Filosofía en español 
Filosofía en español


Nicolás Díaz de Benjumea

Viajeros ingleses en España

(continuación)

Hay otra razón que les mueve a visitar a España, y es la gran libertad que encuentran para el desarrollo de su carácter y el estímulo de la notoriedad que alcanzan en otros países habitados y frecuentados por sus compatriotas. El inglés, burbuja que se confunde y pierde en el grande y concertado laberinto de una sociedad disciplinada y consuetudinaria, esclavo de la rutina, de la etiqueta, de la opinión, y de mil prácticas y preocupaciones que crean el exceso mismo de la vida doméstica y la igualdad política, suspira por un teatro que ponga de relieve su individualidad, y le deje las manos sueltas para obrar a su antojo y darse a la satisfacción de todos sus gustos comprimidos, inclinaciones refrenadas y extravagancias contenidas por el dique de la discreción, o a lo menos por el temor del qué dirán. Los ingleses, fuera de Inglaterra, son como chicos de escuela a un volver de cabeza del dómine. No parece sino que al pasar el canal de la Mancha echan a fondo el juicio, y toda idea de disciplina, menos la conciencia de que son los ciudadanos romanos del siglo XIX y que los restantes del mundo son bárbaros. Sólo hay en Europa un correctivo a su locura olímpica, y no es por cierto un pueblo, sino la perspectiva sublime y grandiosa de los Alpes. Los Alpes vienen a ser como una especie de casa de corrección del orgullo isleño, y si no fuera por ellos se creerían en Londres unos dioses. A no ser por este territorio, que con muda elocuencia dice como el esclavo antiguo al vencedor, “acuérdate de que eres hombre”, se les iría el seguro de su razón a vista de tantos prodigios y maravillas de la industria y tantos milagros del carbón y el hierro. Los demás pueblos, cualesquiera que sean su valor y sus bellezas, no son más que fondos más o menos propios para destacar su vanidad infinita y su autonomía caprichosa. España reúne para ellos condiciones superiores a las de otros puntos de Europa donde el encuentro con otros de sus paisanos puede llamarlos al orden. Así, por ejemplo, París, que tiene en sus calles de Rívoli y de la Paix una verdadera colonia inglesa, ya domesticada, y un Charivarí y un Journal amusant en que sacarlos a la vergüenza, no es el terreno donde dan suelta a sus extravagancias, a pesar de que no faltan ejemplares todos los años de ingleses que parecen haber pasado toda su vida en Coventry, y se les ve pasear en los lugares más elegantes con un atavío que no usaran en Londres para dar una vuelta en derredor de sus jardines caseros, por miedo de la inspección de su vecino.

No es extraño que estas y otras diversas razones influyesen en la reciente invasión de viajeros que han puesto de moda en Inglaterra los libros sobre España, con la particularidad de que ya no sólo nos retratan a la pluma escritores, sino que tenemos la alta honra de ser objeto de predilección de las medias azules, que así llaman a las mujeres que despuntan de literatas. La librería de Muddie, barómetro del movimiento literario en Londres, ofrecía no ha mucho en sus listas nada menos que tres libros de viajes en la Península, escritos por damas: lady Dunbar, miss Egre y misses Herbert, amén de otros tratados, artículos y correspondencias publicados después sobre cosas de España.

De la primera de estas autoras, considerada su obra como pasatiempo y recuerdo que quiere legar sin pretensiones, más bien a su familia y amigos que al público en general, poco tenemos que decir en contra; antes diremos en favor, que merece aplauso por la conducta que siguió y que debieran imitar cuantos por recreo quieren recorrer un país que les es desconocido. Esta señora anunció en el Times que deseaba hallar una persona familiarizada con el idioma y las costumbres españolas, que le sirviese de compañera, y tuvo la suerte de encontrar con la horma de su zapato en un cicerone femenino con cuyas alabanzas da comienzo a su narración, manifestando que le fue de grande ayuda, complacencia y economía en todo el discurso de su jornada. Mad. Dolores, que este era el nombre de la compañera de su excelencia, nacida en Sevilla, familiarizada con el inglés y el lenguaje popular español, de carácter vivo, y excelentes disposiciones, nos evitó por lo menos la repetida letanía de exacciones y decepciones, duelos y quebrantos con que suelen llenar las damas sus relaciones de viajes; porque todo lo encontró a punto y maravilla, gracias a la expedición, experiencia y disposición de su ad-latere, que todo lo allanaba y conseguía con su genio simpático y natural gracejo; y aun siempre hemos tenido la aprensión de que si Dolores hubiese escrito la historia de aquel viaje por España, sería uno de los libros más graciosos y divertidos que hubieran dado las prensas de este siglo.

