Filosofía en español 
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Variedades

[ Concepción Arenal ]

El periodista

El geólogo lee en los terrenos sedimentarios la historia de las revoluciones que ha sufrido el mundo material: las especies fósiles que se han extinguido pueden por su organización darle alguna idea de lo que era el mundo físico en las remotas edades en que vivieron: es preciso haber estudiado mucho para poder leer en el gran libro de la naturaleza; sus páginas están rotas a veces, pero al menos las que existen son auténticas, no es posible alterar su contenido; y si el fanatismo o la ignorancia le interpretan mal, al fin llega un tiempo en que se le da su significación verdadera.

Menos afortunado el que se dedica al estudio de las ciencias sociales, busca en vano la verdad al través de inexactitudes, errores, omisiones; y cuanto más estudia, duda más, y menos comprende los siglos de que habla la historia. ¿Qué nos queda de las civilizaciones antiguas? De algunas, un nombre; de otras, las ruinas de sus palacios y templos; de las que más, algunas leyes, la forma de sus armas, de sus máquinas de guerra, de sus imperfectas naves. De la vida íntima, de la vida del corazón y de la inteligencia, nada, casi nada.

Como los cambios del mundo físico producen variaciones en los seres sujetos a su influencia, las revoluciones del mundo moral y político los producen también en las sociedades humanas. Según las diferentes condiciones sociales, mil variedades del hombre nacen, viven y perecen, y el filósofo no tiene medio de saber lo que fueron. La historia se ocupa de lo que menos importa, y guarda silencio sobre lo que podría darnos ideas exactas.

¡Cuántas especies de hombres útiles o perjudiciales, desgraciados o felices, interesantes u odiosos, han pasado sin dejar huella alguna de su existencia! Antes cada civilización, ahora cada siglo, ve desaparecer una o muchas variedades del hombre moral, y ve también alzarse otras. En nuestros días hemos visto desaparecer el fraile, la manola, el muchacho de la candela, tipo digno de estudio y de compasión, que pereció sin ser estudiado, como tantos otros; en nuestros días, también, aparece el periodista.

El periodista es una desdichada variedad del escritor; es en el mundo de la inteligencia el obrero condenado por su mala suerte a trabajos insalubres. Como tiene que trabajar todos los días, a todas horas, en todas las condiciones y sobre todas las materias, es preciso que sea superior a su obra, hasta el punto de no reconocerse a veces en ella; y cualesquiera que sean sus tendencias y opiniones, llámese Larra, Balmes o Carrel, sufre mucho.

El periodista no puede estudiar nada, porque necesita hablar de todo. Para él no hay ayer ni mañana; tiene que concentrarse en hoy. Si mira un poco más atrás, un poco más adelante, podrá no tomar el tono que conviene, y antes que todo debe ser oportuno. Este es el primer círculo de hierro que la necesidad pone a su inteligencia.

El periodista, al hablar de las cosas, tiene que pensar en los hombres; necesita construir el camino por donde viaja; de manera que la marcha es lenta e imperfecta la construcción.

El periodista necesita comprender a los que valen más que él, y hacerse comprender de los que valen menos; ha de desleír su pensamiento en palabras de tal modo, que no abrume al discreto y sea comprendido por el ignorante, especie de gimnasia que más veces abruma las fuerzas que las fortifica.

El periodista no ha de ir con la opinión, ni tampoco oponerse a ella; como el timón de un barco que va a la sirga, sigue una dirección dada, inclinando un poco la nave para que no se estrelle contra la orilla

El periodista no ha de dejar ir su pensamiento tan alto que no se vea, ni tan bajo que tropiece o se manche, de tal modo que todos crean alcanzarle, y sólo los de más estatura le toquen.

Para vencer tales dificultades, el periodista necesita fe, y es difícil que la conserve. Un día formula sobre el papel su pensamiento más fecundo, los más elevados y dulces sentimientos de su corazón. Al terminar, queda casi satisfecho de su obra, y espera tranquilo el sonido de los mil ecos que van a repetir su voz. ¡Esperanza vana! Los sonidos no se propagan en el vacío. Su corazón palpita al ver que alguno toma para leerle el papel donde vertió la mitad de su alma; su impaciente mirada sigue la indiferente del lector, que ve el artículo, le lee, y responde al que pregunta: –¿Qué trae el periódico? –Nada. –¡Nada! Piensa el escritor que se ha olvidado de que los periódicos, cuando no refieren algún suceso, no traen nada.

