Filosofía en español 
Filosofía en español


José María Quadrado Nieto

Fe religiosa

La fuente de la verdad es única, como la verdad misma. Los que se obstinen en buscar otro manantial para divertir la sed que les acosa, podrán sí fabricar cisternas, según la expresión de Jeremías, donde recojan a duras penas el agua del cielo, terrosa ya y degenerada; pero no abrirse manantiales nuevos.

A menudo se nos habla de la fe y de la razón, como de dos antorchas; en nuestro concepto es inexacta esta expresión, en cuanto supone dos orígenes de luz distintos. Podrá la luz atravesar por tamices más o menos groseros, reflejarse en superficies más o menos tersas; pero la luz verdadera, la luz viva viene siempre de arriba; acá abajo no tenemos más luz, que esta que sacamos del seno de los cuerpos para disipar las sombras a algunos pasos en derredor nuestro, y que un soplo enciende y otro apaga. Esta es la razón: para contentarnos con ella es preciso resignarnos a sempiterna noche, o a vivir en las entrañas de la tierra; pero como el hombre aborrece naturalmente las tinieblas, ingrato con la fe que de tiempo inmemorial posee, como los pueblos meridionales con el sol que cada día les visita, presume que la luz reside en su entendimiento mismo, en este espejo que Dios le ha dado para reflejar la luz increada y hacerle levantar los ojos hacia arriba; y tomando el don por adquisición propia, e interceptando con su mano los rayos que producen el reflejo, contempla muy ufano su razón, sin que las tinieblas en que queda una y otra vez le escarmienten de su necio empeño. [6]

Escusado será advertir que no hablamos aquí de la fe como virtud teologal, ni aun como revelación en cuanto se limita esta palabra a la ley de Moisés o a la de Jesucristo; sino de la fe como vida del entendimiento, como primer principio de todo conocimiento humano. Tan imposible fuera a la razón individual dirigirse por sí sola, como al hombre engendrarse a sí mismo. Los entendimientos tienen también como los seres una generación, al extremo de la cual está la fe, como al extremo de la cadena de los seres está Dios. La fe puede llamarse la razón de las razones, como Dios el ser de los seres.

Por más que se apure el abismo de las negaciones, el entendimiento llega a una afirmación; necesita creer, necesita fijar un eje, al cual atar el primer eslabón de la cadena de sus pensamientos. La fe o la afirmación, que son una misma cosa en este sentido, es la condición de existencia de todo pensamiento; y si una alma pudiera suicidarse, no comprendemos otro modo, que el de cerrarse a toda fe y perderse en una duda sin límites. Pero el escepticismo verdadero es una quimera, porque el escéptico debe creer al menos en su razón que le sugiere el escepticismo; su razón es su fe, y en su estrecho círculo de conocimiento voltea sobre sí misma, como se adorara a sí mismo el ateo que llegara a perder la idea de toda causa primera.

Las verdades en el orden intelectual, como las existencias en el orden físico, se eslabonan visiblemente y vienen a parar a un punto mismo, que es el que llamamos a la vez Ser supremo y Verdad suprema. Si no queremos llegar hasta él, nos detendremos en un punto más bajo, en una atmósfera más crasa; atribuiremos nuestro origen a un ser menos grande e inmaterial, o reposará nuestra razón en una región menos elevada; seremos en una palabra idólatras y crédulos, ya que no religiosos y creyentes: pero la fe y la adoración, la dependencia intelectual: y física jamás podremos rehusarla a un ser extraño, ya que nosotros mismos [7] conocemos que, no son patrimonio nuestro la vida y la verdad.

Desde este punto eterno, centro de la creación, parten divergentes como rayos de esplendor todas las verdades; y nuestra razón no es, no, la luz a la cual debamos examinarlas; debe mirar solo su procedencia, y, cerciorada de que es Dios su punto, de partida, cerrar otra vez los ojos. La fe es la luz, los ojos son la razón; y así como de ambas cosas se necesita para ver, así deben concurrir la razón y la fe para que sea razonable el holocausto de nuestros entendimientos, y sean preservados de todo engaño, así como de rebeldía.

