Filosofía en español 
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Variedades

Lamennais

Hace pocos meses, observa un periódico de París, que Francia llevaba el luto de uno de sus sabios más ilustres y populares: hoy llora a uno de sus ingenios más profundos y de sus escritores más eminentes. Al ver extinguirse, en tan breve intervalo, dos hombres como Arago y Lamennais, cualquiera diría, según la bella expresión de Shakspeare, que la muerte tiene a orgullo el arrebatarlos de este mundo.

Roberto Felicitas de Lamennais nació en Saint-Malo, en Junio de 1782, de una familia de armadores ennoblecida por reales cédulas de Luis XIV, y en la misma calle que trece años antes había visto nacer al autor del Genio del Cristianismo. Habiendo perdido a su madre muy joven, quedó abandonado a sí propio desde la más tierna infancia, porque su padre entregado por completo a los negocios y arruinado por el empréstito forzoso no tenía el tiempo necesario para ocuparse de su educación. Aquella precoz soledad, aquella prematura pérdida de las caricias maternales, contribuyeron a dar a su carácter cierta gravedad impropia de sus años, y a hacerle amar con un ardor instintivo el estudio. Una antigua criada de su madre fue su primer maestro, y a los nueve años recibió de su hermano mayor las primeras nociones del latín.

Pero la lentitud de los antiguos métodos no tardó en impacientar aquella ardiente imaginación: quiso acabar de una vez su educación, y salió tan bien con su intento, que a los doce años traducía admirablemente a Plutarco y a Tito Livio. Entonces fue confiado a un tío, que vivía en el campo, y que para hacerse dueño de aquel espíritu indomable, le encerraba por castigo días enteros en su biblioteca. El joven Lamennais, lejos de quejarse de aquella cautividad, hallaba tales atractivos en su prisión, que nunca quería salir de ella. La biblioteca tenía dos compartimentos, en uno de los cuales se hallaban reunidos todos los libros reputados como peligrosos, heterodoxos, filosóficos e indignos de ser leídos por sus doctrinas. El joven escolar los devoraba con la mayor ansiedad. Allí leyó a Rousseau, todo entero, y en las opiniones del filósofo ginebrino halló el germen de las aspiraciones democráticas, que más tarde debían madurar en su alma.

Por el espeso velo que envuelve los primeros años de Lamennais, se percibe una gran desgracia y un profundo dolor, que afectando a una alma tierna y ardiente le obligó a refugiarse en la fe religiosa y en la vida cristiana, como el único puerto de salvación. A los veinte y dos años su vocación al sacerdocio era tan decidida que entró en calidad de profesor de matemáticas en el seminario de Saint-Malo. En esta época, 1807, publicó la traducción de un libro ascético de Luis de Blois, titulado Guía espiritual.

En 1808 vieron la luz pública las Reflexiones sobre el estado de la Iglesia, obra que se distinguía ya por la dureza en la forma y el vigor del pensamiento que caracterizan el talento de Mr. Lamennais. Como este libro encerraba algunas ideas audaces sobre la reforma del clero francés, fue recogido. En 1812 apareció la Tradición de la Iglesia sobre la institución de los Obispos, destinada a combatir las ideas emitidas por diferentes autores que pretendían que la Silla Pontificia no tenía derecho para sancionar la elección de los Obispos.

Establecido en París en 1814, publicó un folleto político que durante los Cien días le obligó a refugiarse en Inglaterra, donde experimentó las privaciones de la más horrible miseria. Rechazado por lady Jerningham, hermana de lord Stafford, en cuya casa solicitó humildemente una plaza de preceptor, apenas pudo ganar lo necesario para su subsistencia en un colegio de jóvenes emigrados. A su entrada en París entró en el convento de feuillantinos y después en San Sulpicio, en donde terminó en 1817 el primer tomo del Indiferentismo. Desde aquel momento el nombre de Lamennais salió de la oscuridad; los rayos de la gloria iluminaron su rostro; el humilde presbítero se convirtió en padre de la Iglesia, y como ha dicho Lacordaire, se hallaba dotado del poder de Bossuet. Dos años después apareció el segundo volumen en que ensayaba conciliar la filosofía con la religión, fundando la fe católica sobre la autoridad tradicional del género humano.

