El Clamor Público
PeriĆ³dico del Partido Liberal
Madrid, miércoles 14 de Mayo de 1862
Suplemento correspondiente al número 531

El Clamor Público, Suplemento correspondiente al número 531, del miércoles 14 de Mayo de 1862

El vivo interés y la general curiosidad que ha excitado dentro y fuera de España la causa que se sigue a varios presos en la cárcel de Granada por sus opiniones religiosas, nos ha movido a publicar la defensa que al pié de estas líneas hallarán nuestros lectores, del Señor Don Manuel Matamoros, uno de los acusados, que hoy enfermo y quebrantado, sufre los rigores de una dura prisión. Este notabilísimo escrito, cuyo mérito podrá apreciarse mejor comparándolo con la acusación fiscal de que hemos hecho mención en uno de los números anteriores de nuestro periódico, es obra del licenciado Don Antonio Moreno y Díaz, persona bien conocida en Granada por su fe en los sagrados dogmas de la religión católica, que profesamos, por la moderación de sus ideas y por la independencia de su carácter.

Por nuestra parte, nos abstenemos de todo comentario. Solo nos limitaremos a formar voto porque recaiga en tan ruidoso proceso un fallo digno del saber y de la tolerancia que debe distinguir a los tribunales de un pueblo civilizado.

Excmo. Sr.:

Don Antonio Castilla Ocampo, a nombre de Don Manuel Matamoros García, preso en la cárcel de esta Audiencia por la causa que a él y a otros se les sigue sobre supuesta tentativa de abolir o variar en España la religión católica, apostólica romana, evacuando el traslado conferido de la censura del señor fiscal de S. M., en la que no conformándose con el definitivo consultado, en cuanto por él se le imponen a este reo siete años de prisión mayor, pide a la Sala que se le condene al mismo a once de igual pena, con las correspondientes accesorias, y al abono de una parte de costas y gastos del juicio, como mejor proceda digo: Que a pesar de cuanto en apoyo de semejante solicitud infundadamente expone el ministerio público, V. E. se ha de servir revocar la sentencia de esta causa, pronunciada a 29 de Diciembre último, como notoriamente injusta, y acceder dar a la libre absolución pretendida por el Don Manuel Matamoros en la anterior instancia; pues que así todo ello procede, y es de hacer, atendido el mérito de los autos, en general favorable, y reflexiones siguientes.

Delicada hasta no poder mas, en sumo grado difícil y por muchos conceptos embarazosa es nuestra posición en estos momentos. Vamos a defender un hombre digno y una causa grande; pero un hombre a quien por no conocérsele, acaso aborrezcan espíritus meticulosos, y una causa que, por no haber querido apreciársela bien, asusta a los fanáticos.

«Tratase, ha dicho el ministerio público, de una tentativa para variar en nuestra querida patria la religión católica, sustituyéndola con la que profesan los protestantes, y la enunciación sola de tal delito produce necesariamente en todo buen español una profunda pena.» «La unidad religiosa de la nación, prosigue, nuestras más arraigadas y veneradas creencias; las que nos legaron nuestros antepasados; las que han conducido nuestros pendones con honra y gloria inmaculadas del uno al otro polo; las que reconquistaron nuestra patria, arrancándola de las manos de los infieles; las que llevaron la civilización a un nuevo mundo; y, en fin, la religión que como única y verdadera admite nuestra ley fundamental, es la que varios desgraciados han intentado aniquilar, sustituyendo en su lugar el error, el desorden y el caos.» «A la unidad católica, concluye, a ese gran bien envidiado de todos, que hemos sabido conservar en medio de las perturbaciones y cismas que han afligido a toda Europa, se quiere sobreponer la anarquía, y rompiendo los vínculos sagrados de la obediencia debida a la Santa Sede, destruir el principio de autoridad, harto debilitado por desgracia.»

¿Cómo, pues, si de tan horrendo crimen se trata, si a tales perturbaciones nos conduce la obra que aquí se persigue, nos atrevemos, sin embargo, a abogar por los fueros de la inocencia, defendiendo al peor, sin duda, de los que, en sentir del representante de la ley, pueden llamarse enemigos de nuestras pasadas glorias, de nuestra querida patria y de la religión de nuestros mayores? En verdad que para los que, como nosotros, se precien de españoles y de católicos, gozándose en demostrarlo así con palabras y con obras, hoy no menos que siempre y en el secreto de la conciencia lo mismo que a la faz del mundo, debiera alterarles la pintura que del delito y de sus autores ha hecho la autorizada pluma del celoso funcionario a quien aludimos. Distamos, empero, tanto de sus apreciaciones; vemos, por fortuna o por desgracia, las cosas de tan diferente manera de como él las mira, y ha llegado la inexperiencia o la buena fe a infundirnos tales convicciones respecto de este asunto, que por mas espantosos cuadros que se nos presenten, y por muchas que sean las catástrofes que se nos pinten, nada nos hace vacilar en nuestro propósito.

A defender vamos, no ya con inquietud, sino con satisfacción, a Don Manuel Matamoros García; y si bien sabemos que esta noble tarea dará ocasión, tal vez, a censuras que no hemos merecido, patrocinando la triste suerte de infelices criminales que han espiado sus culpas en afrentoso patíbulo, vivimos en la firme inteligencia de que nuestros esfuerzos hoy, si logran, como esperamos, un éxito favorable, serán mas provechosos a la Iglesia y al Estado que esas apasionadas acusaciones y esas terribles sentencias bajo que gimen los perseguidos en España por motivos de religión, con asombro de la culta Europa.

Tras una larga serie de prolijas observaciones que hemos podido hacer sobre el pasado y el presente del sujeto en cuyo nombre hablamos, hemos llegado a adquirir la íntima convicción de que por mas que resista con incontrastable serenidad cuanto quería imponérsele a viva fuerza, todo hay que prometérselo de él si se le trata con dulzura y se le persuade con razones. Joven, muy joven todavía, de imaginación ardiente, de apacible carácter, de nobles sentimientos, y con un alma como hay pocas por desgracia en el mundo, viene sacrificándose desde sus primeros años en aras de una idea, que nos abstenemos de calificar, pero que si se realizara no produciría ciertamente la anarquía, el desorden ni el caos. Él ama como el que más la patria que le dio el ser y se interesa como buen español por su prosperidad, por su renombre y por su gloria; pero él quiere verla libre en un sentido absoluto, esto es, gozando de la paz, de los beneficios y de esas admirables armonías que pueden producir en un pueblo civilizado el conocimiento y la práctica de las doctrinas evangélicas. Ni más ni menos que esto forma el bello ideal de sus ilusiones, como tendremos ocasión de demostrarlo.