Concretando el nombre de fe a la única genuina y saludable que engendró la ley revelada primero a Adán, promulgada luego en el Sinaí, y cumplida por fin en el Calvario, se ha creído que las falsas religiones no eran más que aberraciones de la razón, concediendo en esto una especie de triunfo a los incrédulos y racionalistas, que cuentan así por suyos numerosos pueblos guiados por su misma efímera luz, por más que honren poco su sistema los extravíos en que cayeron aquellos. En nuestro concepto no puede decirse con mayor razón de los gentiles el que carecieran de fe, porque era errónea su creencia, que el que carecieran de Dios, porque no le adoraban con el debido culto. Nunca estará por demás hacer ver que el racionalismo como el ateísmo son una monstruosidad que sólo está, no diré en el corazón, sino en los labios del que los profesa. La fe, aunque alterada por la infiel transmisión o descompuesta en el prisma de las pasiones, era la que presidía en las naciones idólatras; fe en sus divinidades, fe en sus sacerdotes, fe en los agüeros, fe en la naturaleza insensible, fe en todo, menos en su razón, que en vano les mostraba lo absurdo de sus creencias; creencias, que si unas veces halagan su corazón depravado, les imponían otras durísimos sacrificios. Eran sus dogmas destellos de una luz primitiva, centellas separadas del foco, y que iban extinguiéndose una tras otra, pero no tanto por el soplo helado de la razón, como por el viento impetuoso de las pasiones. Tal [8] vez un impostor astuto o reformador atrevido recogía con ansia estas centellas, para encender con ellas un fuego profano que hacía mirar luego como bajado del cielo; tal vez un soñador entusiasta, de los que tanto abunda el Oriente, acababa por persuadir a su entendimiento lo que hacía delirado su imaginación, y con sus mentidas inspiraciones engañaba a los pueblos; siendo él propio la primera víctima de su engaño; de ambas clases creemos que los hubo entre los autores de las falsas religiones; pero siempre será cierto que los pueblos veían en ellos unos seres superiores, mediadores y representantes de la Divinidad, bajando el cuello a un yugo de fe tanto más duro, cuanto más cuestionable era su origen, pues la fe errónea e ilegítima degenera en superstición, así como la usurpación se apoya casi siempre en la tiranía.

Los filósofos fueron los primeros que enseñaron al los pueblos a sacudir el yugo con las armas de la razón, y sin embargo de lo degradante de este, y de las luces y tal vez buenas intenciones de aquellos, puede dudarse si su aparición produjo más daños que bienes a la humanidad. Por un Sócrates, que bebiendo la cicuta predicó mudamente la paz dé la virtud y la inmortalidad del alma; por un Platón, cuyo ojo penetrante veía desde la altura de Sunio el albor naciente del cristianismo; hubo mil y mil sofistas, que profanando la razón, hicieron de ella una pasión más, y que destruyendo los templos sin construir nada en su lugar, se divirtieron en apagar las débiles centellas que guiaban aun a las sociedades, y en cortar los flojos lazos que las unían. La época de los filósofos fue para Grecia y para Roma la época de las revueltas y de los tiranos; la razón se convino con la superstición en no dejar existentes más que sus males y errores, trayendo en dote otros tantos; perdiese toda idea de verdad y de virtud; y estremece el cuadro que hubiera presentado el mundo bajo el imperio romano, si hubiera tardado algo más en aparecer el cristianismo. El preparar a este el camino fue tal vez [9] el único bien que produjeron sin saberlo los filósofos de la antigüedad, aunque para nosotros que creemos en los destinos inmortales de nuestra religión, no con menos presteza a su aparición se hubieran derrumbado los ídolos de sus altares sin la primera sacudida que les habían dado los sofistas griegos.

