieron a honrar mis funerales, lo que a nadie sucedió más que a mí.

Le besé la mano, y me dirigí al segundo personaje; era un respetable anciano de cerca de noventa años vestido con un ropaje blanco; tenía colocado el dedo del centro sobre la boca y con la otra mano arrojaba habas detrás de él. Le reconocí; era Pitágoras. Me aseguró que jamás había sido pierna de oro, ni gallo; pero que gobernó a los crotoniatas con tanta justicia como Numa Pompilio gobernaba a los romanos, que fue poco más o menos de su época, y que la justicia era lo más necesario y lo [83] más raro en el mundo. Me participó que los pitagóricos hacían examen de conciencia dos veces cada día. Por complacerle no contesté una palabra a Pitágoras, y pasé a ver a Zoroastro, que estaba ocupado en encontrar el fuego celeste en el hornillo de un espejo cóncavo, y que estaba en el centro de un vestíbulo que tenía cien puertas y todas ellas conducían a la sabiduría. Sobre la principal de esas puertas {(1) Los preceptos de Zoroastro se llaman puertas, y son ciento.} leí las siguientes palabras, que compendian la moral y que abrevian las disputas de los casuistas: «Cuando dudes si una acción es buena o mala, abstente de practicarla».

–Verdaderamente –dijo al arcángel– los bárbaros que inmolaron todas esas víctimas, cuyos cadáveres he visto, no habrían leído esas hermosas palabras.

Luego hablamos con Zeleuco, con Tales, con Anaximandro y con todos los sabios que buscaron la verdad y practicaron la virtud. Cuando llegamos a Sócrates, que reconocí por su nariz chata, le dije:

«Todos los habitantes de Europa, menos los turcos y los tártaros de Crimea, que son profundamente ignorantes, pronuncian vuestro nombre con respeto, reverencian ese nombre hasta tal punto, que han tratado de averiguar los nombres de vuestros perseguidores. Por vos conocemos a Melitus y a Anitus, como conocemos a Ravaillac por Enrique IV; pero de Anitus sólo conozco el nombre; no sé precisamente qué era ese malvado que os calumnió y que pudo lograr que os sentenciaran a beber la cicuta.

–Desde la fatal aventura que me aconteció, no he vuelto a ocuparme de ese hombre, me respondió Sócrates; pero ya que me lo hacéis recordar, os contesto que me causa lástima. Era un sacerdote perverso que se dedicaba a comerciar con cueros, cuyo comercio era vergonzoso entre nosotros. Envió sus dos hijos a mi escuela; los condiscípulos de éstos les afearon el oficio de su padre, y se vieron obligados a no volver a asistir a sus lecciones. Irritado su padre, sublevó contra mí a todos los sacerdotes y a todos los sofistas, que consiguieron convencer al Consejo de los quinientos que yo era un impío que no creía que la Luna, Mercurio y Marte, fueran dioses. Efectivamente, creía entonces como creo ahora que no hay más que un Dios, Señor de toda la naturaleza. Los jueces me entregaron al envenenador de la República, que acortó algunos días mi vida. Morí tranquilamente a la edad de setenta años; y desde entonces paso una vida feliz con todos estos grandes hombres que veis y entre los que soy yo el más insignificante». [84]

Después de disfrutar durante algún tiempo de mi entrevista con Sócrates, fuimos avanzando mi guía y yo hacia un bosquecillo situado encima de aquella floresta, en el que todos los sabios de la antigüedad parecía que gozaran de apacible reposo.

Vi un hombre de fisonomía suave y expresiva que me pareció que apenas habría cumplido treinta y cinco años. Lanzaba desde lejos miradas compasivas sobre el montón de esqueletos blanqueados, a través de los que habíamos pasado para llegar a la morada de los sabios. Me asombró ver que ese hombre tenía los pies hinchados y sangrientos, lo mismo que las manos, que estaba herido en el flanco, y que tenía el cuerpo despellejado de recibir azotes.

