Filosofía en español 
Filosofía en español

España como sociedad política

[ 739 ]

Constitución (systasis) de España como sociedad política / Historia de España: Ortograma Imperial / Unidad / Identidad

Exponemos a continuación del modo más sucinto posible las tesis centrales sobre la Idea de España desarrolladas ampliamente por Gustavo Bueno, en función de la unidad y las identidades [738] reconocibles a lo largo del decurso histórico de España como sociedad política, y en función del desarrollo del “ortograma imperial”, en tanto que determinante de la constitución (systasis) de España como entidad política característica de la Historia Universal.

1. España no es originariamente una Nación política [731], es decir, España no se constituye en su identidad histórica como nación política. Por tanto, la existencia de España no puede ser confundida con la existencia de la nación (política) española.

2. La “consustancialidad” del proceso de constitución (systasis) de España y el proceso de conformación como Imperio Universal, ya sea formalmente (representándose los objetivos de sus proyectos políticos a la luz de la Idea de Imperio), ya sea materialmente (ejercitivamente), realizando en el terreno de la política real los comportamientos propios de un proyecto imperial, de un “ortograma imperial” [737]. En el ejercicio de este ortograma se fue conformando la unidad característica de la sociedad histórica española.

3. Si España alcanza un significado característico en la Historia Universal (supuesto que la Historia Universal [722] tiene que ver esencialmente con la Idea filosófica de Imperio) [720] lo es en virtud de su condición de Imperio civil, no depredador [723], el Imperio Católico Universal.

4. Hispania romana. La unidad de España, como totalidad (atributiva) diferenciada, encontró su primera forma de identidad política interna a través de su condición de provincia o diócesis de Roma. Unidad e identidad en proceso que irá consolidándose (calzadas que unen ciudades, desde Tarragona hasta Astorga, desde Mérida hasta Gijón; instituciones similares, idioma de comunicación cada vez más extendido) hasta alcanzar el punto en el que casi todos los ciudadanos de la Península, y no solo algunos distinguidos, en la época de Caracalla, llegaron a ser ciudadanos romanos. España fue parte del Imperio romano, pero esta condición no podría ser aducida como precedente formal del Imperio hispánico (sin perjuicio de que pueda ser materialmente considerada), porque durante el Imperio romano España no fue un Imperio, sino una parte, provincia o diócesis suya.

5. Hispania visigoda. Los visigodos no destruyeron esta unidad, pero sí su identidad romana. Con los visigodos, Hispania dejará de ser una diócesis o distrito más del Imperio romano. Se desvinculará políticamente de Roma, para vincularse, teóricamente al menos, a Constantinopla. Su identidad será ahora la identidad cristiana, y a través de esa identidad, el reino visigodo, una vez pasada su fase cesaropapista, arriana (en la que recaerán los reinos europeos protestantes, siglos más tarde), volverá, desde Recaredo, a vincular a España con la Roma del Papa católico. En el ámbito de esta nueva identidad, la Hispania visigótica mantendrá su unidad, precisamente a través de su identidad, principalmente mediante la Iglesia hispánica, con capital en Toledo. Los visigodos llenarán la península Ibérica, pero sin intención de desbordarla. Precisamente por esto en la Hispania visigótica no puede aún reconocerse la España posterior (incapaz de permanecer circunscrita a la península Ibérica), pero será la materia imprescindible sobre la cual se conformará España cuando su unidad y su identidad reciban una definición propia.

6. Origen de España: el ortograma imperial y la koinonía de Reinos cristianos (siglos VIII-XV). La invasión musulmana determinó la descomposición de la unidad política interna lograda en los últimos siglos de la Monarquía goda. Del enfrentamiento contra el Islam que hubo de mantener el Reino o “jefatura” de Don Pelayo resultaría el embrión del nuevo Imperio español. Es aquí donde ya puede decirse que comienza la construcción de España. Covadonga es su símbolo. En efecto, entre los múltiples núcleos de resistencia solo el astur-cántabro, constitutivo de la Monarquía asturiana, se orientó, desde el principio (siglo VIII) por una voluntad expansionista, es decir, por un ortograma objetivo y recurrente que equivalía a una regla de expansión indefinida; un “imperialismo metodológico”, sin límites definidos, por tanto, in-finitos (es decir, universal, al menos negativamente). La unidad conformadora de España fue, según esto, desde el principio una unidad expansionista (imperialista).