Sólo Dios podía reparar la humanidad, y solo Dios podía ilustrarla: la razón del hombre era tan impotente para esclarecernos, como su sangre para redimirnos. A Dios solo debíamos creer; y su Verbo divino, su Palabra, fue el promulgador visible de esta ley sublime, por la cual se reservaba exclusivamente el dominio sobre nuestra razón, o nos daba, por decirlo así, una razón nueva. No podía la mente humana subir a mayor altura que refundiéndose en cierto modo en la de Dios, quien viendo la debilidad de sus alas la elevó e hizo penetrar de repente en el santuario más recóndito de su gloria para mostrarle los tesoros de su grandeza. Tales son los misterios; ¡y el hombre se queja de ignorar el camino por donde llegó allá, y reputa tinieblas su luz vivísima, porque sus ojos carnales no pueden sostenerla! No comprendemos cómo hay quien vea una sujeción impuesta en el acto de abrirnos Dios sus arcanos y dejarnos espaciar por el mar inmenso de su sabiduría: sujeción fuera, si se hubiera mantenido inaccesible, encerrando nuestra alma en el estrecho círculo de los sentidos. Creer en Dios es más que saber, porque no hay fuente de ciencia comparable. Con igual motivo podríamos quejarnos de la creación que de la revelación, pues si esta supone anterior ignorancia, aquella supone la nada anteriormente.

La humildad es el sentimiento justo de la inferioridad, así como el envilecimiento es un exceso de sujeción indebida: la fe por tanto humilla al hombre, más no le envilece; sujeta su entendimiento al Criador, mas le exime del dominio de las criaturas, y de su propia falibilidad; su dependencia de Dios y de sólo Dios es la mayor de las grandezas. Y para librarle del riesgo de engañarse y de ser engañado, tomando por voz [10] divina la que no lo fuere, y dejar al mismo tiempo su razón con independencia bastante para hacer de la fe un acto meritorio, estableció Jesucristo un órgano visible para trasmitir su voz, constituyó la Iglesia, que no es cuerpo intermedio entre Dios y el hombre, es Dios mismo en cuanto la voz es una misma cosa con los labios: institución admirable que así concilia la seguridad del hombre con su independencia, y que entrega en brazos de la fe la razón que ha conquistado!

Cuando esta sencilla y grandiosa doctrina, que revelando al hombre el origen de su existencia y de su pensamiento le muestra el término al cual deben ir a parar, no tuviera otro apoyo de su veracidad, que la prontitud, o más bien instantaneidad con que se propagó, bastaría para que reconociéramos en ella el espíritu de Dios, así como su mano en lo súbito de la creación. La razón humana descubre lentamente las verdades, y las propaga más lentamente: modifica, pero no crea; y si llega a cerrar los ojos a la fe, reteniendo las especies que recibió cuando despierta, las combina bajo una forma más o menos extravagante: de aquí se ve con cuánta propiedad se llaman sueños sus teorías, en cuanto son restos de verdades aglomeradas en monstruoso conjunto. Y sin duda para manifestar esta diversidad permitió Dios que al lado de su obra se desarrollara la de los hombres; permitió que se desmembraran de su naciente iglesia, y la acosaran sectas innumerables y poderosísimas hijas del racionalismo filosófico de Atenas y de Alejandría: el filosofismo se envolvió con el disfraz de cristiano para socavar mejor los cimientos del cristianismo; pero este, después de una lucha más terrible mil veces que la que sostuvo contra la idolatría, triunfó del orgullo de la razón como de las prevenciones de una fe errónea y extraviada.

