Filosofía en español 
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Necrología

Román Fernández del Río

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La doctrina homeopática tiene que llorar hoy la pérdida de uno de sus primeros y más distinguidos discípulos; la homeopatía española una de sus más puras y radiantes lumbreras; la Academia Homeopática uno sus más ilustres miembros; la Década un redactor laborioso y entendido; el templo de Hahnemann se despoja hoy de sus galas y atavíos para vestirse de luto.

Nosotros, y con nosotros todos sus compañeros y numerosos amigos, también lloramos amargamente la temprana muerte del que era nuestro condiscípulo, comprofesor, compañero y amigo íntimo. Embargado completamente nuestro ánimo; profundamente afligido nuestro corazón, y con las lágrimas aún en las mejillas, apenas podremos recordar algunos antecedentes de su vida, que, a falta de una completa biografía, puedan dar a conocer lo que era y lo que valía nuestro malogrado amigo.

El Sr. D. Román Fernández, nació en la ciudad de Toro a principios del año 1821; sus padres lo fueron los Sres. D. José (ya difunto), consultor honorario de cirugía del ejército, y Doña Rosa del Río, vecinos a la sazón de aquella ciudad.

A principios del año 1829 empezó a estudiar en la misma la gramática latina, pasando a Valladolid el año 31 a cursar los dos primeros años de filosofía, habiendo entrado después de seminarista interno en el Colegio de Zamora, y tomado el grado de Bachiller en artes en Valladolid el año 1836: el 37 se matriculó en el primer año de la carrera de medicina y cirugía en el Colegio de San Carlos de Madrid, habiendo tomado el grado de Bachiller en esta Facultad el año 43, el de Licenciado en 44, y la borla de Doctor en 1845. En todos estos estudios dio siempre pruebas inequívocas de constante aplicación y notable aprovechamiento. Durante los últimos años de su carrera médica hizo un estudio concienzudo de las doctrinas del grande Hahnemann, y cultivó con mucho esmero las teorías y los principios de la escuela de los semejantes.

Terminados sus estudios, y en posesión ya del título que le autorizaba para ejercer libremente la noble profesión a que con tanto entusiasmo se había dedicado, comenzó el ejercicio de la medicina homeopática, en la cual dio bien pronto pruebas de una superioridad nada común, tanto que a la formación de la Sociedad Hahnemanniana Matritense fue nombrado su secretario general, con gran aplauso de todos los verdaderos homeópatas. Hacia el año 1849, S. M. la Reina se dignó conferirle el nombramiento de Catedrático de medicina homeopática, que no llegó a desempeñar, porque a pesar del real mandato, no se instaló esta cátedra. Antes y después de esta época ha sido redactor de varios periódicos homeopáticos, entre ellos la Gaceta Homeopática, Boletín de la Sociedad Hahnemanniana, y últimamente de la Década Homeopática.

Perteneció, a la Sociedad Hahnemanniana, y luego fue socio fundador de nuestra Academia, de la que era en la actualidad su digno Presidente.

En los diez años de su ejercicio de la medicina homeopática, ha hecho numerosas, importantes y hasta sorprendentes curaciones, contándose entre ellas alguna que se había juzgado absolutamente imposible por algunos profesores alópatas entendidos y justamente acreditados.

Poseía en alto grado las elevadas dotes que deben adornar al verdadero médico, siendo amable y complaciente a la cabecera de sus enfermos, benéfico y caritativo para con los pobres, y sin descender jamás de la altura en que debe estar colocado el sacerdote de la ciencia.

Su pérdida ha sido verdaderamente dolorosa, no solo para su anciana y virtuosa madre, que amaba con delirio al que era modelo de buenos hijos, y para nosotros, sus entrañables amigos, sino también para todas las personas que formaban su numerosa y escogida clientela: su prematura muerte ha arrancado lágrimas y sollozos a una infinidad de seres, que le debían nada menos que la conservación de su existencia. Hemos presenciado estos días sublimes actos de gratitud, de cariño y de respeto a la memoria de nuestro inolvidable compañero; y esto, debemos decirlo con franqueza, ha reanimado en parte nuestro angustiado corazón, y ha sido un poderoso lenitivo al dolor y a la amargura de que por mucho tiempo nos hallaremos poseídos.

Sí, porque este acerbo sentimiento es hijo a la vez del acendrado cariño que le profesábamos, y del convencimiento que tenemos de que su muerte deja en nuestra escuela un inmenso vacío que difícilmente puede llenarse.

La doctrina homeopática, que a pesar de sus repetidos triunfos, se halla fuertemente combatida por una gran mayoría de nuestros comprofesores, necesitaba y necesita aún de adalides tan esforzados y entendidos como lo era el Dr. Fernández del Río; y aunque abrigamos la fundada esperanza y hasta el convencimiento de que se halla próximo, muy próximo, el día de su victoria, porque a pesar de esa constante oposición que sufre un día y otro día, los hechos con su severo y elocuente lenguaje van llevando la convicción al ánimo de muchos médicos que antes la miraron con frío desdén o la atacaron con incesante rudeza; sin embargo, durante esa corta lucha que resta, hemos de echar de menos muchas veces la poderosa ayuda que nos prestaba, y el fuerte temple de las armas con que combatía.

El Dr. Fernández, que formaba en las filas de los homeópatas puristas, y que como tal no transigía ni por un solo momento con las prácticas de la antigua medicina, también fue querido y respetado durante su vida por cuantos médicos alópatas le conocían, y, tenemos gran placer en decirlo, todos ellos han hecho justicia a su lealtad y buena fe reconocidas, todos ellos, sin una sola excepción, han sabido hacerle justicia después de su muerte.

Si allá en la mansión de los justos en que habitas, pudieran ser necesarios esos consuelos, esos halagos, cualquiera de esos multiplicados medios que en este mundo tanto anhelamos para lisonjear nuestro amor propio y para disfrazar nuestras miserias, tú los tendrías todos, amigo querido, ninguno te faltaría: pero no; en esa dulce y eterna mansión no pueden tener lugar, ni necesitas esos móviles, esos elementos tan frágiles, tan deleznables, tan perecederos. Pero ya que tú no puedes ni necesitas gozar de esas dulzuras puramente mundanas, séanos permitido hacerlo a nosotros, tus leales, tus verdaderos, tus constantes amigos; y cuando vayamos a verter alguna lágrima sobre tu tumba, tú nos contemplarás al través de la fría losa que cubre tus restos mortales, y si llegas a oír nuestros tristes y lastimeros acentos, sabrás y comprenderás cuánto cariño e interés has inspirado a todos, y muy especialmente a tus compañeros

LL. RR.

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A la memoria de mi amigo
el doctor don Román Fernández del Río

Soneto.

Lleno de vocación, franco y clemente,
su mano al pobre con placer tendía;
activo sin igual, de noche y día
Madrid cruzaba, cual vapor potente.

La luz de Hahnemann en su limpia frente
con vívido fulgor resplandecía,
y la modestia del Doctor crecía
como las sombras suaves de Occidente.

Grande en su abnegación, vertió su alma
puros raudales de eficaz consuelo
allí donde el dolor batió su palma.

Víctima al fin de su encendido celo,
dejó este valle, que pasó sin calma,
y alzóse en paz a la región del Cielo.

Madrid 8 de setiembre de 1855.

M. Pascual.