Faro
Madrid, domingo 22 de marzo de 1908
 
año I, nº 5
páginas 49-50

Miguel de Unamuno

Por el Estado a la cultura

Clasicismo del Estado y romanticismo de la región

En la tarde del pasado domingo 15, durante hora y cuarto, tuve mi atención pendiente de las palabras del señor Cambó en su conferencia del Círculo Mercantil de esta ciudad de Salamanca. Iba siguiendo con todo cuidado, no tanto lo que el Sr. Cambó iba dejando caer en el curso de su oratoria insinuante y serpentina, sino más bien aquello que iba reteniendo y guardando. Fué, sin duda, el orador sincero en lo que dijo, pero no fué acaso menos sincero en lo que calló, y su discurso, un discurso de reticencias.

Todo él, una requisitoria contra el Estado, este supremo producto de la política liberal, y una llamada al pueblo, a la nación, o, según ellos, naciones, que constituyen a España.

El discurso de Cambó me recordaba otro del Sr. Rubio y Lluch, que oí leer en la sesión inaugural del primer Congreso internacional de la lengua catalana, en Barcelona. En este discurso venía a decir el docto profesor de literatura española que como el catalán cerró su edad clásica literaria antes del siglo XVI, reduciéndose entonces a lengua de conversación, y atravesando así los siglos XVI, XVII y XVIII, hasta su renacimiento literario a mediados del pasado siglo XIX, pudo librarse de la influencia erudita que el Renacimiento ejerció sobre los demás idiomas romances en esos tres siglos. El Sr. Rubió y Lluch estimaba beneficioso para el catalán este silencio y obscuridad de casi cuatro siglos; así su idioma está más cerca del pueblo, que se estima ha quedado en el siglo XV.

La misma tendencia general en el discurso de Cambó: la de saltar hacia atrás cuatro siglos, los siglos del Renacimiento, de la Reforma, de la Revolución y de la constitución de las grandes nacionalidades de los Estados modernos, para retrotraernos al reinado de los Reyes Católicos, y reanudar desde allí una historia que, como no ha sido, no puede, en ningún respecto, volver a ser. No han pasado en vano esos cuatro siglos, los más fecundos acaso de la historia moderna.

Decía Cambó que, después de hecha la unidad española con la unión de las coronas de Castilla y Aragón –éste era principalmente Cataluña– bajo los Reyes Católicos, el curso natural de nuestra historia se torció con la venida de Carlos I, un extranjero, que llevó la política española, tanto en lo exterior como en lo interior, por derroteros distintos de aquellos otros que el pueblo, dejado a su inspiración propia, habría seguido. La obra de Castilla estaba, según Cambó, en el Norte de África, la de Cataluña en la conquista mercantil del Mediterráneo, y Carlos I llevó a una y a otra a guerras en el interior de Europa.

Dos cosas calló el hábil catalán. La primera, que aquella política del primer Austria, que a Cambó le parece fue una política contraria a las aspiraciones y a los intereses de los pueblos españoles, se hizo al servicio de la unidad católica, constituyendo a España en el brazo armado del catolicismo y el adalid de la Contra-Reforma. Esto se lo calló. Había muchos curas –y hasta algunos frailes– en su auditorio; eran los que con más complacencia le oían, los que más bravos y muy bien dejaban escapar de sus pechos, los que más le aplaudieron. Detrás de él se sentaba un obispo.

Otra cosa se calló, y fue la obra del descubrimiento, conquista y colonización de América, la más grande obra del pueblo castellano –pues fué Castilla quien la llevó a cabo– la obra que ha hecho de la lengua castellana nuestro más rico tesoro, una lengua internacional de una veintena de Estados; una lengua que llegará a ser la primera del globo, y que, por su vasta internacionalidad, no por otra cosa, acabará por imponerse en España a todos los restos de las demás lenguas aún en ella subsistentes.

La obra castellana del descubrimiento, conquista y civilización del Nuevo Mundo; la más grande contribución de España a la labor del humano linaje, trasladó la majestad del Mediterráneo al Atlántico e hizo la hegemonía de Castilla. Y si España se desangró y empobreció por ella, fue para dar vida a toda una familia de naciones, que tienen por sangre espiritual el habla castellana. La decadencia que a ese esfuerzo siguió fue una gloria, «como lo es la santa palidez de la mujer convaleciente, después de haber sido madre dolorosa de un hombre, que es también un mundo», como dice con su habitual grandilocuencia el más grande de los oradores en lengua castellana hoy vivos, esto es, el uruguayo Zorrilla de San Martín, el gran poeta. (¿Sin ser poeta, cabe acaso ser grande orador?)