Este nuevo sistema encontró en el alto clero vivas antipatías, y el autor publicó sucesivamente una defensa de su teoría y dos tomos más, destinados a corroborarla. Terminada la obra en 1824, se dirigió a Roma para ponerla a los pies del Papa. Fríamente recibido por los cardenales, halló en el Sumo Pontífice León XII un admirador sincero que le ofreció el capelo de cardenal. Lamennais le renunció y empleó su influjo en hacer nombrar para la nunciatura de Francia al cardenal Lambruschini, que fue después uno de sus más encarnizados enemigos.

A su vuelta a Francia publicó la Imitación de Jesucristo, y después la Religión considerada en sus relaciones con el orden civil y político, que le valió ser perseguido judicialmente y que dio origen a su famoso dicho: «ya sabréis lo que es un cura.» Por último, en 1830 fundó el Porvenir, con la colaboración de algunos jóvenes distinguidos, entre los que se hallaban el célebre padre Lacordaire y Mr. de Montalembert. El Porvenir tenía por objeto servir de órgano a los intereses católicos unidos a los de la libertad, lo que le valió ser enérgicamente censurado por muchos prelados franceses.

Mr. de Lamennais suspendió el periódico y fue a buscar en Roma una sanción o una censura, sin poder obtener ni lo uno ni lo otro. Volvía ya a Francia cuando a su paso por Munich recibió la encíclica de 15 de Agosto de 1832, en que el Papa condenaba las doctrinas del Porvenir, sin nombrarle, y en que se consideraba la libertad de conciencia, como una máxima absurda, y la de imprenta como una facultad funesta que nunca será bastante abominada. Después de alguna vacilación Lamennais suspendió el Porvenir y se sujetó a la encíclica en obsequio a la paz.

Retirado a su soledad de La Chenaie, entre Dinan y Rennes, escribió las Palabras de un creyente, que publicó en 1834. Nadie ha olvidado todavía la explosión de entusiasmo por una parte y los anatemas que cayeron por otra sobre esta obra extraordinaria. Mientras que Gregorio XVI en su encíclica de 7 de Julio, condenaba este libro, pequeño por su tamaño, pero grande en perversidad, la Revista de Ambos mundos proclamaba a su autor, en un artículo de Mr. Lherminier, animoso, grande, sublime, el único sacerdote de la Europa. Poco después aparecieron los Negocios de Roma, el Libro del Pueblo y la Esclavitud moderna. En 1840 publicó el folleto titulado El País y el Gobierno, que le valió un año de prisión, durante el cual compuso su nueva obra: Una voz en la prisión.

Por último, en 1843 comenzaron a ver la luz sus Bosquejos de una filosofía, que han continuado apareciendo en estos últimos años. En cuanto al papel que ha desempeñado Lamennais, después de la revolución de Febrero, no necesitamos más que recordarle aquí brevemente. Enviado por la ciudad de París a la Asamblea constituyente, elegido miembro de la comisión encargada de redactar un proyecto de Constitución, nadie ha olvidado ni sus votos ni sus elocuentes artículos en el Pueblo constituyente, que cesó de publicarse después de la ley del timbre. Reelegido para la legislativa, fue durante algún tiempo director de la Reforma. Desde el 2 de Diciembre vivía en su retiro, donde le encerraban su edad avanzada y la enfermedad que le acaba de arrebatar a la Europa.

Pocos hombres en este siglo han excitado odios tan encarnizados, ni más ardiente entusiasmo. Su nombre pertenece a la historia que le contará seguramente en el número de los primeros escritores, de los filósofos más eminentes y de los mejores poetas. En cuanto a las modificaciones que el tiempo ha podido hacer experimentar a esta elevada inteligencia, nos contentaremos con referir sus mismas palabras:

«No tengo que echarme en cara la falta de sinceridad en mis palabras; pero conozco que me he equivocado, y algunas veces gravemente.»