La Ilustración Republicana Federal
Madrid, 11 de noviembre de 1871
año I, número 20
páginas 310-313

Nicolás Estévanez

¡Glorias cubanas! >

I

La prensa española ha venido ocupándose estos días del fusilamiento de Zenéa. Todos los periódicos han juzgado el hecho, y lo han comentado según sus creencias y aspiraciones políticas. Se han contentado algunos con lamentarlo; otros lo han condenado con energía y los demás lo aplauden, lo explican o lo disculpan. Esto sucede siempre en casos parecidos y no debe extrañarnos, pero hemos visto con sorpresa y con indignación que algunos diarios, olvidando la tradicional hidalguía de los españoles, han descendido hasta el extremo de insultar a Zenéa después de fusilado.

Algunos periódicos injurian a Zenéa llamándole traidor: no lo ha sido seguramente a su patria. Otros le injurian precisamente porque en las últimas horas de su vida no quiso ser traidor a sus creencias. Era Zenéa racionalista y libre pensador, y se negó como hombre digno y honrado, en las solemnes horas que pasó en capilla, a cometer la indignidad que se le proponía; la de abjurar de sus creencias, la de hacer traición a las ideas que más había amado en el trascurso de su vida. Y por esta prueba de valor y fe, por haber sido superior a toda pueril debilidad, por haber sido consecuente y noble hasta el instante crítico de pagar el tributo de su vida, hay diario liberal que aja su nombre, injuria su memoria y le apellida traidor. Compadezcamos a sus miserables detractores y prescindamos de ellos.

Juan Clemente Zenéa, que había nacido en la Habana en 1831, murió en los fosos de la Cabaña, víctima de una sentencia inmerecida y cruel, el día 25 de Agosto de 1871. Desde el triste lugar de su suplicio vería con honda pena las blancas azoteas de la Habana, la casa en [311] que nacieron sus hijos, los campos que circundan su ciudad natal y la pintoresca bahía descrita tan admirablemente en sus preciosos cantos.

Como Diego, como Gaspar Agüero, como Oscar Céspedes y el viejo Goicuria y el imberbe Ayestarán, murió Zenéa con toda la severidad de la inocencia, con toda la entereza del verdadero heroísmo. Pero más afortunado que sus compatriotas, anteriormente inmolados, obtuvo la gracia de morir pasado por las armas; no porque se le quisiera dispensar este favor, sino porque el verdugo de la Habana se encontraba a la sazón enfermo. Quien sabe si la grave enfermedad del ejecutor de la justicia procedería de exceso de trabajo en el ejercicio de su ministerio. Ciertamente es demasiado poco, para una ciudad tan grande como la hermosa capital de Cuba, un solo ejecutor de la justicia.

Proponemos por tanto al nuevo ministro de ultratumba, D. Víctor Balaguer, que triplique siquiera los verdugos, consagrando este patriótico recuerdo a su hermano en las musas Juan Clemente Zenéa, cuya afinada lira se consagró en un tiempo a cantar las glorias de la madre España, así como D. Víctor Balaguer dedicaba la suya a entonar loores y cantares a las grandezas de Isabel II.

El ministro encargado de nuestros negocios de Ultramar puede llamarse propiamente ministro de ultratumba, porque todos sus administrados van desapareciendo poco a poco del mundo de los vivos. En tres años de guerra han muerto en los combates, fusilados por sus enemigos o ejecutados por el infatigable verdugo de la Habana, cincuenta mil cubanos y treinta mil españoles. ¡Ochenta mil hombres asesinados por patriotismo! Lo patriótico es casi siempre inhumano.

Pero no se crea que el exterminio y el asesinato empezaron con la insurrección. Hace mucho tiempo que insulares y peninsulares viven separados por odio inextinguible. Intolerantes los unos y los otros, hicieron la guerra inevitable, y cuando estalló era muy fácil prever las catástrofes, los crímenes, los horrores que ha presenciado la más hermosa de todas las Antillas.

No había sido necesario que la insurrección diera principio para que las musas enlutadas miraran con dolor asesinatos como el de Zenéa. Si este ilustre poeta ha sido sacrificado a la pasión política en el período de la lucha armada, otros poetas no menos ilustres, no menos inspirados, habían perecido de igual modo cuando Cuba gozaba de una paz completa, solo porque en sus versos revelaban sentimientos de libertad y honor. Plácido, el bardo del Yumurí, el más conocido y celebrado de los poetas de Cuba, fue también fusilado en lo mejor de su vida. Heredia, el cantor del Niágara, también murió lejos de las playas de su querida Cuba, en la expatriación, a donde fue lanzado por la tiranía de Fernando VII.

Lo mismo Zenéa que Plácido, lo mismo Plácido que el inmortal Heredia, son bastante conocidos en el mundo literario. No haremos pues una crítica de sus bellísimas obras, cuyo trabajo por otra parte sería superior a nuestras fuerzas. Deseando, sin embargo, que los lectores de La Ilustración conozcan la pérdida sufrida por las letras castellanas con la prematura muerte de los inspirados vates que más han honrado a Cuba, no vacilamos en transcribir algunos fragmentos de sus poesías, no precisamente de las mejores, sino de las que por casualidad tenemos a la vista o conservamos en la infiel memoria.

