Filosofía en español 
Filosofía en español


[«Max Stirner… ha maldito como una tiranía opresiva la religión del humanismo, que es la negación de toda idea religiosa»]

La Época. Jueves 7 de marzo

La falta de creencias religiosas, el desconocimiento de los dogmas de la fe, las cuestiones suscitadas sobre los principios y las consecuencias de las diversas religiones, y en particular de la religión cristiana, han sido siempre funestas a las sociedades, introducido en ellas la relajación de los más sagrados vínculos, y causado al fin venganzas y guerras sangrientas y terribles, mucho más sangrientas y terribles aun que las guerras civiles. Esta verdad histórica de todos los tiempos se halla también confirmada por muchos ejemplos del nuestro; y aunque, es cierto que los desórdenes, las violencias y las guerras no se hacen hoy en nombre de la religión, no es menos cierto que a los unos y a las otras conduce la falta del freno de los sentimientos religiosos, las malas pasiones que él no modera o contiene, las sectas políticas cuyo fundamento estriba en la negación o en la exageración de esos sentimientos, de todo principio religioso incontestable, necesario para la conservación de las sociedades: el culto a la razón deificada y sustituido al culto del Altísimo; el espíritu de mansedumbre, de resignación, de esperanza en una vida futura y eterna, reemplazado por el espíritu de rebelión, de impaciencia, por el deseo de goces en una vida presente y efímera; la caridad divina, que manda al rico dar lo necesario para el sustento del pobre, pero libre, espontáneamente, con la esperanza solo de alcanzar el cielo, exagerada hasta el sistema igualitario, hasta la fuerza, hasta la depredación; la familia, como la propiedad, bases constitutivas de toda sociedad, principios eternos de toda religión, desconocidas y negadas por esas sectas a nombre de la libertad, de la libertad que calumnian, de la libertad que en su boca es ya una decepción, de la libertad cuyos más terribles enemigos son.

A esas sectas políticas y religiosas van hoy a refugiarse los incrédulos, los ambiciosos, los demagogos, los trastornadores que empiezan por trastornar los principios eternos de la religión para trastornar y destruir en seguida los gobiernos y las sociedades, para asentar su dominación sobre el caos, la desmoralización y las ruinas. A esas sectas funestas se deben la revolución de febrero, el hundimiento del trono de Francia, las sangrientas jornadas de junio, la infausta muerte del arzobispo de París, glorioso mártir de una causa santa; a ellas se debe la terrible actitud de los partidos en ese mismo país, como se le deberán los desastres que pueda ocasionar una nueva lucha entre el poder y el socialismo, lucha cada día más inminente, más inevitable, y al parecer más fatalmente necesaria. ¿A la revolución de febrero, a las sectas políticas y religiosas de otros países, no se debe también el degeneramiento de los cambios políticos que habían tenido lugar en ellos, la precipitación de los que se preparaban pacífica, legalmente, por la sola influencia del espíritu del siglo, el retardamiento de la libertad que asomaba majestuosa y preponderante por los horizontes de la Europa? ¿La libertad de los estados pontificios no se convirtió en licencia, en desorden, en anarquía bajo la influencia de las sociedades secretas que pedían la separación del poder temporal del Papa de su poder espiritual? ¿Qué era esto sino una tendencia religiosa y política a la vez? ¿La libertad de Italia no sucumbió en unas partes a estos mismos golpes, no la impidieron ellos en otras? ¿Quién hizo más contra la libertad y la unidad de la Alemania que los demagogos que la invocaban como su objeto supremo? ¿Quién es culpable de los excesos que precipitaron y ensangrentaron la revolución alemana, lentamente preparada, prudentemente inaugurada por un sabio espíritu filosófico y liberal? Las sectas demagógicas religiosas y políticas de que en el norte de la Alemania era jefe y doctor Max Stirner; ese hombre que se ha burlado de la inocencia de Proudhon, que ha maldito como una tiranía opresiva la religión del humanismo, que es la negación de toda idea religiosa; ese hombre, en fin, cuya filosofía resume un escritor francés en estas horribles palabras: «No solo no existe Dios, sino que el mismo género humano no es más que un ídolo falso, y el amor a la humanidad una frailesca hipocresía. Yo soy solo en este mundo; solo yo existo; mis goces, mi poder, mi libertad no pueden ser limitados por ninguna creencia, por ninguna regla, por ningún derecho contrario a mi derecho.» ¡Filosofía horrible y subversiva que hace imposible todo orden, toda religión, toda sociedad!