El periodista repite la triste prueba y pierde su más hermosa ilusión. Una noche medita profundamente, y con ese recogimiento del que ha madurado una idea toma la pluma, pero la arroja al punto; en sus labios aparece una sonrisa amarga como la de un loco, y dice: ¿para qué? Este terrible para qué, crece, crece, crece como una quemadura de fósforo, e invade hasta los últimos pliegues del corazón. ¿Qué será el periodista después que la realidad le ha tocado en la frente con su mano helada? ¿Qué será? La suerte y el temple de su alma decidirán, pero no será jamás lo que pensaba y quería ser. Tal vez el mundo le prepara indemnizaciones, como las que da la patria a sus mutilados hijos: el pan, en cambio de un miembro que les falta, o de la luz que ya nunca verán más.

¿Y tú, público, que pronuncias la palabra periodista con muestras muy equivocas de aprecio, veamos qué exiges y qué ofreces al pensador que consiente en hacerse hombre, y decirte todos los días cosas muy vulgares, muy sencillas, que tú crees pensar solo, y que no obstante no te las dirías sin él?

¿Qué exiges? El periodista ha de ser pobre por que necesitas un periódico casi gratis, ha de ser independiente, porque es siempre fácil la virtud que han de practicar los otros, ha de estar pronto cualquiera que sea el estado de su alma a ocuparse de lo que te preocupa, aplicando el cauterio de la necesidad para restañar la sangre que tal vez destila su corazón destrozado. El periodista ha de ser omnisapiente y dar su parecer razonado sobre todas las materias. ¿Cómo, dónde ha de haber adquirido tanta ciencia? Eso es cuenta suya. La del público se reduce a pedirle que improvise discursos meditados, que sea grave en los artículos de fondo, ameno en el folletín, festivo y picaresco en la gacetilla. ¿Y en cambio? En cambio el público ofrece su indiferencia.

¡Dichoso el que escribe un libro! Allí puede verter todo su pensamiento sin que la necesidad bajo la forma de censura, de público, ni de partido, le imponga condiciones, sin que su inteligencia tenga otros límites que los que le señaló el Supremo Hacedor. ¿Hoy no es comprendido? Lo será mañana, después de mañana, o en el siglo que no ha empezado aún. Si su idea es fecunda puede depositarla confiado en brazos del tiempo que llevará a la posteridad el sagrado depósito. ¿Hoy está solo? En las generaciones venideras tendrá compañeros que le saludarán hermano, y le harán justicia. ¡Dichoso el que escribe un libro!

Pero el que arroja sus ideas a ese abismo sin fondo que se llama periódico; para ese no hay posteridad. Ved si no la indefinible expresión de desdén con que el lector, después de mirar la fecha de un periódico, dice: «Es de ayer.» Cierto. ¿Cómo se concibe que haya nada que merezca leerse en un periódico de ayer? La probabilidad remota de que su voz halle eco, dura para el periodista un instante, un sólo instante, pasado el cual se pierde en el olvido. Y luego, el periodista no tiene nombre, su individualidad se sacrifica a la idea; su yo se pierde en el ser colectivo; al hablar, dice nosotros; es más y menos que un hombre. ¿Cómo se llama? Nadie lo sabe. ¿No basta que su pensamiento quede sepultado? ¡Oh! no basta todavía; es preciso que le vea descender a una tumba sin epitafio.

 


No sólo varios periódicos de Madrid sino también muchos de provincias, han copiado el notable artículo que publicamos poco tiempo hace con el título de El periodista.

Llamamos la atención sobre esto con tanto más placer, cuanto que este artículo es debido a la pluma de una señora a quien apreciamos mucho por su talento y sus virtudes, la señora doña Concepción Arenal de Carrasco, viuda del señor don Fernando García Carrasco, colaborador de La Iberia, que falleció a principios de este año como anunciamos a su tiempo en nuestras columnas.

Esta señora desde la muerte de su esposo nos ha favorecido con varios artículos de todos géneros, siempre meditados y siempre notables; uno de ellos ha sido el que ha dado ocasión a estas líneas que escribimos a riesgo de que ofendan a su modestia, para que sirvan de testimonio de nuestra gratitud, e impidan que quede oscurecido el nombre de una escritora tan digna de mención por su talento, su laboriosidad y sus conocimientos nada comunes.

Estimaríamos de los periódicos que han copiado el artículo de El periodista que publicasen también estas líneas.