Filosofía en español 
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[ Juan Martínez Villergas ]

Luis Blanc y Caussidiere

Difícil es apreciar los desarrollos que hayan de tener en la marcha ulterior de la Francia las sesiones de la Asamblea nacional del 25 y 26 del pasado. Nosotros las creemos un mal por de pronto; pero en nuestro sentir ellas han de ser las que arraiguen más profundamente en el corazón de la Francia las instituciones republicanas. Indudablemente estas sesiones han sido el resultado de los manejos de los partidos reaccionarios: se ve en ellas su enojo y su sed de venganza, y más que nada su manía de querer acabar con las ideas acabando con unos cuantos individuos que son los que más visiblemente las promueven. Por todo esto, pues, no puede dudarse que la batalla que se ha dado en la Asamblea ha sido entre la reacción y la revolución. La reacción ha triunfado; pero ¿se cree que su triunfo ha de ser definitivo? ¿o no hay más bien lugar de presumir que con esa escaramuza imprudente no ha hecho más que apercibir a sus contrarios y hacerles ver el precipicio a que con intentos simulados guiaba al país? El que conozca el verdadero espíritu de la Francia, estará por esto último. Allí la reacción no puede hacer más que enconar los ánimos. La República verá que la tolerancia que ha usado hasta aquí, no ha servido más que para criar ingratos, y que como el pastor de la fábula no ha abierto su pecho a los hombres de la antigua monarquía sino para que más a su salvo la inoculasen su veneno. El brillante programa de Lamartine quedará arrinconado para tiempos en que la reacción se haya convencido por entero de su impotencia, y la libertad volverá a armarse el brazo para imponer sus beneficios a los pocos, o turbulentos o vendidos, que quieren destruir su obra.

Como creemos que nuestros lectores conocerán ya las sesiones a que nos referimos, no queremos detenernos aquí a dar de ellas una razón detallada: bastará decir que se trató de acalorar los ánimos con una discusión de 18 horas sobre el informe de la comisión pesquisadora para aprovecharse de un momento de exaltación, y hacer votar a la cámara la autorización de prisión contra los representantes del pueblo Luis Blanc y Caussidiere. Solo nos extenderemos ahora en algunas reflexiones sobre el carácter de ese acontecimiento, y la trascendencia que en nuestro sentir ha de tener en el rumbo de la política del país vecino.

Sabido es que desde que se instaló la república francesa, los antiguos partidos dinásticos, aparentaron aceptarla porque les arredraba al general asentimiento del país; pero protestando contra ella en el fondo de su corazón. Los miembros de la antigua oposición constitucional hubieran querido la república, pero un pique de amor propio les hizo virar rumbo hacia una nueva monarquía. Para que la república hubiera sido buena, debieran de haberla fundado ellos. Una república hecha por republicanos, era cosa que no podían concebir. Además, ¿qué podía haber perfecto no saliendo de las manos de Mr. Thiers o Mr. Odilon Barrot?

Estos escrúpulos de su vanidad ofendida, hicieron que la gran parte de los miembros de la antigua oposición, ya que no pudiesen declararse desembozadamente en favor de la monarquía, tratasen de pactar con los que hasta entonces habían creído como sus mayores enemigos, con los de la antigua derecha dinástica. La entrada de M. Thiers en la Asamblea, dio impulso a esta especie de fusión.

Ganados por la reacción los de la antigua oposición constitucional no hay que decir aquí si aquella podría contar también con los antiguos conservadores. Estos se dieron a ella en cuerpo y alma, y en unión de los primeros y con la ayuda también de los bonapartistas y los enriquistas empezaron su obra creando obstáculos a la república y tratando de presentarla como reñida con la paz y el orden general. Todos sin excepción aceptaron el nuevo gobierno y aplaudieron su advenimiento; pero bajo aquellas apariencias conservaron un odio instintivo que se avivaba con los triunfos de la democracia. Su primer empeño fue sacar mayoría en la Asamblea: para esto aparentaron hipócritamente su deseo de consolidar el nuevo orden de cosas y de no mirar atrás más que para aprender en los desaciertos de la monarquía amar a la República, Los pueblos los creyeron porque son hombres que han estudiado el arte de engañar, y de aquí que los enviasen en tan gran número a la representación nacional. Otro de los móviles que pusieron en juego para lograr su fin electoral fue el exagerar las pretensiones y los medios de los socialistas que, según ellos, a sacar mayoría en la Cámara iban a trastornar en cuatro días la Francia.