Por fortuna, las doctrinas del socialismo y del ateísmo no han penetrado en España: por fortuna, mientras que ellas hacen estragos en otros países, mientras que, después de guerras sangrientas, los mantienen aun en perpetua agitación, en lucha constante, en la inminencia de una catástrofe, en nuestro país se extienden y fortifican cada día más los sentimientos religiosos. A los poderes públicos les debemos la conservación de la paz en medio de la guerra general: a la providencia, que para ello nos ha visiblemente protegido, la vuelta a los sentimientos religiosos de los que ponían en duda su verdad, su bondad y su eficacia; su extensión y su afianzamiento.

Ved si no el espectáculo que hoy ofrece la España. Una prolongada sequía amenaza con la esterilidad de los campos, y ha llevado ya la consternación, la miseria y el hambre a millares de familias. De todas partes se elevan los ojos al cielo; de todas partes se dirigen preces al Señor para que remedie tan aflictivo estado, y la ansiada, la benéfica lluvia no tarda en venir a fertilizar los campos, a proporcionar trabajo a los jornaleros, pan a sus hambrientos hijos, esperanzas a los labradores. Durante su miseria, ¿han manifestado estos jornaleros su descontento pronunciándose en rebelión contra los ricos, contra el gobierno, contra la sociedad, como se pronuncian en otros países? No: han pedido a la sociedad socorro, trabajo al gobierno, una limosna a los ricos por el amor da Dios. En Valencia es donde más se ha hecho sentir la sequía, y cuando las sagradas imágenes han salido en procesión de rogativa, ese pueblo cristiano lleno de fervor religioso ha manifestado su alegría, su fe, su confianza en la misericordia del Señor con actos de indescribible entusiasmo. Y la misericordia del Señor ha correspondido a las esperanzas de sus fieles.

En todas partes, por último, y de todos modos, se revela que el espíritu religioso va adquiriendo nuevas fuerzas en la católica España. Ved aquí a algunas vírgenes que después de haber pasado muchos años en la oración y en el recogimiento del claustro, tan luego como se les alza el impedimento de profesar, consagran su vida a Dios entre las simpatías y la admiración de las clases más elevadas y más felices; ved allí a más de un centenar de misioneros que parten a predicar la fe, arrostrando tranquilos y gozosos los peligros casi ciertos de su misión, a las apartadas regiones de la Australia. Ved cómo de todas partes acuden o se preparan a acudir a Sevilla las personas de fortuna a presenciar los sacrosantos misterios de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo que celebra aquella iglesia con gran majestad e inusitada pompa; ved cómo en esa misma ciudad un pueblo numeroso se agolpa ansioso a oír la palabra de su ilustrado y virtuoso pastor; cómo en toda España acuden a los templos durante esta época de ayuno y penitencia personas de todas clases y jerarquías.

Consolador es semejante espectáculo en estos tiempos de duda y de filosofía, en medio del espectáculo tristísimo que nos ofrecen las demás naciones. Hoy no hay en España un hombre medianamente ilustrado que no sienta la necesidad de proteger, de extender, de fortificar los sentimientos religiosos que son innatos en el pueblo español, y de qué solo pudo parecer carecía durante el vértigo de la revolución. El deber del gobierno, el deber de los partidos de orden, el deber de todos los hombres religiosos es contribuir a ese fin, haciendo inculcar y grabar en el corazón de los pueblos, por medio de un clero ilustrado y virtuoso, por medio de la instrucción primaria, los principios de la moral eterna, de la religión verdadera, de las bases de toda sociedad, tan distantes del fanatismo como de la impiedad. Así corresponderemos a los beneficios de la Providencia que nos ha librado del azote del cólera y del azote de la guerra que últimamente ha afligido al mundo, y que hoy, con las esperanzas de sucesión del trono, nos inspira esperanzas de un porvenir lisonjero.