Los pueblos nuevos tienen más fe, más vida en el entendimiento, como más robustez en su existencia: su espíritu, no adulterado aun, refleja mejor la luz que se le comunica. La superstición de los pueblos septentrionales era a la del imperio [11] romano que invadieron, lo que la ignorancia de un niño a la árida decrepitud de un viejo; y así cuando plugo a Dios llamarlos para formar con ellos una sociedad nueva, hija exclusiva del cristianismo, brilló la fe sobre aquellas naciones vírgenes con un esplendor tan puro, que nunca pudo lograr entre los degradados romanos del imperio bizantino; siendo notable que de la raza romana salieron los heresiarcas de los ocho primeros siglos de la Iglesia, de la raza bárbara ninguno. Largos siglos dominó la fe en aquellas sociedades que ignoraban, por decirlo así, que la tuvieran, pues creían no tanto por dictamen de su razón, como por necesidad de su espíritu, y porque otra cosa no juzgaban posible, sin ser por esto su fe menos verdadera, sino más perfecta, como no dejara de ser vida la de un hombre que no comprendiera la muerte. Mucho se han zaherido la sutileza e inutilidad de ciertas disputas escolásticas entonces en boga; pero nosotros, sin negarla, vemos en ello un síntoma feliz para la vida intelectual de aquellas generaciones, cuyo círculo disputable, del que necesita siempre el espíritu humano para mantener su actividad, estrechado más y más por la fe, se veía reducido a jugar sobre palabras, porque estaban fuera de su alcance las cosas. Y si alguna vez estos que podemos llamar torneos del espíritu pasaban algo más allá del límite vedado, se debían en gran parte sus extravíos al peripateticismo, a este monumento filosófico, resto de un mundo antiguo ya del todo arrasado, que en los siglos de fe había quedado en pié por una extraña anomalía, y que con una especie de fe sólo inferior a la divina era también acatado. Ahora por cierto, si se atiende a las materias ventiladas, no adolecen de ridiculez ni de vaciedad nuestras disputas; en el seno de los palacios, al pié de los altares, en las escuelas, en las calles, donde quiera se ha trabado la lucha, y el mundo todo es un campo de batalla: grande es el vuelo que ha tomado en este siglo el espíritu humano, si su grandeza, como la de la tempestad, es en proporción de lo que destruye. Tal vez no se ha notado bastante [12] esta diferencia entre la fe y la razón, entre la ciencia de Dios y la del hombre; la primera es positiva y afirma, la segunda es ciencia negativa y se mide por lo que ignora o lo que duda. El espíritu humano sabe tanto más cuanto más de lleno le ilumina la fe, así como la luna se nos presenta más o menos llena conforme la parte que vemos de su hemisferio iluminado por el sol.

No hay mayor enemigo de la fe, según observó ya Bacon, que la ciencia incompleta; pues no divisando más que puntos aislados sin el lazo que los une, hechos sueltos cuya relación y conjunto se esfuerza vanamente en adivinar, encuentra en aquellos huecos, si no los llena la fe, otros tantos abismos en que naufraga sin remedio su razón. Por esto fue irreligiosa por lo general, como incompleta, la ciencia del siglo pasado, aun prescindiendo de las malas pasiones de los que como arma la esgrimían; por esto indispensablemente va volviéndose religiosa la nuestra conforme se va completando; por esto en fin nunca puede pasarse sin fe la ciencia humana, porque acá en la tierra nunca llegará a su complemento.