Demos principio por Zenéa, cuya muerte ha motivado este artículo. Veamos de qué manera encantadora y sencilla nos dice que es poeta:

   Al salir temblando Véspero
del seno azul de los mares,
viene a besarme la frente
la musa de mis romances.

   Yo canto como los pájaros,
yo entonces lanzo a los aires
en la voz de la elegía
la expresión de mis pesares.
Morirá mi acento lánguido,
y si algún eco dejare
en la atmósfera del siglo,
no podrá ofender a nadie.

Cantando la Ausencia, dice:

   Dos aves detenidas en un ramo
cantando glorias y caricias mutuas,
al áspero silbido de las balas
nos fue preciso comenzar la fuga.
Mas yo te adoro, el corazón ardiente
tu imagen guarda en su interior oculta,
y está mi pecho con tu ausencia opreso,
rota mi lira y mi garganta muda.

El precioso romance Las tres novias del poeta, que parece una balada rhiniana, merece que lo copiemos íntegro.

   Tres novias tiene el poeta:
La primera es la mañana,
Rubia virgen que se envuelve
En un manto de oro y plata.
   Y la segunda es la tarde,
La beldad morena y lánguida
Que con gasas de luz fúlgida
Adorna su frente pálida.
   —¿Cuál es la tercera entonces?
—La noche, la más amada;
La que entre blondas de luna
Soñolienta y triste pasa.
   Cuando llega la primera,
Con las puntas de sus alas
Hace vibrar los idilios
Sobre las cuerdas del arpa.
   Al beso de la segunda
Salen del fondo del alma,
Con la voz del sentimiento,
Los romances y baladas.
   La tercera viene luego,
La bella musa elegiaca,
Y le brinda en copa de oro
La inspiración de las lágrimas.

En uno de sus mejores nocturnos encontramos la siguiente estrofa impregnada de melancolía:

   Vengo a pulsar el arpa un breve instante;
y en mi suerte más bella, solo espero…
¡que me sirva de tumba, como al Dante,
un camino tal vez del extranjero!

Y poco después, como presintiendo su desgraciado fin, añade:

   Tengo el alma, señor, adolorida;
y aunque a la voz de un triste no te asombres,
no me quieras culpar porque te pida
otra patria, otro siglo y otros hombres;
que en esta edad de tránsito que asoma;
con mi país de promisión no acierto:
¡mis tiempos son los de la antigua Roma,
y mis hermanos con la Grecia han muerto!

   ¡Señor, señor! El pájaro perdido
puede hallar donde quiera su alimento,
y en cualquier árbol colocar su nido
y a cualquier hora atravesar el viento, [312]
   ¡Y el hombre, el dueño que a la tierra envías
armado para entrar en la contienda,
no sabe al despertar todos los días
en qué desierto ha de plantar su tienda!
   Dejas que el blanco cisne en la laguna
el canto de los céfiros aguarde,
jugando con el brillo de la luna,
nadando entre los rayos de la tarde.
   ¡Y a mí, Señor, a mí no se me alcanza,
en medio de la mar embravecida,
jugar con la ilusión o la esperanza
en esta triste noche de la vida!

   Y yo, Señor, como apacible río
que oculta un monstruo en su callado seno,
canto en reposo y de mi mal me río,
¡y tengo el corazón de angustia lleno! [313]

Pero la mejor, la más perfecta, la más sentida de las composiciones de Zenéa es la que lleva por título Noche tempestuosa. Tiene estrofas como las siguientes, que revelan toda la nobleza del alma de su autor:

   ¡Murió la luna! El ángel de las nieblas
Su cadáver recoge en blanca gasa,
Y en un manto de rayos y tinieblas
El Dios del huracán envuelto pasa.
   ¡Qué oscuridad! ¡Qué negros horizontes!
¡Qué momentos de angustias y pesares!
¡Ay de aquellos que viajan por los montes!
¡Ay de aquellos que están sobre los mares!
   ¡Cuántos niños habrá sin pan ni techo
Que se lamenten de dolor profundo!
¡Cuánto enfermo infeliz sin luz ni lecho!
¡Cuánta pobre mujer sola en el mundo!
   Cansado el marinero se arrodilla
En la cubierta del bajel errante,
Y en vano busca en la lejana orilla
El faro salvador del navegante.
   ¡Qué triste noche! Y en mi hogar en tanto
Todo en el orden y en la paz reposa:
Duerme mi niña en su silencio santo,
Y se entretiene en su labor mi esposa.
   Sentimos ella y yo las agonías
Que sufre el hombre de diversos modos;
Me acuerdo yo de mis revueltos días,
Y nos ponemos a rogar por todos.

N. Estévanez

(se continuará.)


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Nicolás Estévanez Murphy 1870-1879
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