Sentados ya en la Asamblea conocieron que todavía no podían hacer más que obrar según una misión que les abrumaba. Habían ido allí a constituir la República y este era para ellos un trabajo penoso. Intentar desenmascararse hubiera sido provocar su caída. Estaba aun en pié el mismo elemento que había sido el primero en dar el golpe a la antigua monarquía y este elemento no podría transigir nunca con la reacción. La primera necesidad era combatir a los obreros, destruirlos, aniquilarlos. Pero los obreros eran los héroes de la República: la Francia los había visto con asombro combatir tres días detrás de las barricadas sin pedir después del triunfo otra recompensa que trabajo con que ganar pan para sus hijos. ¿Cómo, pues, hacerles caer del concepto en que sus obras les habían puesto? No había otro medio que presentarlos como perturbadores natos del orden social, y como tendiendo irresistiblemente a un estado en que el nivel de la incapacidad y de la barbarie había de pasar por encima de todas las cabezas. La igualdad quimérica que la naturaleza rechaza, era según sus acusadores, el único lema de la bandera de los obreros. Sin embargo, estos en todos sus pasos no habían manifestado otra pretensión que la de poder vivir trabajando. A las mentidas acusaciones de los reaccionarios, las masas de los obreros contestaban con la actitud más pacífica: las calles de París los vieron muchas veces caminar hacia el Hotel de Ville o el Luxemburgo a presentar las manifestaciones más sinceras de adhesión a una causa que ellos habían hecho triunfar. Difícil era por lo tanto turbar esta buena inteligencia. Las masas, con todo, ofrecían un flanco al descubierto, el de la miseria suya y de sus familias. Este flanco, pues, fue el que atacó la reacción del modo más traidor.

Exagerando los peligros de la situación, los reaccionarios habían logrado retraer a los comerciantes y paralizar las grandes industrias. «¿A qué trabajar, decían ellos, habiendo abierto a nuestros pies un abismo que acabará por tragarnos a todos? Avaros, retirad vuestro dinero, porque la codicia popular tiene abiertos sus cien ojos. Propietarios, retirad de vosotros esas masas famélicas, porque mientras trabajan sobre vuestras tierras están calculando el reparto que de ellas podrán hacerse el día en que el comunismo lleve a los pobres a ser ricos y a los ricos a convertirse en pobres. Fabricantes, cerrad vuestros talleres, porque cuando no les concedáis un sueldo más sobre su salario, incendiaran vuestros almacenes. El capricho popular está desatado y debéis temedle más que a otro alguno, porque es variable como los elementos infinitos de que se compone.»

Así en efecto, los hombres enemigos de la República cortaban a la industria su vuelo y hacían caer sobre la clase trabajadora el peso fatal de una paralización que dejaba millares de brazos ociosos. De aquí que conforme se cerraban los talleres particulares fuesen llenándose hasta rebosar los que en los primeros días de la revolución se habían abierto para evitar las inevitables consecuencias de un cambio social que había trastornado tantas fortunas. De día en día aquella carga se iba haciendo más pesada y complicando la crisis financiera de la República. En los últimos días de julio había cerca de 100.000 obreros que cobraban un jornal casi improductivo en los talleres nacionales.

Bajo la influencia de la crisis producida por los talleres, la reacción iba echando el descrédito sobre todos los hombres más eminentes de la revolución. Por una parte infundía en las masas desconfianzas respecto a sus naturales jefes, presentándolos como dispuestos a renegar de ellas, mientras que por otra trataba de distraer a los hombres del gobierno provisional de los cuidados de la revolución para presentarles la bancarrota como el único mal que debía evitarse, y que más que otro alguno comprometería la suerte del país. En tales complicaciones la reacción iba dividiendo los espíritus y apartando los hombres de inteligencia y de prestigio de los hombres de corazón y de fe revolucionaria. En las jornadas de junio fue cuando se vio por entero esta división. La milicia nacional y el ejército combatían al lado del gobierno y de la asamblea, pero con el sentimiento de ir contra hombres con quienes había fraternizado pocos días antes en un campo más glorioso. Había además un indecible presentimiento que les hacía ver como próximo el día en que habían de echar de menos aquellas masas de obreros para salvar la causa popular.