Los que no le conozcan, todos aquellos que sin haberle visto siquiera juzguen de él por lo que el vulgo ignorante diga, pueden, en buen hora, calificarle de visionario, de innovador, de loco, de hereje o de apóstata; mas nosotros, contra el torrente de la opinión pública, extraviada en esta parte, lo consideramos como un hombre digno. Y lo consideramos así, por varias razones; la primera, porque para nosotros merece este dictado el que, como D. Manuel Matamoros, aspira siempre, y en todas ocasiones al bien de la humanidad, infiltrando en el seno de ella la salud y la vida con la palabra y el ejemplo del que la redimió en el Gólgota; la segunda, porque en nuestro concepto, no otro epíteto puede con justicia aplicársele al que, como él, lleva en su corazón un tesoro de bondad y practica hasta por instinto las virtudes cristianas, de lo cual somos testigos y admiradores; la tercera, porque aparte de todo, si le negásemos tan honrosa distinción, olvidaríamos que más de una vez ha querido inmolarse por sus compañeros de infortunio, pidiendo clemencia para ellos y para sus desventuradas familias, mientras que con valeroso entusiasmo, y con una resignación sublime, se proclamaba autor único del delito porque se les acusa, y único responsable también de todas sus consecuencias; y la cuarta y última, porque en vano trataría de deprimírsele en su buen concepto a un joven que, como este, ha sabido resistir con nobleza de alma los duros e incesantes padecimientos que le han atormentado y sufre en la afrentosa prisión de que viene siendo víctima.

Si tantos y tan poderosos motivos hay para que nos interesemos por la suerte de tal hombre, no son menores los que nos asisten para abogar por su causa. Desde que se dio principio a ella, todo el que haya fijado su consideración en ciertos acontecimientos, habrá advertido que más que en ninguna otra se ha despertado dentro y fuera de España una decidida conmiseración hacia los iniciados como presuntos reos. La mayoría de las personas ilustradas del país, para quienes la tolerancia constituye un dogma, lo mismo que las naciones vecinas, en que ejerce toda su saludable influencia esa preciosa conquista de los modernos tiempos, apenas llegaron a saber que las cárceles de Andalucía se poblaban de infelices perseguidos por sus creencias religiosas, conmoviéronse profundamente, y no han cesado desde entonces de interceder por ellos en la prensa, en la tribuna, y aun en las altas regiones oficiales. Esta causa, pues, tiene tal importancia, y es de suyo tan trascendental, se ha hecho en sí misma tan notable, que, mas bien que los sujetos a sus resultas, puede decirse que aguardan el fallo con impaciencia y con temor todos los pueblos de Europa. Con impaciencia, porque ansían ver en libertad cuanto antes a esos infelices encarcelados: con temor, porque sienten que en pleno siglo XIX, y en una Nación culta, y tan noble y generosa como la Península Ibérica, pueda darse el triste espectáculo de afligir con duros castigos a varios ciudadanos honrados, por el solo CRIMEN de profesar una religión que no sea la religión del Estado.

Mucho dudamos que así suceda; casi nos inclinamos a creer que ese temor no se realizará en nuestra querida patria; pero si contra lo que nos prometemos de la rectitud del tribunal que hoy está llamado a decidir las grandes cuestiones que aquí se ventilan, se ofreciera tan lastimoso espectáculo a la consideración del mundo, cumple a nuestro propósito, a fuer de leales e independientes defensores de un hombre digno y de una causa grande, hacer ostensible toda la injusticia que envolvería el fallo condenatorio que recayese en ella contra Don Manuel Matamoros.

Llegada, pues, la hora de descender al análisis crítico del asunto, bien podríamos adoptar el método que mejor nos acomodase. Preferimos, sin embargo, el que empl= ea el ministerio público, porque, sobre ser mas lógico esto, nos proporciona abundantísimos recursos con que rebatir las equivocadas apreciaciones en que funda su acusación, destruyendo de paso la sentencia del juez de primera instancia, con que no estamos tampoco conformes. De aquí, por consiguiente, el que nuestro examen tenga que versar sobre tres puntos, o séase sobre la existencia del delito que se persigue, sobre la legalidad de los procedimientos empleados para descubrirlo y sobre la justicia de las penas que se aplican para castigarlo.

Respecto al primer particular, oigamos ante todo la manera de discurrir que tiene el representante de la ley. En un paraje de su censura, queriendo hacer ver que se queja sin razón de intolerancia D. Manuel Matamoros, afirma que en España «a nadie se persigue por sus creencias religiosas, aunque las manifieste y no sean ortodoxas, con tal de que no apostate públicamente.» Mas adelante, poniendo en parangón el proceder de Lutero y la conducta de los procesados para probar que estos, cuando los sorprendió el comisario de policía, habían hecho mas que aquel hizo después de haber sido apostrofado e injuriado por Eck, se expresa así: Pero Matamoros y consortes, olvidando la fe de sus mayores, y sin que nadie los irritase ni exasperase, predicaban sus errores, catequizaban a los incautos y establecían iglesias protestantes, formando cada una de ellas y todas juntas una vasta asociación prohibida por la ley. Partiendo de estos antecedentes, exclama luego como en son de triunfo: «Sepan y tengan bien entendido los procesados que no se les persigue por sus creencias religiosas, ni porque las hayan manifestado, sino porque en virtud de ellas, y como consecuencia indeclinable de sus compromisos, han intentado variar la religión del Estado, practicando actos externos y directos para conseguirlo.» Por último, y como fórmula clara y precisa de sus opiniones en la materia, no vacila en asegurar que en su concepto, «cuando una o más personas propalan doctrinas contrarias a los sacratísimos dogmas de nuestra fe verdadera, y a lo que enseña y profesa la Santa Iglesia católica, apostólica romana, cometen el delito penado en el art. 128 del Código.»

Si a comentar fuéramos las palabras que quedan trascritas, si entrara en nuestros cálculos poner de relieve cuanto en ellas hay de gratuito o de inaceptable, fácil nos sería desvanecerlas como el humo; pero teniendo en cuenta que, en tanto podrá apreciárselas, en cuanto estén conformes con lo que la ley determina y con lo que del proceso resulta, las dejamos íntegras a la consideración del Tribunal y a la de todos aquellos que puedan calificar debidamente los hechos que aquí se persiguen bajo el punto de vista de las disposiciones penales que para ello se invocan.