Si de las manos de lady Dunbar y de misses Herbert, salimos bien librados con cortas excepciones, como después veremos, tuvimos la desgracia de no congeniar con la señorita Eyre; que es verdaderamente cosa de sentir entre los que nos preciamos de galanes e hidalgos con las doncellas. La descripción y pintura que de nosotros hace, no es así como quiera, resultado de un juicio desfavorable al comparar la civilización de su patria con la nuestra, sino de un odio profundo, implacable; de una especie de manía que pudiéramos llamar hispanofobia, y que culmina y se resuelve en repetir a cada paso que no hay en España un sólo caballero. ¡Válanos Dios! ¿Qué aire le ha dado a la señorita Eyre? ¿Qué víbora le ha picado, o qué perro rabioso le ha mordido en el suelo español, para que tan despiadadamente nos rocíe a cada paso con el hisopo de su cuasi-canina furia? ¿Por qué sendas o carreras habrá andado esta nueva Angélica andariega, que en vez de dar con Roldanes y Oliveros, topó siempre con jayanes y yangüeses? La señorita Eyre, es una doncella que frisa con medio siglo, o lo que llamamos en lenguaje vulgar una jamona pasada; pero no está en su mano detener el curso del tiempo, y no es esta razón para dejar de tratarla con el debido respeto. Tampoco parece ser muy favorecida por la naturaleza, según informes propios, mas esto no es motivo para que la molestasen y persiguiesen turbas de muchachos en las poblaciones, acosándola con silbidos, lluvia de pepinos y patatas, y gritando desaforados: ¡Parisi! ¡Parisi! ¡Inglesi! ¡Inglesi! y lo que es peor, sin que hubiera un caballero que tomase su defensa y pusiese coto a los desmanes de tales malandrines. Verdad es, que su pelaje era estrambótico y ridículo, y nada correspondiente a su edad ni a sus gracias, pero ella misma nos cuenta que había exhibido su continente en Francia, en Alemania y en otros países, y nadie le había dicho por ahí te pudras. Nosotros, que estamos ya acostumbrados a ver visiones de extrangis, cargadas de inviernos, con sombreros de paja estrafalarios, tirabuzones, moños y cintas de colores en la cabeza, refajo encarnado y medias del mismo color expuestas hasta la ligagamba, porque entre las inglesas, la modestia no pasa de las rodillas, paso hombruno, sombrilla descomunal en una mano y un libro de coro en la otra, no debíamos haber reparado en estantigua más o menos. Cierto es, que se dice que gruñía con todo el mundo, que regateaba hasta el último centavo, que incomodaba en todas partes con sus impertinencias, y su perrito Keeper, a quien llevaba constantemente en los brazos o amarrado con una cadena, y finalmente, que de todo se burlaba y todo lo zahería, amenazando siempre con su autoridad de escritora, y con que venía pagada por un editor de Londres para estudiar a España y escribir sobre ella un libro donde nos iba a poner cual digan dueñas. Pero que rayase a tal altura la ridiculez de esta señora mayor, y que lanzase tales fieros, no justifica la demasía de los imberbes malandrines, ni la sorna y aquiescencia de los barbados espectadores. Nosotros somos de opinión que anduvieron los unos asaz descomedidos, y los otros demasiadamente pacíficos en aquel meneo público. Decimos más, que como mutatis mutandis, tiene mucha analogía el caso de miss Eyre, con la entrada de Mr. de Pourceaugnac, cuando de Limoges se descuelga en París estrafalaria y ridículamente ataviado, y le persiguen y silban los transeúntes ociosos, debió haber en Barcelona un nuevo sbrigani, que hubiese tomado la defensa de la literata y del perrito faldero, entablándose el siguiente diálogo a imitación del de Moliére:

Miss Eyre.- ¿Qué queréis, turba incivil? El diablo lleve a Barcelona y a los necios que la pueblan. ¿No puede una dar un paso sin ir seguida de papa-moscas? Ozte allá, bausanes; cada uno a su oficio, si lo tiene, y dejad pasar a las gentes sin molestarlas.

Defensor, (dirigiéndose a las turbas). ¡Pues no faltaba más, señores! ¿Qué se entiende? ¿Se hace burla de ese modo de las extranjeras que llegan aquí?

Miss Eyre.- Este sí que es hombre razonable.

Defensor.- ¿A qué viene esa risa?

Miss Eyre.- Muy bien dicho.

Defensor.- ¿Tiene la señora en sí algo de ridículo?

Miss Eyre.- Eso es.

Defensor.- ¿Se diferencia en algo de las demás?

Miss Eyre.- ¿Soy yo tuerta o estropeada?

Defensor.- Aprended a conocer las personas.

Miss Eyre.- Dice usted muy bien.

Defensor.- La señora tiene una apariencia respetable.

Miss Eyre.- Verdad.

Defensor.- Sobre todo, con su faldero en brazos.

Miss Eyre.- Indudablemente.

Defensor.- Además, es literata.

Miss Eyre.- Del gremio de las medias azules, pagada por un editor, de la gran ciudad de Londres.

Defensor.- Autora de muchos libros.

Miss Eyre.- Que he escrito de Francia, de Alemania y de altri sitti.

Defensor.- Y os honra mucho con venir a España.

Miss Eyre.- Sin duda.

Defensor.- Y ya ha empezado su reseña de la Península, y nos va a meter un brazo por una manga.

Miss Eyre.- Seguramente.

Defensor.- La señora no tiene nadado risible, ni lleva una danza de monos en la cara.

Miss Eyre.- Justo. Caballero, muchas gracias por su bondad.

Defensor.- No hay, de qué, señora.

(Se continuará.)

Nicolás Díaz de Benjumea