El conferenciante, en su rápida excursión histórica se detuvo en la desamortización de los bienes de la Iglesia; pero se tragó todo lo de América, como si esto no hubiera existido y sido la mayor empresa internacional de España.

Y en esto de la internacionalidad es en lo que quiero aquí detenerme, ya que la conferencia de Cambó me ha corroborado en mi convicción de ser este Estado, de que los catalanistas abominan, el supremo órgano de cultura y de liberalización que en España tenemos.

Esos cuatro grandes siglos, desde el XVI al XIX, esos siglos del Renacimiento, de la Reforma, de los reyes absolutos, de la Revolución y de la forja de las grandes nacionalidades modernas, esos siglos, que abre Lutero y corona Napoleón, son los siglos que han creado el Estado moderno, y con él el ideal civil de la vida moderna.

Los pueblos, esos pueblos a cuyas energías apelaba Cambó, no han tenido nunca política exterior o internacional alguna; jamás han aspirado a otra cosa que a que les dejen en paz y en su vida cotidiana. Una vez que hubieron echado al moro de sus tierras, maldito si sintieron deseos de ir a quitarle las suyas en su Morería. Las empresas exteriores, internacionales, son siempre cosa de una minoría, de la minoría misma que asienta las libertades hondas. Al pueblo le basta con que le dejen recoger sus frutos y comérselos, y con que, mediante una Inquisición cualquiera, le aseguren la paz espiritual, que no le turba las siestas.

Un individuo es ciudadano cuando tiene conciencia de sus derechos y deberes civiles frente a los demás ciudadanos, y un pueblo es verdadera nación, es Estado, cuando hay en él quienes guardan una conciencia de sus deberes y derechos frente a los demás pueblos. Y esta conciencia internacional es reflejada hacia dentro, hacia los problemas interiores, la verdadera garantía de las libertades profundas. Hay cosas que en la política nacional no pueden hacerse por un sentimiento de responsabilidad moral ante Europa, ante las demás naciones, con que tenemos que convivir. Hay mucho más sentido y mucho más hondo de lo que se cree en aquella frase, que suele tomarse a broma: ¿Qué dirán las naciones europeas?

Y el guardián de esta responsabilidad, su órgano y a la vez garantía del liberalismo, es el Estado, ese Estado moderno execrado por cuantos quisieran volvernos al reinado de los Reyes Católicos. El Estado es hoy el escudo de las libertades individuales, frente al pueblo mismo.

Una alusión hizo Cambó a la autonomía universitaria, suponiendo que si una mancomunidad de las provincias castellanas tomase a su cuenta esta vieja Escuela Salmantina y la hiciera autónoma, florecerían aquí las ciencias, las letras y las artes. Lo dudo mucho, y aún más que lo dudo, lo niego.

En la situación actual del espíritu público español –en cuanto puede llamársele espíritu– el golpe más rudo que podría recibir la cultura española sería el hacer completa y perfectamente autónomas a nuestras Universidades. Con claustros que no están hechos ni por Universidades autónomas ni para ellas, tal autonomía vendría a resultar un desastre. Y si se hicieran claustros por ellas y para ellas, tanto peor. Lo primero que se restablecería, la censura.

No es posible ya en España ministro alguno de Instrucción pública, por reaccionario que se le suponga, que restablezca el índice inquisitorial para las bibliotecas públicas oficiales, y no es posible esto, merced a ese sentimiento de responsabilidad moral ante el resto del mundo culto, de que es órgano el Estado. Pero este sentimiento no lo tienen, en general, nuestros claustros, y Universidad habría –tal vez la de Barcelona– donde la mayoría de los profesores votaran por someter a expurgo, conforme al Índice católico, las obras de sus bibliotecas universitarias.

Decía Cambó con cierta sorna que hoy cada profesor sirve para todas las Universidades y hasta para todas las asignaturas. Para todas las Universidades, sí; y ¿por qué no? ¿Es que la química catalana es distinta de la química gallega, o es diferente la historia en Granada de como lo es en Valladolid? Bien se ve aquí la reticencia. Los profesores todos de la Universidad de Barcelona han de ser catalanes, para explicar en catalán, háganlo mejor o peor.