La unidad de Hispania, al haber sido destruida por el Islam, solo podía ser reconstruida desde otra identidad, aquella que fuera capaz de contrarrestar al Imperio islámico: la cristiandad católica, pero asumida como empresa propia de quienes acababan de perder la unidad de Hispania. Este imperialismo ejercido podría considerarse, como una regla ya bien consolidada, en los tiempos de Alfonso II el Casto, fundador de Oviedo. Estamos ante un nuevo Reino, con centro en Oviedo, concebida como ciudad imperial (civitas regia), que no se constituyó como un mero proyecto de reconquista del Reino visigodo: ninguno de sus reyes mantiene nombres de reyes godos (ninguno se llama Ataúlfo, ni Leovigildo, ni Rodrigo, ni Sigerico). Los nombres de los nuevos reyes son los nombres de una dinastía nueva (Alfonsos, Ramiros, Vermudos). Los mismos que seguirán utilizándose en los reinos de León, Castilla y Aragón (un indicio evidente de la koinonía constitutiva de la sociedad política española a lo largo de la Edad Media, y a partir de la invasión musulmana). El giro imperialista que hubo de dar, poco después de su constitución, el núcleo rebelde inicial (organizado en torno a Don Pelayo, etc.), que ya se había extendido (con Alfonso I, el Católico), sin embargo, a lo largo de todos los pueblos que vivían tras los montes cantábricos (desde Galicia hasta Bardulia), podría quedar categorizado plenamente como un caso de la transformación paulatina de un imperio diamérico [718] inicial en un imperio in-finito, y gracias, sin duda, a la influencia metapolítica [719] del cristianismo isidoriano. Un proyecto imperial que, por tanto, habría de confrontarse no solo con el Imperio islámico (o con los reinos de taifas en su momento), sino también con los demás reinos cristianos europeos (incluyendo a Carlomagno) y con el propio Pontificado romano: Alfonso II inicia la confrontación de Santiago con Roma (“inventa” el camino de Santiago); y será el Cid quien apoye abiertamente la confrontación de Alfonso VI, el Emperador contra el Papa Gregorio VII, incluso después de haber obtenido este la victoria de Canosa, frente al Emperador Enrique IV.

En resolución: España empieza a existir como entidad política, con identidad plena (es decir, con una identidad y una unidad de expansión indefinida, con la que se reconocerá durante los siglos posteriores), a partir del momento en el que los reyes de Oviedo asuman en serio el nuevo ortograma estratégico, cuya expresión simbólica es la del Imperio Universal. La España que va formándose en los siglos medievales tiene la unidad de un Imperio. España existe, por tanto, desde el siglo VIII, como una “comunidad de reinos” que, durante siglos, actuaron guiados por un ortograma objetivo, preciso y convergente: detener la invasión musulmana, pero, sobre todo, atacarla a la contra, recuperando los territorios perdidos. Una “comunidad de reinos” hispánicos cristianos, entretejidos por relaciones de parentesco y con un vínculo creado en torno al título de Emperador. Y con un idioma que va haciéndose, el idioma ligado a la dinastía de los Alfonsos emperadores, y que llegará a ser el español [707].