En España no estamos, dígase lo que se quiera, en los tiempos de Torquemada. Y no lo estamos, porque ni la arbitrariedad puede convertirse en ley, ni el ominoso tribunal del Santo Oficio está llamado a conocer de los delitos contra la religión. Hoy, si bien estos delitos existen, se hallan perfectamente determinados en un Código, al cual deben necesariamente acomodarse en sus decisiones los jueces y magistrados civiles encargados de la alta misión de administrar justicia. No nos toca a nosotros traer al debate la mayor o menor conveniencia en este punto de nuestra actual legislación; pero por más que tengamos que aceptarla tal cual ella es, nos consideramos, sin embargo, con facultades bastantes para decir que ni en su letra ni en su espíritu, se autorizan persecuciones por el estilo de las de aquellos aciagos tiempos, y que sólo violentándosela lastimosamente es como ha podido hacérsela servir para justificar las monstruosas tropelías de que nos da testimonio esta inolvidable causa.

Consignado en nuestra ley fundamental el principio de que la única religión del Estado es la católica, apostólica, romana, vino más tarde el Código penal castigando, no solo al que intentase abolirla o variarla (artículo 128) sino al que apostatare públicamente de ella (art. 136) y aun al que, habiendo propalado doctrinas o máximas contrarias a sus dogmas, persistiese en publicarlas, después de haber sido condenadas por la autoridad eclesiástica. (Art. 130.) Estos son, entre otros, los tres principales delitos contra la religión que se reconocen por nuestro ya citado Código. ¿Y cuál de ellos es el que se supone perpetrado por D. Manuel Matamoros? O mejor dicho, ¿por cuál de los tres es por el que hasta hoy viene persiguiéndosele y se le impone pena? Inútil nos parece la contestación, cuando tan terminantemente hemos visto que formula su pensamiento sobre este particular el ministerio público, asegurando por una parte que aquel y sus consortes predicaban sus errores, catequizaban a los incautos y establecían iglesias protestantes, y sosteniendo por otra que son reos de tentativa para abolir o variar la religión del Estado los que juntos o separadamente propalan doctrinas contrarias a los sacratísimos dogmas de nuestra fe verdadera y a lo que enseña y profesa la Santa Iglesia católica, apostólica, romana.

Ahora bien; siendo este el crimen de que se le supone autor a nuestro defendido, nada mas natural que ver en qué consiste la tentativa y cuándo puede considerársela realizada con todas sus condiciones, tratándose de un hecho justificable de la naturaleza del que aquí nos ocupa. La hay, dice el Código en su art. 3.°, siempre que el culpable da principio a la ejecución del delito directamente por actos exteriores, y no prosigue en ella por cualquiera causa o accidente que no sea su propio y voluntario desistimiento. Sentada esta base, con la cual estamos conformes, ha copiado en apoyo de sus opiniones el ministerio público varios pasajes de los manuscritos e impresos que corren con la causa para concluir, como concluye afirmando que, puesto que Matamoros y otros habían constituido una asociación nombrada Iglesia Española reformada, con objeto de predicar sus errores y hacer prosélitos hasta conseguir que toda España fuese libre, o lo que es igual, que dejase de ser católica, apostólica, romana, convirtiéndola en cismática, no cabía duda que con tales actos exteriores y directos hacia este fin se había realizado en toda su plenitud la obra de la tentativa, tal cual la define el artículo que acaba de citarse, y según es preciso que se efectúe para que constituya el delito penado en el 128.

Cuando tan a la ligera vemos formar juicios y sacar deducciones sobre un punto tan grave y de tan conocida importancia como este, casi no acertamos a comprender si aquí, a trueque de que sufran algunos infelices una tremenda expiación, puede atropellarse por todo, o si, en nuestro afán de salvarlos, vivimos llenos de antojos. ¿No dice un sabio, filosófico y humanitario axioma de derecho, que es mil veces más justo absolver a cien culpables que condenar a un inocente? ¿No hay una ley vigente del Reino (la 12, tít. 14, Par. III) que sanciona el principio, religiosamente observado por la jurisprudencia de los Tribunales, de que para que se pueda castigar un hecho criminoso es preciso que su existencia conste por pruebas tan claras como la luz del medio día? Pues siendo esto así, recapacite con calma el ministerio público en su argumento, y bien pronto se convencerá de que ha construido una torre gigante sobre arena movediza.

Como ya hemos indicado y puede verse en su censura, todo cuanto le sirve de punto de apoyo para creer que en España existía una asociación con el nombre de Iglesia reformada, que su objeto era el de abolir la religión del Estado, y que, si no el único, a lo menos el principal propagador de las doctrinas protestantes lo fue D. Manuel Matamoros, está sacado de los papeles que corren con la causa. Pero estos papeles, que consisten en varias cartas dirigidas a diferentes personas, y aun a algunos de los procesados desde Gibraltar por D. Francisco de Paula Ruet y D. Nicolás Alonso, en otras que se cruzaron entre el Sr. Matamoros y D. José Alhama, en una copia de exposición elevada al parecer al comité de Escocia y en dos ejemplares de una circular impresa en Barcelona; ni son ni pueden ser documentos verdaderamente atendibles en juicio. ¿Quién nos da testimonio de su autenticidad? ¿Por dónde se sabe que pertenecen a los sujetos que las autorizan? De la causa sólo resulta que fueron encontrados por la policía en las casas de Matamoros y del Alhama; pero ni se ha justificado que correspondan a aquel, ni este reconoce de todos ellos más que una carta que, bien estudiada, poco significa. Con tales documentos, cuyo origen es más que dudoso, y de cuya legitimidad nadie nos da razón, fácilmente se comprenderá que mal puede decirse que hay una prueba; y una prueba acabada de los hechos, al través de los cuales deduce el ministerio público su opinión respecto a la existencia del delito de que se trata.

Sin embargo de todo: vamos a suponer por un momento que esos papeles sean bastantes por sí solos para producir en el asunto la necesaria luz, y que a los resplandores de ella nos es permitido ver las cosas tal como verdaderamente pasaron. Se estaban organizando o se habían organizado en Málaga, Granada, Barcelona y otras capitales de provincia asociaciones con el nombre de Iglesias reformadas: el jefe o pastor de ella lo era D. Francisco de Paula Ruet y Roset, residente en Gibraltar, ministro en el continente de Europa y miembro de la sociedad Valdense de Turín; a D. Manuel Matamoros se le reconocía entre sus afiliados como 6.º vocal de la junta directiva de Málaga, fundador de ella y de la de Barcelona, activo misionero reformista y celoso propagador del Evangelio en Sevilla y Granada; el objeto de tales asociaciones consistía en difundir doctrinas contrarias al dogma católico; y en los domingos y días clásicos se reunían los individuos que las formaban para oír las predicaciones de sus misioneros y acordar lo que consideraban oportuno para la propagación de sus ideas: véase aquí en resumen todo lo que, analizados esos documentos, se saca en claro.