Para justificarlo, añadía Cambó que la ciencia no tiene eficacia ni valor sociales cuando no es apasionada, cuando es fría y abstracta. Pasión, sí, pasión hace falta para cultivar y enseñar la ciencia; pero es la santa y ennoblecedora pasión de la ciencia misma, es el amor desenfrenado a la verdad, es el entusiasmo por arrancar a la Naturaleza, al espíritu y a Dios sus secretos. ¿O es que quiere hacer Cambó de la Universidad de Barcelona una escuela de catalanismo también? ¿No basta acaso con todo lo que esos movimientos regionalistas, el de su tierra y el de la mía sobre todo, han manchado la ciencia, fraguando una historia, una etnología, una filología y hasta una filosofía social henchidas de fantasmas y de sofismas y de arbitrariedades al servicio de las insaciables vanidades colectivas de los pueblos?

La ciencia –bien lo decía Platón– no es cosa del vulgo, y a los prejuicios del vulgo quieren sacrificarla los que tratan de hacer de ella, en Universidades regionales, instrumento de sus caprichos y arma de política. Porque esa pasión que para la enseñanza de las ciencias y las letras pedía Cambó, el político, es una pasión espuria, que mancha y degrada a la ciencia, la cual se mantiene con el fuego sagrado de otra pasión más pura, de la pasión por la verdad, por la libertad de investigación y de pensamiento, por el odio a la falsificación, por la sed de cultura.

Y este amor supremo, entiéndanlo bien los que como Cambó piensan, este amor supremo lo tenemos muchos de los espíritus críticos, faltos de fe, según Cambó, porque no es nuestra fe su fe –si es que él tiene alguna– muchos de los que arrastramos nuestro propio cadáver, según frase del habilísimo político, que lleva su espíritu vivo Dios sabe a donde. Sí, hay una fe en nosotros, aunque no sea fe en un pueblo que nos haga diputados, para que luego podamos ser ministros; hay una fe en nosotros, los espíritus críticos, y es una fe en la cultura y en la verdad.

Y porque creemos en esa cultura y en la verdad científica, queremos un Estado fuerte que la defienda y hasta la imponga.

Todos esos ataques al Estado, son ataques al liberalismo.

Cuando oigáis que alguien, sobre todo si es conservador, pondera mucho aquello de que debe sobreponerse la educación a la instrucción, y lo de que no es enteramente cierto que donde se abra una escuela se cierra un presidio, entended que no tanto aboga en pro de la educación como en contra de la instrucción. Es peligroso que el pueblo adquiera nociones exactas y científicas de astronomía, de geología, de biología, de historia religiosa y de evolución de los dogmas. Pan y catolicismo, y basta.

Y cuando oigáis execrar del Estado y culparle de nuestros males y pedir que volvamos a los Reyes Católicos o poco menos, y entonar himnos a la vida local, y a la energía difusa de los pueblos, entended que se está execrando de la obra religiosamente santa del Renacimiento, de la Reforma y de la Revolución: entended que se está combatiendo al liberalismo y, sobre todo, a la libertad de conciencia. Se ataca a los Estados porque ellos son, frente a la Iglesia, la garantía de la libertad y del progreso de la cultura.

El diestro sofista catalán no hizo la menor alusión directa al problema religioso, al problema de la perfecta libertad de conciencia, y, sin embargo, es el radical, y es el que palpitaba por debajo de lo que iba dejando caer de sus finos labios de sofista.

Todo eso del problema catalán –que acaso no es tal problema–; todo eso de la Administración local, parece traído adrede para apartar de los espíritus, a los que se quiere mantener en una paz bochornosa y dañina, las preocupaciones supremas, aquellas que empezó a azuzar la discusión del proyecto de ley de Asociaciones.

Y, sin embargo, entre un liberal catalán y un liberal castellano, cuando sean verdaderamente liberales, ha de haber siempre más solidaridad de aspiraciones, de sentimientos y de intereses morales que entre un liberal y un católico catalanes o uno y otro castellanos entre sí. Y el sustento de esta solidaridad es, hoy por hoy, el Estado.

Siendo yo casi un niño, oí una vez a un paisano y convecino mío decir que aunque todos los bilbaínos se hicieran carlistas, Bilbao seguiría siendo liberal. Y así puede decirse que, aunque todos los españoles se hicieran lo que Cambó aparece ser, España, el Estado español, tendría que seguir siendo liberal. Aunque tengamos eso de la religión del Estado y la unidad católica oficial.