El “ortograma del Imperio” constituido por la Monarquía asturiana fue obedecido de un modo más o menos consciente a lo largo de mil años. Los reyes de Asturias, de León, de Castilla asumieron sucesivamente el título de Emperadores. Y no solo como un título dirigido a sus propios súbditos, sino también a los otros Reinos (cristianos o musulmanes), como vehículo de un programa político secular y, lo que es también decisivo, a la Iglesia (como es el caso de Alfonso VI el Emperador, frente a las pretensiones del Papa Gregorio VII). Un título que jamás fue asumido por cualquier otro rey en calidad de un Reino que no fuera el “Reino Imperial”: desde Aldephonsus [III] Hispaniae Imperator hasta Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae; desde Alfonso VII el Emperador y Alfonso VIII, hasta Alfonso X el Sabio, empeñado durante toda su vida, en el fecho del Imperio (si Sancho III el Grande asume el título de Emperador no es en calidad de Rey de Nájera y de Pamplona, sino en calidad de Rey de León). El Reino de Castilla (que empezó como una marca del Imperio Astur-Leonés), el Reino de Navarra y, tras él, el reino de Aragón no son independientes, por su origen, del Imperio Astur-Leonés. El caso de Cataluña (la “marca hispánica” de Carlomagno) es diferente; pero la unidad de Cataluña, una vez emancipada del Imperio carolingio, se conformó junto con el resto de los reinos peninsulares cristianos, codeterminándose con ellos, y esta unidad quedó expresada en el reconocimiento de la dignidad imperial concedida al Reino de León y Castilla: solo desde esta perspectiva, podría interpretarse la “cesión de Murcia” que Jaime I el Conquistador hizo a Alfonso X el Sabio; es impensable una cesión en sentido recíproco.

En resolución: la unidad de cohesión que va estableciéndose entre las entidades políticas que, a partir de la Monarquía visigoda, han ido constituyéndose por neogénesis, es el resultado de la solidaridad fuerte (del “bloque histórico” contra terceros) que entre ellos determinó el Islam, y, especialmente, cada vez que una nueva oleada invasora (como la de los almorávides) era lanzada contra las entidades políticas. Sería en estos casos cuando la unidad tendería a centrarse en torno a la Imperio; porque era entonces cuando, frente a los invasores, podrían recortarse con nitidez sus semejanzas: de instituciones, idiomas, indumentos, etc.

Ahora bien, el “ortograma imperial”, como expresión de un proyecto unitario que suponemos (etic) actuando oscuramente en el concepto de “Reconquista”, solo podría aplicarse al Reino de Castilla-León (más exactamente de los pactos entre el Reino Central y los Reinos que lo flanqueaban). No solamente por motivos de génesis, a través de la Monarquía Asturiana: el título de Príncipe de Asturias (Enrique III de Castilla fue el primero en recibirlo en 1388), por ejemplo, se utilizará para determinar al heredero de la Corona porque encarnaba las tradiciones más antiguas de la Corona de León y Castilla, como continuadora de la Monarquía de los Alfonsos y para revindicar la mayor antigüedad, a través de su supuesta estirpe visigoda, entre las monarquías de Occidente (el Príncipe de Asturias podría ser considerado, al menos en el protocolo, como anterior al Príncipe de Gales). También por motivos de estructura: al Reino de Castilla le correspondían más de los dos tercios, en población y territorios, peninsulares; y, además, su posición estratégica era privilegiada: una posición central, frente a la posición lateral, de los Reinos litorales mediterráneos y atlánticos.

Y, si es cierto que cada Reino mantiene su independencia relativa, en su área de influencia, respecto del Islam, también es verdad que la Corona de Castilla mantiene un estatuto especial en lo que a la representación de la unidad de España se refiere. Un buen ejemplo podríamos encontrarlo en la batalla de las Navas de Tolosa, tras la que fue destrozado el ejército almohade. Por mucho que se encarezca la cooperación de los diversos Reinos peninsulares no puede pasarse por alto que la batalla la dirigió Alfonso VIII, el Emperador; y que fue su ejército quien, el día 17 de julio de 1212, ocupó el centro del triángulo (cuya vanguardia estaba mandada por Don Diego López de Haro) que avanzaba contra los almohades, dispuestos en formación de media luna: el ala derecha avanzaba a las órdenes del Rey de Navarra, Sancho VII el Fuerte, y el ala izquierda, a las órdenes del Rey de Aragón, Pedro II.