Y bien, Excmo. Sr.; de que se reúnan, de que se asocien varios creyentes formando juntas, sectas, iglesias, partidos o como quiera llamarse al conjunto de sus individuos, y de que todos y cada uno de ellos procuren extender sus doctrinas pacíficamente, es decir, valiéndose de las armas de la persuasión y del consejo, ¿resultan actos exteriores que a la vez que dan principio a la ejecución del delito de abolir o variar en España la religión católica, apostólica romana, conducen directamente a su realización? Nada menos. Para nosotros, y lo mismo que para nosotros para todos los que reflexionen detenida e imparcialmente sobre este particular, la tentativa, la verdadera tentativa de ese, como de otros muchos delitos análogos, no se elabora con la asociación de los creyentes, con la palanca de las ideas, ni con los esfuerzos del entendimiento, sino que ha menester para que se le considere tal, que se ejecuten actos materiales, y actos materiales de cierto orden.

¿A dónde iríamos a parar en otro caso? ¿Qué se haría de las mas preciosas conquistas del siglo XIX, si lo que en esta causa quiere convertirse en delito lo fuera realmente con aplicación a las formas de gobierno, a las cuestiones dinásticas y a algunos otros puntos de vital interés para la Nación? Partidos hay en España, y partidos que no son otra cosa que asociaciones de personas identificadas en creencias políticas, ni más ni menos que como las sectas son asociaciones de hombres identificados en creencias religiosas. Bajo el punto de vista, pues, de su organización, solo existe un juego de palabras, pero nada que los diferencie en la realidad; pudiendo por lo tanto decirse que los partidos forman sectas políticas, y las sectas partidos religiosos. Además tenemos que cada uno de estos partidos tremola su bandera, quién a favor de la monarquía, quien combatiéndola absoluta y relativamente, y quién también negando sus indisputables derechos a la excelsa matrona que tan dignamente ocupa el trono de sus mayores. ¿Y con qué razón podrán ondear libremente esas banderas los partidarios de ciertos principios políticos mientras que se les prohíbe enarbolar la suya a los secuaces de ciertas doctrinas religiosas para defender la tolerancia y la libertad de cultos? Al dirigir esta pregunta al Tribunal, entiéndase que solo tratamos de establecer el paralelo de dos cosas que son, y no pueden dejar de ser entre sí iguales, extrínsecamente consideradas. Finalmente, nadie ignora que esos mismos partidos trabajan en la prensa, en la tribuna, a todas horas y en todas partes por abrir paso a sus ideas, por generalizarlas, y se proponen como último fin de sus aspiraciones el verlas convertidas en hechos prácticos. ¿Qué mucho, pues, que otro tanto ejecuten, que el propio anhelo abriguen los sectarios del libre examen?

Sentadas estas verdades y reduciéndolas si se quiere a términos mas concretos, fácil, muy fácil nos será con ellas desvanecer los errores que combatimos. Antes que católica fue España monárquica, y sin embargo, esta institución no es hoy de todos querida ni de todos respetada. Hombres que sueñan en utopías, según unos, y que se anticipan a acontecimientos que habrán de realizarse algún día, según otros, se han asociado bajo la bandera democrática, formando así un partido político que, por mas que se le haya querido declarar fuera de la ley, vive, crece y se desarrolla en el seno de la Nación, con sus representantes en el Parlamento, con sus órganos en el periodismo, con sus doctores en las Academias, con sus maestros en las aulas y con sus discípulos en todas partes. ¿Dudará alguien de esto? ¿Habrá quien niegue que ese partido existe, que su existencia la debe a la asociación, que esta asociación se aumenta a medida que cunden sus doctrinas; que para propagarlas no se omiten medios por los asociados, que en cada uno de ellos tiene la comunidad un centro de operaciones y que el fin de todos se dirige a ver planteada más tarde o más temprano la forma de gobierno que apetecen? Pues esto que nadie negará en orden al partido republicano, puede igualmente decirse respecto del carlista, que si ama el trono, lo quisiera ver ocupado por otro rey; no menos que del absolutista, que aunque prescinde de la cuestión dinástica, aborrece la Constitución, así como también de los partidos liberales que a la sombra de ella se agitan, disputándose con el triunfo de sus principios las riendas del Gobierno.

Ahora bien: ¿se entiende cometido el delito de tentativa para abolir o variar la monarquía en España, para abolir o variar el orden de suceder a la corona, para abolir o variar sus leyes fundamentales o para abolir o variar los poderes públicos legítimamente constituidos en ella, cuando los hombres de esta o esotra escuela se agrupan, se dan a conocer como partido político, alzan su bandera, atraen prosélitos, predican sus doctrinas y anuncian un porvenir lleno de esperanzas para todos sus correligionarios? No, y mil veces no. Para que ese delito exista ha de haber ocurrido mucho más. Es necesario que los que niegan sus derechos a la Segunda Isabel, a esa gran Reina que hoy rige los destinos de nuestra querida patria, tremolen el estandarte de la rebelión en las playas de San Carlos de la Rápita al grito vergonzoso de «viva Carlos VI.» Se necesita que los impropiamente llamados soñadores de utopías, que los mal avenidos con las testas coronadas, que esos discípulos de la democracia, para quienes las palabras libertad, igualdad y fraternidad forman el eco mágico de la razón y la monarquía, no representa otra cosa que el caduco imperio de la fuerza en el mundo, acudan a los campos de Loja en amotinado tropel a combatir con las armas en la mano tan sagrada institución: es menester, en fin, que los disidentes, con la marcha gubernamental, o porque no la hallen en armonía con el símbolo del progreso, o porque pugne con los principios de la escuela conservadora, se alcen contra los poderes constituidos, gritando en las calles de Madrid «abajo el Ministerio.» Tales demostraciones, actos tan manifiestamente hostiles, son los que constituyen la verdadera tentativa en cada uno de estos casos; y la razón es muy clara.