Empezó el examen y la duda en el orden científico: lejos de nosotros el condenarla absolutamente, ni de pedir inviolabilidad para alguna autoridad humana al par de la divina; pero orgulloso el espíritu con lo que en este campo creyó haber conquistado, es decir, destruido, se elevó de este mundo que entregó Dios a las disputas de los hombres a otro inaccesible, y no bastándole las fuerzas para llegar a él, creyó más cómodo negar su existencia: Ya desde el principio había peleado la herejía contra la fe, oponiéndole caprichosas cortapisas por entre las cuales no dejaba pasar de su luz sino lo que quería, obligándola a tomar las formas que imaginaba; ya el protestantismo desde el siglo XVI había roto la cadena que liga a Dios con los hombres, y la razón de estos con su razón suprema, dejando sueltos todos los anillos en medio de una anarquía intelectual, que en vano pretendía remediar fijando un nuevo [13] centro de autoridad y un eje, aunque mucho más bajo, en el cual terminaran eslabonadas las razones individuales ambos sistemas destruían la fe, la herejía quebrantando su indivisible unidad, el protestantismo socavándola por sus cimientos; pero ambos hipócrita o sinceramente mandaban aun en su nombre, y valiéndose del elemento anárquico para destruir, usaban de principios de unidad y gobierno para apoyar el suyo. Débil al par que degradante debía ser esta ilegítima autoridad, y la razón no tardó en destruirla, proclamándose francamente a sí misma, y llevando al último estreno la negación, en medio de la cual ella sola dominaba como sobre un campo de ruinas. La incredulidad en el orden intelectual, y la anarquía en el social, tal fue en el último siglo el reinado de la razón; y cuando los revolucionarios franceses quisieron personificar en una divinidad su idea dominante, no encontraron otro nombre que darle, que aquel tan hermoso y acariciado por los filósofos de aquella generación, y padrón ya para las venideras de sangre, de crimen y de locura.

Pero todavía faltaba un paso más que dar: la razón había producido la nada, y ella misma podía muy bien no ser otra cosa que la nada. ¿Por qué había de existir ella sola en el caos universal? qué certidumbre más tenía de su existencia que de la de cuanto le rodeaba? ¿dónde estribar los pies? ¿dónde sentarse? Debía acabar por negarse a sí misma desesperadamente, como aquellos sitiados que después de haber pegado fuego a su ciudad se arrojaban por último a las llamas. La incredulidad terminó en el escepticismo; pero el escepticismo tampoco puede ser estable en el entendimiento, porque se destruye a sí propio; no le queda más recurso que refugiarse en el corazón con el nombre de indiferencia, materializando en cuanto le es dable el espíritu, y sofocando todo pensamiento con la actividad de las pasiones. Tal es pues la fatal escala que desciende la razón abandonada de la fe, tal es la monstruosa generación de la mentira: el error produjo la incredulidad, esta el [14] escepticismo, el escepticismo la indiferencia; y este que es realmente un progreso en el mal, podemos mirarlo como un bien en cuanto se va acercando más a su término, porque el error seguido en todas sus lógicas consecuencias es un círculo que por último viene a parar otra vez a la verdad. El que duda en efecto está más cercano de creer que el que niega, y el que huye de la discusión con un necio qué me importa? si bien más degradado confiesa tácitamente que en la región del entendimiento la fe no puede sufrir enemigos, que solo del corazón pueden levantarse los infectos vapores que la obscurezcan, que es preciso creer en una palabra, o aniquilar el espíritu, en cuanto está en la mano del hombre aniquilarle a fuerza de embrutecimiento y de goces materiales. Cuando reina la indiferencia, ya no se traba la lucha entre la razón y la fe, sino entre la fe y las pasiones; ya no se dice esto no es verdadero, sino esto no me conviene: mas como semejante argumento prueba muy poco acerca de la realidad de una cosa, y el entendimiento jamás enmudece del todo, tarde o temprano disipa la verdad la densa neblina, y muestra que solo es conveniente lo verdadero.

Cuando la fe brilla con toda su luz y calor todo lo arrolla, intereses y pasiones; pues siendo tal la naturaleza del corazón que se lanza a lo que como bien se le presenta, ilustrado por la fe acerca del valor verdadero de las cosas, no pudiera menos de apetecer siempre el bien moral, de suerte que con una fe siempre viva sería imposible el pecado. Las faltas de la voluntad van acompañadas siempre de un error práctico en el entendimiento, error culpable porque es efecto de las pasiones. Así una fe sin obras se llama muerta, como una centella oculta entre cenizas; podréis extinguirla, pero no quitarle sus cualidades inherentes, el calor y la luz. Cuando un error formado lentamente por el hálito corrompido de las pasiones ha usurpado a la fe el dominio del hombre, no digáis que ha sido vencida y desalojada, sino que ella había ya desaparecido, dejando vacío el trono en castigo de la prolongada rebeldía de la voluntad. No [15] hay ningún apóstata que no haya muerto la fe en su corazón antes de renegarla con los labios.