La posición central de Castilla-León fue decisiva estratégica y geopolíticamente, porque mientras Castilla podía intentar incorporar a los Reinos de la periferia, carecía de sentido que los Reinos de la periferia, separados de Castilla-León, intentasen unirse entre sí. Y si los proyectos de incorporación por conquista solo disponía en la Edad Media, casi exclusivamente, de los procedimientos militares (la posibilidad del control económico era muy débil), los proyectos de unión-incorporación por pactos solo eran posibles, prácticamente, por el procedimiento de las alianzas matrimoniales (las series de los “pactos matrimoniales” a luz del ortograma político imperial de expansión por unión-incorporación podría considerarse uno de los métodos más fértiles, ateniéndose a los facta concludentia, para medir el alcance del supuesto “ortograma”) [737].

Podemos concluir, por tanto, que los hechos de Castilla-León en este terreno, se nos muestran siempre orientados a incorporar, por cualquiera de los procedimientos disponibles en cada momento, a los condados, regiones, reinos, de su entorno, ya sea Portugal, ya sea el Levante, ya sea Navarra, manteniendo siempre las distancias respecto del Papa; mientras que ni el Reino de Portugal, ni los del Levante, podían dar pasos para incorporar al Reino de Castilla-León y, menos aún, a los otros reinos periféricos. En cambio, los dieron muchas veces para enfeudarse con el Pontífice huyendo de los “peligros” de la incorporación al Reino central (por ejemplo, cuando Alfonso VII el Emperador reivindica el título de Rey de Portugal, alegando razones dinásticas, Alfonso Enriques se hace vasallo del Papa para evitar ser vasallo de Castilla). El “ortograma” de la Corona de Castilla se advierte con toda claridad en el reinado de Juan I de Castilla.

La conquista del Reino de Granada fue el último valor del “ortograma” (de la función) que la Idea de Imperio hispánico pudo alcanzar en la Península desde su enfrentamiento con el Islam; pero no era el último valor al que podía llegar la Idea imperial. La “Reconquista” recorrió solo la franja de valores previos que era necesario recorrer, antes de poder pasar a ulteriores despliegues, dentro de un “ortograma” que era recurrente e in-definido (in-finito), y que ya había contemplado la posibilidad de asumir valores más allá de los límites marcados por el litoral sur peninsular, a saber, los valores africanos. Tres ejemplos: en el siglo XI ya escuchamos a Mío Cid diciendo (Allá dentro en Marruecos –o las mezquitas son, que abrán de mi salto– quiçad alguna noch). En el siglo XIII, Fernando III, terminada prácticamente la Reconquista peninsular (al-Andalus había dejado de ser un peligro; el Califato de Bagdad se desplomaba ante el empuje mongol), proyectó formalmente, antes de morir, no ya una expedición al Reino de Granada (que era vasallo de Castilla), sino una expedición a Marruecos. Y, al comienzo mismo del siglo XV, en 1402, Enrique III de Castilla entró en Tetuán; y Betancourt conquista las Canarias.

En consecuencia: una vez “reconstruida” la unidad perdida, correspondía a la identidad hispánica, según su ortograma (siguiendo los mismos principios que determinaron su génesis: “recubrir al Islam”), desbordar los límites peninsulares. Después de la toma de Granada, los Reyes Católicos, pasaron a África y “a continuación” ordenaron la exploración hacia el Poniente. Pero su exploración no iba dirigida al “descubrimiento de América”. Buscaban “envolver a los turcos (a los musulmanes) por la espalda”. Este proyecto era posible gracias a la concepción de la esfericidad de la Tierra y a los cálculos de Eratóstenes-Posidonio que, a través del mapa de Toscanelli, pudo manejar Colón en la Junta de Salamanca. La “conquista de las Indias” se convirtió (sin que Colón llegase a darse cuenta de ello) en la “conquista de América”. O, lo que es equivalente, en su “descubrimiento” (¿cómo podían descubrirse las nuevas tierras y pueblos sin conquistarlos?): el descubrimiento del Pacífico, por ejemplo, el descubrimiento de Australia, por Pedro Fernández de Quirós, fue muy precario, precisamente porque no pudo llevarse adelante mediante la conquista.