En el mundo especulativo hay un palenque abierto a todas las inteligencias por medio de la discusión. Creer o dejar de creer, aceptar esto como bueno o rechazar aquello como malo y admitir unos como conveniente lo que otros consideran perjudicial, son movimientos y evoluciones de nuestro espíritu que en vano querrían contenerse dentro de ciertos límites sin tiranizar las conciencias y sin impedir el necesario progresivo desarrollo de la humanidad. El hombre necesita por una ley indeclinable de su propio ser, que se le deje en plena libertad de pensar, en plena libertad de exponer sus ideas, en plena libertad de discutirlas, en plena libertad de adherirse a las que juzgue mejores, y en plena libertad, en fin, de asociarse con cuantos las profesen. Y no hay que temer que se extravíe obrando de este modo, porque quien lo estudie, quien lo conozca, quien sepa, en una palabra, lo que vale y lo que pide, se convencerá muy pronto de que tan rebelde como se muestra a la razón de la autoridad, tan sumiso es a la autoridad de la razón. Con ella por guía y en brazos de la fe, que nunca lo abandona, al lanzarse en ese palenque en donde halla una idea en frente de otra idea, un principio pugnando con otro principio y una doctrina que abre paso a otra doctrina, todo lo ve, todo lo compara, de todo se apodera para venir, como viene en último resultado, al conocimiento de lo útil, de lo bueno y de lo verdadero en todos los ramos del saber humano. De aquí, por consiguiente, el que en los pueblos cultos se haya erigido la tolerancia en regla de conducta; de aquí también el que no pueda existir verdadera libertad política sin que esté autorizada la libre discusión de cuanto el entendimiento abarca y de aquí, para decirlo de una vez, el que no se atente contra ninguna institución, sea de la clase que fuere, por solo el hecho de no estar conforme con ella, de asociarse para combatirla en el terreno científico, de influir porque acrezca el número de los que la rechazan y de aspirar a que sucumba o se la modifique bajo el peso de la opinión pública.

Si, pues, tratándose de delitos de la naturaleza del que aquí se persigue, la tentativa la constituyen, no los actos morales, no los esfuerzos de la inteligencia sino los actos materiales de subversión, de acometimiento, de notoria hostilidad ejecutados con una tendencia directa a la consecución del fin que se propone el culpable, veamos ahora si en los medios que debían emplearse o se estaban empleando por don Manuel Matamoros y consortes para extender sus doctrinas, hay algo que se le parezca a eso, y toda vez que resulte del análisis de los papeles que sirven de fundamento a su acusación que nada, absolutamente nada existe por donde se trasluzca siquiera el propósito que abrigaran de abolir o variar la religión del Estado, atacándola violentamente, o lo que es lo mismo, poniendo por obra planes trastornadores del orden público, habremos probado que, sin ninguna razón se les trata de comprender en la sanción penal del art. 128 del Código.

Registradas las cartas de don Francisco de Paula Ruet contenidas en la carpeta núm. 1.°, por ellas se ve que dicho señor, al anunciarles a los neófitos que accediendo a sus deseos quedaban inscriptos en los volúmenes de la Iglesia española reformada, les traza la línea de conducta que habrían de seguir en adelante, en estos términos: «Todo español convertido a la verdadera fe debe ser un verdadero misionero para con sus amigos, procurando con palabras persuasivas y con obras de piedad convencer a muchos a fin de que le imiten.»

Fieles cumplidores de tan pacífico consejo los individuos de la Junta directiva de la Iglesia reformada de Barcelona en la circular impresa que dirigieron a las demás Juntas y hermanos de España exhortándolos, se expresan de este modo: «Si nos animamos mutua y fraternalmente para que nuestra fe no desmaye, acaso nos sea dado saludar con himnos de júbilo la radiante aurora del reinado de Dios en nuestra desventurada patria.» «Trabajemos, pues, con ardor en la santa obra de la evangelización de nuestros hermanos, y si nuestros esfuerzos fueran estériles, consolémonos con haber cumplido como buenos y sinceros creyentes para con Dios y para con nuestros semejantes.» «¡Pero no! llenemos el campo de semilla y cuando Dios sea servido fructificará.» «Ya que no podamos otra cosa, sembremos el grano de mostaza y regocijémonos con la idea de que serán estériles nuestros esfuerzos, supuesto que está escrito que las aves del cielo pueden morar bajo la sombra de las ramas que crecen de la menor de las simientes.»

Conformes en un todo con estas bases Matamoros y Alhama, lo mismo en su correspondencia que en los borradores del reglamento por que se habían de regir las juntas o iglesias y en los demás papeles que en poder del uno y del otro existían concernientes a la obra de la propaganda, se ve que el principal, si no el único elemento de acción que debía emplearse por todos para llevarla a cabo, era la educación moral y religiosa del pueblo, la mutua concordia entre los afiliados, el celo en la predicación de las verdades evangélicas y la práctica continua de las virtudes cristianas.

Finalmente, en la exposición al comité de Escocia, cuya copia sale al folio 125 del ramo de autos formado en Barcelona, si por algo se recomienda al joven don Nicolás Alonso y se le prodigan los mayores elogios, es por su fe, por sus predicaciones y por el mucho fruto que de ellas sacaba siempre, formando multitud de corazones amantes de Jesucristo.

Aquí tiene, pues, la Sala todo lo que hacían y se proponían hacer los correligionarios de don Manuel Matamoros. Procurar con palabras persuasivas y con obras de piedad convencer a muchos a que les siguiesen en sus creencias: evangelizar, o lo que es lo mismo, instruir al pueblo en las doctrinas del Crucificado: animarse mutua y fraternalmente en tan santa obra: cumplir mediante ella como buenos y sinceros creyentes, llenando el campo de semilla para que fructificase cuando Dios fuese servido, y esperar por resultado de todo el establecimiento de la reforma religiosa para poder saludar con himnos de jubilo la radiante aurora del reinado de Dios entre nosotros. Ni una palabra amenazadora, ni una frase subversiva, ni el más remoto pensamiento hay en esos y en todos los demás papeles que corren con la causa y por donde sea permitido presumir, no ya que se habían realizado, pero ni aun que se intentaban realizar actos materiales, actos propiamente exteriores, actos esencialmente directos, actos, en fin, de verdadera tentativa para abolir o variar en España la religión católica, apostólica, romana.

Y siendo esto así, ¿cómo acusar a don Manuel Matamoros bajo el concepto de autor de ese delito, ni cómo pedir tampoco que se le imponga la terrible pena de once años de prisión? Sobre no haber, según se ha indicado, prueba bastante de los hechos por que se le persigue, sometidos estos mismos hechos a un buen análisis, resulta de un modo claro y evidente que por ellos no se incurre, ni se puede incurrir jamás en la sanción del art. 128 del Código.