–¿Es posible –exclamé– que un justo, que un sabio llegue a encontrarse en este estado? Acabo de ver otro que lo trataron cruelmente; pero no hay punto de comparación entre su suplicio y el vuestro. Sacerdotes inicuos y jueces pérfidos le envenenaron; ¿quizás vos también fuisteis asesinado cruelmente por sacerdotes y por jueces?
–Sí –me respondió con afabilidad.
–¿Quiénes eran esos monstruos?
–Los hipócritas.
–Ya me habéis dicho bastante; esa palabra me hace comprender que os debieron sentenciar al último suplicio. ¿Les probasteis acaso, como Sócrates, que la luna no es una diosa, y que Mercurio no es un dios?
–No, no fue por cuestión de planetas. Mis compatriotas no sabían lo que es un planeta; eran todos ellos francos ignorantes, y tenían supersticiones diferentes que los griegos.
–¿Tratabais de enseñarles una nueva religión?
–Nada de eso; les decía sencillamente: «Amad a Dios de todo corazón y a vuestro prójimo como a vosotros mismos.» Podéis comprender que este precepto es tan antiguo como el universo, y que yo no les enseñaba un nuevo culto. Les repetía incesantemente que yo había venido no para abolir la ley, sino para hacerla cumplir. Yo observaba todos sus ritos, estaba circuncidado como ellos, bautizado como ellos, presentaba mi ofrenda en el templo como ellos, y como ellos celebraba la pascua, comiendo de pie un cordero cocido con lechugas. Mis amigos y yo íbamos a rezar en el templo; mis amigos lo frecuentaban después de mi muerte; en una palabra, cumplí todas sus santas leyes sin exceptuar ninguna.
–¿Aquellos miserables ni siquiera podían reprocharos haberos separado de sus leyes?
–No podían reprochármelo.
–¿Por qué os pusieron, pues, en el estado que os encuentro?
–Eran muy orgullosos y muy interesados: comprendieron [85] que yo los conocía bien, y supieron que yo haría que los conocieran los demás ciudadanos, eran los más fuertes y me quitaron la vida: sus semejantes harán siempre lo mismo si pueden a todo el que les haga justicia.
–¿Pero dijisteis o hicisteis algo que pudiera servirles de pretexto?
–Cualquier cosa sirve de pretexto a los perversos.
–¿No les dijisteis un día que habíais venido a traer la espada y no la paz?
–Eso fue un error del copista, les dije que traía la paz y no la espada. Como yo no escribí nada, pudieron equivocar lo que yo dije sin tener mala intención.
–¿No habéis contribuido con vuestros discursos mal interpretados, a formar esos montones de cadáveres que encontré en el camino viniendo a consultaros?
–Me horrorizaron siempre los criminales que asesinan.
–¿Y esos monumentos de poder y de riqueza, de orgullo y de avaricia, esos tesoros, esos ornamentos, esos signos de grandeza que acabo de ver acumulados, provienen de vos?
–De ningún modo; los míos y yo hemos vivido humildes y pobres: mi grandeza la concentré en la virtud».

Estuve a punto varias veces de suplicarle que me dijese quien era, pero mi guía me aconsejó que no se lo preguntara. Me dijo que mi naturaleza no era a propósito para comprender esos misterios sublimes. Entonces conjuré al desconocido a que me explicara en qué consistía la verdadera religión.

–«Ya os lo dije: Amad a Dios y a vuestro prójimo como a vos mismo.
–¿Y amando a Dios podré comer de carne los viernes de cuaresma?
–Yo siempre comí lo que me dieron, porque fui muy pobre y no podía convidar a comer a nadie.
–¿Amando a Dios y siendo justo, podré ser bastante cauto para no confiar los secretos de mi vida a un desconocido?
–Así lo hice yo siempre.
–¿Obrando bien podré eximirme de ir en peregrinación a Santiago de Compostela?
–Jamás estuve en ese país.
–¿Será preciso que me decida por la Iglesia griega o por la Iglesia latina?
–Para mí no hubo ninguna diferencia entre el judío y el samaritano, cuando yo estaba en el mundo.
–Siendo así, os reconozco por mi único señor».

Entonces el desconocido me hizo una señal con la cabeza que me dejó consolado. La visión desapareció, y sólo quedó en mí la conciencia recta. [86]


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