7. Monarquía católica universal (siglos XVI-XVIII). Los diferentes reinos peninsulares fueron integrándose, por tanto, cada vez con más fuerza, primero en los “Reinos Unidos” de los Reyes Católicos; en seguida, en la Monarquía Hispánica de Carlos I, de Felipe II…, es decir, cuando la unidad de España se consuma desde la identidad de una Monarquía católica, universal. Su unidad es la de una Nación histórica [730], que se irá progresivamente consolidando en una lengua común [709] cuyo canon gramatical estableció Nebrija.

En efecto, el Imperio hispánico se ve inclinado (en virtud de su propia característica funcional) a “tomar valores” por toda la redondez de la Tierra, a fin de “envolver” al Islam. Por primera vez, se da la vuelta a la Tierra (Primus circundedisti me). Los valores de la “función Imperio” podían alcanzar, ahora, sus magnitudes más altas. Y con ellas la unidad que corresponde a la España del Viejo Mundo adquiriría una nueva identidad: la condición de parte central de una Comunidad Hispánica mucho más profunda que la episódica “identidad europea” a la que le habían conducido los “fechos del Imperio” (del Sacro Imperio) de Alfonso X [725] y de Carlos I [726]. Con Felipe II, desligado ya del Sacro Imperio Romano Germánico, el Imperio Católico Español realmente existente tomará el nombre de “Monarquía hispánica” (sin duda, para evitar las dificultades derivadas de su coexistencia con el Sacro Imperio), que reforzará la unidad de España, dentro de su nueva identidad. Todas sus partes terminarán integrándose y cohesionándose en función, precisamente, de las nuevas empresas imperiales (por tanto, también imperialistas, colonialistas) que terminaron por ser comunes.

8. Ahora bien: medida que la identidad imperial (imperialista) vuelva a quebrarse a lo largo del siglo XIX, la unidad de España comenzará también a presentar alarmantes síntomas de fractura. Y esto puede servir de contraprueba de nuestra tesis central: la pérdida de la identidad imperial determinó, pasada su primera fase, la debilitación de la unidad nacional. No se trata, por tanto, de repetir la idea de que “Castilla hizo a España y Castilla la deshizo”. Más bien diríamos, que el Imperio hizo a España y que su caída, si no ha deshecho su unidad, al menos la está haciendo retemblar. En los siglos XIX y XX la Nación histórica española experimentará su metamorfosis en nación política estricta [740], metamorfosis que le conferirá una nueva unidad.

9. Por último: el proyecto de conferir a España una nueva identidad europea no garantiza la permanencia de su unidad. Si, por ejemplo, Europa llegara a organizarse como una “Europa de pueblos” soberanos (irlandeses, bretones, catalanes, lombardos, vascos…), la unidad de España podría disolverse en esa nueva identidad europea. Algunos “soberanistas” de nuestros días esperan que al integrarse su Comunidad Autónoma directamente en la Unión Europea podrán liberar a su pueblo de su condición de “parte de España”, sin perjuicio de poder restablecer sus relaciones de convivencia secular con las otras partes (“en Europa nos encontraremos”). La transformación del Estado de las Autonomías en una Estado “Federal” o “Integral” o “Confederal” [742] (transitoriamente repartido acaso en cuatro o cinco nacionalidades “soberanas” bajo el rótulo nominal de una “Monarquía” simbólica) significará el fin de la unidad que España ha mantenido durante varios siglos. ¿Podría, a pesar de ello, mantenerse su identidad? ¿Podría mantenerse esta identidad al margen de la América Hispana [746]?

{EFE 9-18, 273-274, 276, 281, 284, 297-298, 311-314, 319-320, 322-324, 367 / ENM 71-73, 75-79 / BS24 42-43 / → EFE / → ENM / → BS24 27-50 / → BS01 3-32 / → BS18 35-52 / → BS26 67-80 / → EC78}

<<< Diccionario filosófico >>>