Menos desacertados, aunque no por eso más justos, habrían andado el juez de primera instancia y el ministerio fiscal, si en vez de empeñarse en castigar la tentativa a que ese artículo se refiere, hubieran acudido al 130. En él se pena la propalación de doctrinas o máximas contrarias al dogma católico, esto es, todo acto público de persuasión y de consejo, toda manifestación exterior del pensamiento, toda tendencia, especulativa, no ya para poner en conflicto el orden material, sino para subvertir el orden moral, llevando a las conciencias la duda o la desconfianza.

Si al tenor de esta disposición legal, decimos, hubieran aquellos funcionarios tratado de exigirle la responsabilidad al don Manuel Matamoros, todavía nos sobrarían razones para defenderle. La propalación de tales máximas o doctrinas no constituye por sí sola el delito. Para que este se cometa y los tribunales civiles lo puedan perseguir, hay necesidad de una previa censura y de una especie de reincidencia, puesto que, según la ley, no ya al que simplemente propale esas doctrinas, sino al que insista en publicarlas, después que las haya condenado como heréticas la autoridad eclesiástica, es al que le está reservado el castigo como culpable. ¿Y ha llegado el caso de que recaiga una condenación, y una condenación especial y determinada como ha de ser para que surta sus efectos, sobre las doctrinas que difundía por medio de la evangelización el don Manuel Matamoros? Ciertamente que no. Pues véase aquí por qué, colocadas las cosas en su verdadero punto de vista, y comprendiéndose bien la índole, el carácter peculiar y propio de los hechos que se persigue, no solamente cae por tierra en esta causa, el crimen de tentativa a que se refiere el art. 128 del Código, sino que también se desvanece el cargo que por ellos hubiera podido dirigírsele a nuestro defendido bajo el concepto de serle aplicable la sanción penal del artículo 130.

Si de la larga serie de consideraciones que nos ha sugerido la cuestión fundamental del presente negocio, o séase la que tiene por objeto poner en claro lo que hay de positivo sobre la existencia del delito que se persigue, pasamos ahora al examen del procedimiento, fácil nos será demostrar, contra lo que opina el ministerio público, la sobrada razón con que don Manuel Matamoros se queja de atropellos, de arbitrariedades y aun de inhumanos tratamientos cometidos en su persona y en la de otros infelices, a la sombra de la ley.

Ninguna disposición penal existe en España contra los que introduzcan, conserven o expendan libros prohibidos. A pesar de todo, llegó a conocimiento del gobernador civil de la provincia, que en Granada se repartían algunos, venidos de San Roque; y para adoptar gubernativamente, sin duda, las disposiciones que el caso reclamase, o para proceder a lo que correspondiese en cumplimiento de la real orden de 19 de Febrero de 1856, que el ministerio público cita, dio orden de palabra a uno de los comisarios de policía, a fin de que averiguase qué personas eran las que se ejercitaban en eso. Reducida la orden, ni más ni menos, que a hacer averiguaciones, el nunca bien ponderado comisario, vio quizá en ella la ocasión que codiciaba, y arrogándose facultades que no tenía ni por derecho propio, ni por delegación de la autoridad, en cuyo nombre obraba, se fue durante las altas horas de la noche a la casa de don José Alhama, y después de reconocerlo todo, de registrarlo a él, y de apoderarse de cuantos libros y papeles encontró, lo puso preso e incomunicado. Ahora bien; el que sobre tales hechos reflexione imparcialmente, el que vea que un simple empleado de policía para averiguar una cosa que se desea saber, invade el hogar doméstico, lo escudriña a su placer, arrastra de cuantos libros y papeles se le antoja, y por último, lleva a la cárcel e incomunica a un ciudadano, ¿podrá dejar de convenir en que hubo un abuso, y un abuso tanto más censurable, cuanto mayores hayan sido sus consecuencias? ¿A dónde están, qué se ha hecho de las leyes protectoras del hombre en sociedad? ¿Cuándo ha podido creerse nadie autorizado, sin barrenarlas, sin infringirlas abiertamente, para hacer lo que el tal comisario hizo? ¿Ni quién era tampoco ese comisario, para apoderarse por sí y ante sí, de libros y papeles que constituían una propiedad particular, para calificarlos de buenos o malos, para suponer por ellos demostrada la existencia de un delito, y para llevar a la cárcel e incomunicar al que los tenía en su poder? Desengáñese el ministerio público: esta manera de invadir el hogar doméstico, esta forma de hacer pesquisas, este primer paso generador de todos los otros, y piedra angular del procedimiento, es abusivo, esencialmente abusivo, y solo estándose a sus resultados, o lo que es lo mismo, trayéndose en su apoyo aquella célebre máxima de «el fin justifica los medios,» es como puede aquí defenderse.

¿Y qué diremos del que le subsiguió? Apenas hubo sonado entre los papeles el nombre de don Manuel Matamoros, que a la sazón se hallaba en Barcelona, oficiósele por el telégrafo al gobernador civil de aquella provincia para que también se le registrase y prendiese, disponiéndose en seguida, que así todo se hizo, que se le trasladase por tránsitos de justicia en justicia a esta capital. Grave era el conflicto en que esta determinación ponía al Sr. Matamoros. Su quebrantada salud infundía serios temores, y dos facultativos de conocida reputación certificaron que podría peligrar su existencia con una marcha de más de ciento setenta leguas durante los rigurosos fríos que entonces reinaban como estación de invierno. En vista de esta dificultad, cualquiera creería que se le permitió permanecer allí todo el tiempo que necesitase para restablecerse. Pues nada menos. La orden estaba dada y era preciso cumplirla. Enfermo o sano trasládese a Granada: tal fue por todo consuelo, la respuesta que mereció el razonado dictamen de los médicos. ¿Qué habría sucedido si de un peculio particular no hubiera podido hacer el viaje embarcado? ¿A dónde estaría hoy si desde Barcelona a pié y en cuerda de presos por tránsitos de justicia en justicia hubiera querido traérsele a esta capital? Probablemente habría llegado su nombre pero no su persona.

¡Y choca sin embargo que Don Manuel Matamoros se queje! ¡Y se aventura a decir, a pesar de todo, el ministerio público, que sus lamentos son injustificados! Pues tenga entendido ese ministerio que si tantos y tantos de dentro y fuera de la Península abrigan tanto interés por él, no depende de otra cosa que de la naturaleza misma de la causa y del lujo de persecución que en ella y por ella se ha desarrollado.