El diestro y serpentino político catalanista, al exponernos el catalanismo exotérico, nos decía que es un movimiento romántico y sentimental, nacido en gran parte de la labor de archiveros de los Milá y Fontanals, Aguilós y Bofarulls, que creyendo hacer obra de archivo hicieron obra de política. Sí; es un movimiento romántico y sentimental, que huele a polvo de archivos, y como todo movimiento romántico y sentimental, sobre todo si lo es de archiveros, reaccionario. Del sentimentalismo romántico, asustado de la severa desnudez de la ciencia y enamorado de la pintoresca Edad Media, brotó un Chateaubriand; de él brotó también un cierto neo-catolicismo sentimental, ahogando la severa verdad clásica.

Ese romanticismo sentimental con raíces de archivo, puede dar frutos de dulzura estética en el arte y en la literatura; pero en la política no da sino frutos de veneno de muerte. Y Cambó, aunque catalán, o más bien por serlo, comprenderá que tampoco la política es estética.

Y eso de que el catalanismo sea sobre todo romántico, es cosa que daría mucho que hablar. El buen tendero se enternece y hasta llora leyendo una balada; pero no desatiende al parroquiano ni equivoca la vuelta.

A Cambó no le gusta la europeización, y se comprende, y no le gusta Madrid. Y es porque Madrid es ciudad más europea, más universal, que Barcelona, pese a las apariencias, y es mucho más liberal. Nos dijo que si se hubiera establecido la Corte en Toledo, en Valladolid o en Salamanca, ciudades con tradición entonces, la ciudad habría absorbido a la Corte, castellanizándola y españolizándola; pero como se estableció en Madrid, villa sin importancia ni significación entonces, la Corte absorbió a la villa.

Y gracias a esto, añado yo, pudo ir fraguándose, aun bajo el supuesto absolutismo de los reyes, el espíritu liberal que culminó, al fin, bajo el gran Carlos III.

El primero de los Austrias acabó con las libertades castellanas y el primero de los Borbones con las libertades catalanas, repetía Cambó. (Y digo que repetía porque esto se dice mucho.) ¿Con que libertades? ¿Qué clase de libertades eran aquellas y en provecho de quién?

Y el régimen político que aspiran a entronizar los catalanistas a lo Cambó, habría de acabar, no me cabe duda de ello, con las libertades individuales que debemos al Renacimiento, a la Reforma y a la Revolución, y si no acabar con ellas, que esto no es ya posible, infligirles por lo menos un severísimo golpe.

El problema es un problema internacional, lo repito. España tiene que vivir, como pueblo culto, frente a los demás pueblos cultos y con ellos, y tiene que hacer obra de cultura. Y sólo puede vivir esa vida y llevar a cabo esta obra siendo un Estado unificado y fuerte en su unidad, con una lengua –y una lengua internacional, como por dicha es la nuestra– como su instrumento espiritual, y con una visión de libertad de conciencia y de culto a la verdad del clásico saber humano.

Y todo eso de aflojar este lazo y acusar las diferencias interiores; todo esto de querer entregarnos a lo que llaman la vida local, no es más que querer entregarnos a la tutoría de la Iglesia.

Ya se prepara ella. Por todas partes es el clero católico el que anda descuidando la enseñanza del dogma, y aun esquinándola –apenas ha repercutido en España lo del llamado modernismo– para entregarse a la labor de crear Sindicatos agrícolas, Círculos de obreros y Asociaciones de todas clases. No se preocupan del valor del cuarto Evangelio, o de si tiene o no validez histórica las supuestas pruebas de la resurrección del Cristo, ni de si es o no una concepción absurda la de una eternidad de penas, no; de lo que se cuidan es de asociar a obreros y campesinos, para gobernar mañana los pueblos.

Al acabar Cambó su conferencia, y al ir yo a saludarle y felicitarle –pues como obra de arte y de política merecía ser muy felicitada– me entraron ganas de decirle: Bien, todo eso no está mal; pero usted, que ha oído su misa esta mañana, ¿cree usted en el Purgatorio y en la infalibilidad del Papa? Porque esto es lo esencial aquí.

Tenemos los liberales que defender la obra del Renacimiento, de la Reforma y de la Revolución, agrupándonos en torno al Estado, a este supremo órgano del liberalismo, brotado de la tradición clásica y de la noble ciencia, que jamás se puso al servicio de egoísmos ni vanidades colectivos, del Estado, garantía de los derechos del hombre, de las libertades individuales, que, por ser las de cada uno, son las de todos.

Frente a todos esos que quieren reanudar la Edad Media, borrando cuatro siglos de la Historia, hay que luchar por el pueblo, hasta contra el pueblo mismo. Y quédese el romanticismo sentimental, que hunde sus raíces en polvo de archivos, para hacer leyendas del Conde Arnau o serventesios.

Miguel de Unamuno

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1900-1909
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