Las jornadas de junio las provocaron varias causas. La más íntima y poderosa era el agravio inferido a los obreros con la supresión de los talleres nacionales. Pero esta no era la única: los bonapartistas, los legitimistas y los orleanistas habían sembrado mucho oro para sacar de las entrañas de aquella población amontonada esa capa inferior que vive en la oscuridad del crimen, abierta siempre a la corrupción. Sin embargo, cuando la república política hubo vencido a la república social, todo el encono y todo el odio se echó sobre las cabezas de los obreros, que si bien habían sido instrumentos de quien les había arrastrado con su palabra a esperar alguna reparación a su suerte fatal, no eran los únicos responsables de la sangre que se había vertido.

Pero a la reacción le convenía así: encarcelar, deportar a los obreros era lo que le importaba: con esto desarmaba el brazo más poderoso y quitaba de enmedio el estorbo más insuperable a toda restauración.

Cuando los enemigos de la República han visto el campo libre de esas masas llenas de fe y de entusiasmo republicano, han seguido su obra, atacando a los hombres que ya no se podían defender. El primer ensayo, horrible porque abre las puertas a la más inicua de las reacciones, ha sido el intentado contra Luis Blanc y Caussidiere, que es el que ha dado origen a las sesiones de la asamblea. Después del golpe que acaban de dar, después de haber abatido esas dos cabezas, ya no debe haber nada que les arredre. Con sus maquinaciones y su corrupción han logrado atropellar el sagrado de la representación nacional, para ir a herir a dos de los hombres en quienes estaba más encarnada la presente revolución. Luis Blanc había sido levantado sobre las barricadas para formar parte del gobierno provisional. Él con su palabra inspirada había contenido más de una vez aquellas masas tumultuosas que tenían demasiados agravios que vengar para que no fuese en ellas la moderación la mayor de las virtudes. Los que ahora le han abatido acusándole de trastornador, son bastante ingratos para olvidar que él ha sido el que ha evitado los mayores y los más inminentes trastornos. ¿Qué hacían, en efecto, Thiers y Barrot y los demás jefes de la oposición monarquista, los días en que el pueblo, embravecido como un mar en tempestad, necesitaba de la voz de un Redentor para aplacarse? ¿Por qué entonces, cuando el tumulto se movía a sus puertas, no las abrieron para salir armados a combatir con la frente levantada los horrores de la revolución? Pues si ellos no lo hicieron porque no se creían bastante fuertes, ¿por qué pagan ahora la fortaleza del que salvó a la sociedad de una inminente catástrofe, con el desprecio y la infamia que ellos solos merecen?

¡Que Luis Blanc es socialista! Lo sentimos, porque conocemos todos los desvaríos que encierra esa palabra, aunque la santifica su principio; pero acaso esto implica en Luis Blanc una virtud más que no todos tenemos. Someterse al nivel del comunismo, ¿no es hacer la más completa abstracción de la importancia y la supremacía individual? Querer ser de los humildes y de los pobres cuando se tienen todas las dotes que la sociedad enaltece, belleza, juventud, talento, una palabra inspirada y un pasado simpático y aventurero, ¿no es una generosidad y un rasgo de magnánima mansedumbre de que no son capaces sus acusadores?

Además, en él no se ha atacado el socialismo, se ha tratado de atacar a la República en sus jefes más predilectos. Aun nos faltan unos días más para ver en el banquillo de los reos a los demás miembros del primitivo gobierno republicano, que no hayan comprado su seguridad por una defección.

Pero en un principio lo dijimos y ahora volveremos a repetirlo, ¿se deberá engreír la reacción por el triunfo que acaba de obtener? Muy lejos de esto nosotros creemos que ha de costarle amargas lágrimas. Al sacar de su cauce primitivo a la revolución por medio de los estorbos que oponen a su curso, no saben que las aguas se desparramarán sobre la sociedad, y que podrán arrastrar a los que más confiados las han contemplado desde la orilla.

Otro día tocaremos esta cuestión por los varios puntos que hoy dejamos intactos.