Filosofía en español 
Filosofía en español


Europa

La dos últimas líneas de la carta de Roma que insertamos en nuestro número de ayer, contienen el complemento de las actuales ideas austro rusas. La intervención de los austriacos en el Piamonte perfeccionará la obra de 1849. Los nuevos vasallos del Czar ocuparán a Alejandría, las alturas del Mont Cenis, los valles de la Saboya: la tribuna sarda quedará tan libre como la de Nápoles: el bloqueo de Francia estará absolutamente verificado. En un año solo no es ciertamente poco hacer lo que se habrá hecho.

Entre los varios puntos de vista en que puede considerarse esta obra, lo es, en nuestro modo de ver, uno, y tan importante para el estadista como para el filósofo, el abatimiento político de la raza latina. Desde la destrucción del imperio de occidente, desde la formación de los estados actuales en el fecundo caos de la edad medía, desde la organización de la moderna Europa en el siglo XV, nunca lo habían presenciado igual nuestros mayores. Esta postración que alcanzamos, que señalamos en este instante, es un hecho de gran importancia, y cuyo influjo en el porvenir vanamente se querrá desconocer.

Las cinco grandes potencias cristianas al comenzar el siglo XVI, eran España, Francia, Venecia, Inglaterra y el Imperio alemán. De estas cinco, las tres primeras eran latinas, y la quinta tenía pretensiones de serlo como sucesora del imperio de occidente. Solo la cuarta era de origen anglosajón y normando. En Italia, en Francia, en nuestra Península, el primitivo elemento había absorbido al elemento bárbaro, y la índole romana constituía el carácter de la sociedad entera. Los estados latinos estaban, pues, indudablemente en mayoría.

En el siglo XVII España, Francia, el Imperio continuaban siendo potencias de primer orden. Venecia decaía constantemente: Inglaterra experimentaba las alternativas de su revolución. Un momento hubo en que la Suecia le arrebató su papel, y ocupó su lugar en las cuestiones generales. Mas aun admitiendo esa accesión misma, Francia, España y el Imperio eran las tres principales potencias de la Europa. Las cuestiones de dominación entre España y Francia, entre dos pueblos latinos se debatían.

El siglo XVIII trajo consigo grandes novedades. España, dividida por la guerra de sucesión, descendió, a pesar de los esfuerzos de Alberoni, del rango de gran potencia continental, para quedar únicamente de gran potencia transatlántica. Al mismo tiempo nacía y se elevaba Prusia; al mismo tiempo tomaba posesión la Rusia de un nuevo asiento en el Consejo de los verdaderos soberanos. Francia quedaba sola como gran nación latina, al frente de la semi-latina semi-germánica Alemania, de la teutónica Prusia, de la normanda Inglaterra, de la tártara Moscovia. La balanza se inclinaba ya del lado de los bárbaros.

Contra semejante situación fue una reaccionaria protesta la del imperio francés. Verdad es que era este un estado solo, y que no aniquilo a sus opositores; pero de tal suerte los debilitó y los redujo, que, exceptuando la Inglaterra, por largo tiempo encerrada en la defensiva, todos o casi todos los otros aparecieron a los ojos del mundo como sus satélites, si no como sus vasallos. De 1800 a 1812 es el último periodo en que la preponderancia latina descuella y triunfa con admirable esplendor.

Aun en medio de la reacción que siguió a aquellos pocos años, la Francia había conservado un muy alto puesto en la dirección de la Europa. Vencida en 1814 y en 1815, los propios vencedores contaban con ella para lo que había de hacerse, y la dejaban el puesto de honor que legítimamente había ganado. España misma, si no obtuvo en aquellas transacciones lo que debiera obtener, pudo atribuirlo solo a la degradación de su gobierno, caído en manos tan débiles como las que le empuñaron desde 1814. La Europa que nos admiraba como pueblo, hubiera podido respetarnos, si al menos nos hubiéramos hecho respetar como potencia.

Mas en el día no sucede nada de esto. La influencia de las razas latinas puede decirse que ha terminado. Inglaterra y Rusia –esta más que aquella– son las únicas potencias directoras: Prusia y Austria son las potencias ejecutoras: Francia es completamente un estado caído, sin importancia en su voz, sin poder en su voluntad. Para que la degradación sea más completa, ni aun tiene voluntad constante, no sabiéndose lo que quiere, o queriendo una cosa cada día: y ni aun tiene real y verdadera voz, no atreviéndose a emitirla, por no asustarse ella propia de su sonido.

Se ha trasladado, pues, el poder de la parte latina a la parte bárbara de Europa. La Italia es casi enteramente vasalla de la casa de Habsbourg; viniendo a punto de caer en ese mismo vasallaje el único estado, que sin ser una potencia, era un país independiente. La España ni puede ni debe hacer sino encerrarse en su esfera y en sus límites, para no caer en el ridículo de expediciones como la de Italia. Portugal es un recuerdo o una sombra. Francia, en fin, antiguo corazón de esta parte del mundo, el más fuerte de los Estados latinos, abdica la misión que la Providencia le diera, y de que tan vanagloriosamente se jacta, para guiarse solo por un espíritu de cobarde egoísmo; creyendo que se ha de libertar así de los azares de una guerra, que tanto han llegado a espantar a los descendientes de Luis XIV y de Napoleón.

Lo que acaba de decirse es desconsolador, pero es exacto. Esa decadencia de los pueblos meridionales está escrita con indelebles caracteres en todos los sucesos de este año. Lo que le faltaba únicamente para ponerle el sello definitivo es la intervención alemana en el Piamontés, y merced a la debilidad francesa no dudamos el verla ejecutar.