Estas reflexiones que nos muestran el imperio de la verdad sobre el corazón humano, nos tranquilizan también acerca del término de esta letal indiferencia que embarga a nuestras sociedades, y que ha convertido la Europa en un vasto bazar o en un harem voluptuoso. Cada día se nos ponderan los adelantos industriales, los descubrimientos científicos, el movimiento comercial, los refinamientos de civilización que debe a nuestra época la humanidad: pero ¿qué mucho, si se ha encarcelado dentro de este círculo al espíritu humano, si se estudia la materia, se goza la materia, se explota en todos sentidos la materia? No parece sino que a toda costa se trata de ahogar el pensamiento, ora con el ruido de las máquinas, ora con el humo embriagador de los placeres; pero nunca tal vez se había manifestado aquel tan vivo, tan inquieto, tan turbulento: su agitación se parece a las convulsiones del animal a quien se privara del aire necesario a su respiración. Difícil será a la edad futura, y lo es acaso para muchos de la actual, el comprender el carácter de este siglo, el conciliar tanto bienestar físico con tanto malestar intelectual, tanto materialismo en las costumbres con tantas ansias y vacío en el corazón, tanta frialdad con tanta exaltación, tantos goces con tantos padecimientos, y por último esta mezcla de indolencia y agitación, de muelle letargo y de febril delirio que le acosa: pero todo se explica en nuestro concepto diciendo, que se han dividido el dominio del siglo el escepticismo y la indiferencia, esta risueña, indolente, egoísta, vuelta de frente al mundo material; perdido el otro en las regiones del pensamiento, anhelante, desconsolado, presa de la misma desesperación del que rodara, sin poder hallar fondo, de abismo en abismo. He aquí en gran parte los hijos de este siglo, escépticos o indiferentes conforme su edad, sus ocupaciones y la naturaleza de su alma; los primeros hombres de estudios y jóvenes particularmente, los segundos [16] hombres de mundo y de negocios; aunque más a menudo alternan ambos males en un mismo individuo a horas y en casos distintos. La materia goza y canta sobre sus tesoros, el espíritu gime sediento de verdad; pero francamente nos estremecen más aquellas risas y alegrías que estos lamentos, y si algo nos hace esperar en la salud del enfermo son sus ayes y quejidos.

Sea como fuere, aun en lo presente tan lamentable como es, vemos un bien, y es que la razón queda herida de muerte, como árbitro y legisladora. Todas sus transacciones con la fe, todos sus sistemas o teorías más o menos especiosas y estables, todos los puntos intermedios y principios de autoridad que entre Dios, y la nada habían pretendido fijarse, todos han caducado ya y ha sido reconocida su ineficacia. En un punto convienen la fe y el escepticismo, en la nulidad de la razón; aquella para alumbrarla, este para condenarla a obscuridad sempiterna. El que con ella se encuentre mal hallado no tiene más recurso que refugiarse a la fe; pero el que niegue la entrada a uno solo de sus rayos, recaerá sin remedio en la obscuridad. Por esto nos parece que se equivocan acerca de las necesidades y exigencias del tiempo los que aun en defensa de la verdad hacen gala de un espíritu harto raciocinador, y nos guían a su conocimiento por caminos tal vez los más ingeniosos, pero largos y arriesgados: este siglo está cansado de razón. La grande alternativa que se agita es fe o escepticismo, luz o tinieblas, todo o nada.

Hasta aquí nos ocupó la fe religiosa, y no es culpa nuestra si a menudo se rozó el hilo del discurso con otras clases de fe que no miran especialmente a religión, porque las verdades de todo género se eslabonan. Tal vez desarrollaremos en un plan más vasto algunos puntos que nos ha impedido ampliar la necesidad de pasar a otras materias.