No pareciendo, sin duda, bastante el haber traído a esta cárcel al Don Manuel Matamoros, cuando más asiduos cuidados necesitaba de su familia, quísosele todavía poner a prueba; y véase aquí que una de las muchas comisiones militares que empezaron a funcionar discrecionalmente a virtud de los acontecimientos de Loja, se empeñó en complicarlo en ellos. Terrible fue la situación en que se le tuvo colocado durante algún tiempo con esta nueva sumaria. Prodigándose por el fiscal instructor de un modo maravilloso las incomunicaciones, acudiéndose a todo linaje de supercherías para crear la prueba del imaginario delito que se buscaba y puesta, por decirlo así, en labios de hombres inicuos, de asquerosos criminales, de presos indignos de toda fe, la suerte de nuestro defendido, llegó afortunadamente la hora de que el proceso saliera de las manos de su autor y pasase, por inhibitoria del capitán general, a los tribunales ordinarios. Verlo estos y sobreseer en él, mandando que se archivara, fue todo obra de un momento. ¡Tan evidente, tan palpable, tan de bulto resucitaba la injusticia con que se había perseguido al Don Manuel Matamoros!

Aunque hubiéramos podido prescindir de esa causa nos ha parecido conveniente recordarla, porque forma parte de la historia de los acontecimientos que hay que referirle al ministerio público para que se convenza de lo mucho que se extravía cuando trata de acallar los gritos de este procesado, objetándole del modo que ya hemos visto que lo hace, y aun sosteniendo que también se queja sin razón al decir que para dirigírsele acusaciones se han sorprendido los secretos de su conciencia.

En buen hora que a D. Manuel Matamoros se le tenga preso, pero respétesele al menos lo que él procura ocultar. ¿A qué tantos reconocimientos de improviso en su calabozo? ¿Con qué fin apoderarse de los papeles que se le hallaban e interceptar su correspondencia? Lo que a nadie había comunicado por mas que estuviese escrito, ¿dejaría de ser un secreto? Y si con sus cartas y con otros documentos por sorpresa recogidos es con lo que se le arguye, ¿cómo no querer convenir en que para acusársele ha sido necesario que se invada, o mejor dicho, que se profane el santuario de las conciencias?

Si sobre esto cupiese alguna duda, quedaría desvanecida con lo que va a oírse ahora. El que tanto empeño tiene en que no se censure nada; el que sale a la defensa de cuanto se ha hecho hasta aquí; el que todo lo ve razonable y conforme con la ley; ese mismo ministerio público, en fin, que franca y categóricamente ha dicho que en España a nadie se persiguió por sus creencias, aunque las manifieste y no sean ortodoxas, interesa, sin embargo, que se forme nueva causa a D. Manuel Matamoros por el delito de apostasía mediante a haber declarado, contestando a una de las preguntas, que el juez de primera instancia le dirigiese en su inquisitiva, «que su religión era la de Jesucristo y su regla de fe la palabra de Dios contenida en la Santa Biblia; que ni una palabra menos ni una palabra más formaba base de sus creencias, afirmándose en esta idea por las últimas palabras del Apocalipsis y las distintas recomendaciones sobre este particular de los mismos apóstoles, y que no pareciéndole que la Iglesia católica, apostólica, romana, seguía esta misma base, no estaba conforme con sus dogmas, ni tampoco la profesaba ni obedecía.»v ¿Se podrá dar una inconsecuencia mayor?

¿Habrá términos hábiles de que se concilie lo que antes dijo ese funcionario con lo que ahora pretende? A nosotros, no solo nos parece imposible la amalgama, sino que consideramos la intempestiva solicitud del ministerio público, que tan en abierta oposición lo pone consigo mismo, como el peor de los abortos que ha podido producir esta monstruosa causa.

D. Manuel Matamoros ha confesado que no es católico, apostólico, romano, y sí protestante: convenidos. ¿Pero por qué ha hecho tal confesión? Por llenar un deber, por cumplir con la obligación que todos tenemos y él especialmente había contraído de decir la verdad en lo que supiese o fuere preguntado. Si, pues, no podía ni debía dejar de decirla al responder a la pregunta que el juez tuvo por conveniente dirigirle sobre cuál fuese la religión que profesara; y si, por otra parte, según el caso 11.° del art. 8.° del Código, está exento de responsabilidad, o, lo que es lo mismo, no delinque el que obra en cumplimiento de un deber, nada más extraño, nada más inconducente, nada más absurdo, que el pedir que, mediante esa manifestación, se le forme causa como apóstata. Fuera de que, ni es, ni puede ser verdadera apostasía, y verdadera apostasía pública la que tenga lugar declarando ante un juez, y declarando, no ya en cualquier negocio, sino en un juicio criminal durante el sumario en que todo es secreto.

Por estas y otras razones que la Sala, en su superior ilustración, habrá de tener en cuenta, esperamos que se desestime la solicitud con que a propósito de ese delito, ha tratado de coronar su obra el ministerio público. Y toda vez que con lo expuesto queda más que suficientemente probado que hay sobradísimos motivos para quejarse de abusos, de ilegalidades y de injustas vejaciones cometidas desde el principio hasta el fin de la causa, pasemos a ocuparnos, siquiera sea ligeramente, del punto relativo a la penalidad.

Después de haber hecho ostensible en la primera parte de esta defensa que no hay delito y por consiguiente, que en vano se le acusa a D. Manuel Matamoros, parecerá inútil lo que pueda decirse sobre el castigo que se le haya impuesto o trate de imponérsele. No lo es sin embargo, porque, gracias a la fecundidad de ingenio que viene desplegándose para agravar más y más su triste situación, tenemos todavía que destruir otro cargo que, también a última hora, se le dirige.

Según puede verse en el dictamen fiscal, este ministerio, considerando, sin duda, pocos los siete años de prisión que el juez impone en su sentencia, y queriendo aumentarlos a once, da por supuesto que para llegar los culpables a la tentativa del art. 128 del Código habían pecado contra el 207, constituyendo una sociedad secreta, y, cree, por consiguiente, que se está en el caso del art. 77, que dispone que, cuando se ejecuten dos delitos de los cuales el uno sea medio necesario para cometer el otro, se aplique la pena correspondiente al más grave en su grado máximo. Mucho nos ha llamado la atención todo lo que hasta aquí hemos combatido de esa censura; pero nada nos puede admirar tanto como ver en ella sentada, con pleno conocimiento, una notoria inexactitud, para que sirva de base a un cargo, que solo se formula por el mero placer de alimentar el dolor al afligido.

Constándole, como no podía menos de constarle al ministerio público, que «sociedades secretas son aquellas cuyos individuos se imponen con juramento o sin él la obligación de ocultar a la autoridad pública el objeto de sus reuniones o su organización interior,» supone que en los inscriptos a las asociaciones o juntas constituidas por Matamoros con el nombre de Iglesias reformadas, existía con obligación, revelándolo así los documentos que obran en la causa. A una afirmación de esta especie no puede ni debe contestarse mas que con una negación absoluta. Es de todo punto inexacto que tal cosa revelen dichos documentos. Retamos formalmente a aquel funcionario a que nos designe uno, solo uno, en donde se hable o se haga mérito siquiera de semejante obligación.

Si, pues, aunque tales juntas o iglesias se hubiesen establecido, faltaba en ellas la circunstancia esencialísima de haberse impuesto los individuos que las componían el compromiso de ocultar a la autoridad el objeto de sus reuniones, ni su organización interior, es visto que no puede calificárselas de sociedades secretas con arreglo a la ley, y que el nuevo delito que bajo tal concepto se le imputa al don Manuel Matamoros solo existe en la imaginación del ministerio público.

Por estas consideraciones, y habiéndose demostrado anteriormente que tampoco se le puede imponer pena por el de tentativa para abolir o variar en España la religión católica, apostólica, romana, mediante a que los hechos en que se la hace consistir, aun suponiéndolos ciertos, no la constituyen propiamente; parecíanos que, sin molestar por más tiempo la respetable atención de la Sala, podíamos prometernos de su notoria rectitud la libre absolución pretendida por esta parte.

¿Y cómo no esperarlo así? ¿Cómo podemos imaginar nunca, Excmo. Sr., que a don Manuel Matamoros se le condene? Aunque su inocencia, legalmente considerado el negocio, se hallase menos clara de lo que está, aunque alguna sombra de duda cupiese respecto de ella, todavía existen altísimas razones de interés público, y hasta de utilidad para la Iglesia, que reclaman la absolución de ese, lo mismo que la de los demás procesados.

Sin que nosotros transijamos con los errores en que unos y otros vivan sumidos, ni tratemos tampoco de presentarlos a la consideración del mundo como modelos de buenos creyentes C. A. R., es sin embargo una verdad, y una verdad sobradamente justificada dentro de autos, que con las doctrinas que ellos predicaban todo lo podrían conseguir menos hacer malos ciudadanos. Fundándose, como se fundaba, la base de sus tareas propagandistas en enseñar a cuantos pudiesen las máximas evangélicas, ya se comprenderá que aunque no recibieran los neófitos pura ortodoxia, aprenderían, sin embargo, una instrucción religiosa de la que muchos carecerían hasta entonces, y con la cual habrían ciertamente de convertirse de allí en adelante en hombres pacíficos y en miembros útiles a la sociedad. ¿Y qué puede apetecer mas que esto un gobierno verdaderamente ilustrado?

¿Qué mayor gloria deberíamos ambicionar para nuestra querida patria, para una Nación tan católica como esta, pero en donde tanto abundan, mal que nos pese el decirlo, la ignorancia, el indiferentismo y la hipocresía, que ver todos sus súbditos convertidos en fieles cumplidores de las doctrinas del Crucificado? A fe que el que reflexione detenidamente sobre estas cosas, habrá de convenir con nosotros en que si a D. Manuel Matamoros se le impusiere alguna pena, se le castigaría, no por el mal que obró, sino por el bien que procuraba hacer.

Además, y esto es muy importante, tenemos que un castigo tan injusto como ese, civilmente hablando, lejos de favorecer, perjudicaría a la Iglesia. Todos sabemos que no es la religión católica, apostólica, romana la única que domina en el mundo, sino que hay, por desgracia, no pocos países en que, o sufre persecuciones, o solo se la tolera. Y siendo esto así, ¿con qué razón pretenderíamos, los que tenemos la suerte de vivir en el seno de ella, que esas persecuciones cesasen, que a la sombra de la tolerancia se nos permitiera predicar los sacratísimos dogmas, si nosotros hiciésemos gala de intransigentes condenando a cárceles y presidios a todos aquellos que incurran en la herejía y propaguen sus errores? Quot tibi fiere nonvis alterine feceris: dice un axioma de derecho, y aunque este principio de moral universal y de eterna justicia no fuese aplicable al caso que nos ocupa, ofenderíamos la santidad de nuestras creencias religiosas, de esas que nos legaron nuestros mayores, de esas que tan inmarcesibles laureles han conquistado a nuestra querida patria, de ésas que llevaron la civilización a un Nuevo Mundo, de esa, en fin, que forman el mejor y más precioso ornamento de la Nación española, si supusiéramos por un instante que para defendérselas y para conservárselas habían menester del rigor, de la intolerancia y de la tiranía de los poderes humanos.

No, la Iglesia nuestra madre se basta y se sobra por sí misma, puesto que la sostiene un poder sobrenatural. Quien de ello necesite pruebas, búsquelas en las palabras de su Divino Fundador, recuerde las promesas de aquel Santo Espíritu que nunca le abandona, abra el gran Código en que se encierra su doctrina, y no olvide, por último, que ella fue la semilla arrojada, desde el cielo por un Dios hombre, para que regándola con su sangre innumerables mártires en siglos de horrible persecución, inundara la humanidad de frutos de vida eterna.

Si, pues, en nombre de nuestra sacrosanta religión, que todo es dulzura y misericordia, no pueden autorizarse vejaciones de ningún género; si además la tolerancia constituye un dogma esencial del catolicismo y el más poderoso elemento para el desarrollo de la Iglesia, y si por otra parte los perseguidos en esta causa, a cuyo frente figura D. Manuel Matamoros, al difundir las doctrinas que profesan, que son las del Evangelio, no producen daño alguno a la sociedad, antes bien, tratan de instruirla moralizándola, fuerza será convenir en que no de otro modo que absolviéndoseles es como puede tener el presente negocio una solución razonable, equitativa y justa.

En cuya virtud, negando y contradiciendo lo adverso y perjudicial con reproducción de lo favorable,

Suplico a V. E. se sirva proveer y determinar según se interesó al principio, en justicia que pido y juro. Granada 13 de Abril de 1862. – Antonio Castilla Ocampo. – Sr. D. Antonio Moreno y Díaz.

Editor responsable:
Don Juan Marina y Rodríguez

Madrid
Imprenta de El Clamor Público,
a cargo de D. D. Navarro,
calle del Príncipe, número 14, cuarto bajo
1862

Transcripción íntegra del texto contenido en una hoja de 415×620 mm
impresa a cinco columnas por las dos caras, a la vista de un original
facilitado por la Librería Anticuaria de José Manuel Valdés


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Manuel Matamoros García 1860-1869
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