Alma Española
Madrid, 8 de noviembre de 1903
Año I, número 1
página 9

José Martínez Ruíz
Teatros. La Farándula
Prólogo en que un pequeño filósofo declara sus perplejidades

Estábamos los dos sentados en las últimas filas de butacas: él era un pequeño actor, viejo y asmático; yo soy un pequeño filósofo, que tiene un paraguas enorme, de seda roja, y una cajita de plata repleta de fino y oloroso tabaco. Estábamos los dos acurrucados en nuestros sillones enfundados de lienzo blanco: la débil luz de la batería ilumina, al ras de las tablas, las figuras pálidas de los actores que declaman, se detienen, tornan a comenzar, vuelven a detenerse, mientras un señor terrible y furioso exclama a grandes voces: «¡No, no; eso no es así!». «¡No, no; tornemos a comenzar!»... Yo pienso en las andanzas y transmutaciones de la vida y la muerte, tal vez tomando pie de este simbolismo del teatro –lector, yo soy un poco místico–; mi acompañante tose, tose pertinazmente, encorvándose, poniéndose la mano ante la boca. Lector, otra advertencia: yo amo apasionadamente a estos viejos actores que han llegado a la fría y desoladora senilidad del actor entre telones, vistiéndose y desnudándose precipitadamente en los cuartos angostos, sin afecciones sólidas, sin hogar seguro, peregrinando por el mundo, ligeros, inconstantes, fugitivos, deleznables... Y este actor que está ahora junto a mí, aquí, en la sala semi–obscura, viejo, achacoso, tosiendo a cada instante, hace nacer en mí –créelo– una viva, una perdurable ternura hacia esa gente. Tal vez ellos son, entre todos los hombres, los que viven más fuertemente de la ilusión; ellos se creen con un talento enorme, y acaso tengan un talento pequeño; ellas –si son mujeres–, quizás se juzguen gentiles y bonitas, y no sean tan gentiles ni tan bonitas.

Pero la vida pasa; la imagen produce en nosotros el mismo efecto que la realidad innegable. ¿Quién ha sido tan feroz que ha identificado bárbaramente la Verdad y el Bien? ¿Por qué todo lo bueno ha de ser verdadero, y todo lo verdadero ha de ser bueno? No, no; yo tengo en el fondo de mi alma un secreto y tremebundo odio contra ese Platón que ha lanzado, entre los plátanos de Academos, su aforismo de que «la Verdad y el Bien son idénticos»; contra ese Sócrates que va por las casas de Atenas desengañando a todos los ilusos de sus quimeras...

Y ya ves, lector, cómo yo voy pensando y filosofando en estas cosas trascendentales, en tanto que allá, a lo lejos, en la rampa, los actores declaman, se detienen, recomienzan, y un señor apocalíptico grita levantando los brazos al cielo: «¡No, no; no es así!» «¡No, no; tornemos a comenzar!» Pero yo, que tengo mi paraguas de seda roja entre las piernas y me apoyo pensativo sobre él, yo no oigo casi estas voces desaforadas, y continuaría devaneando por mis ensueños, pensando en Sócrates, pensando en Platón, si de pronto una tos de mi vecino, más seca y más pertinaz que todas, no me volviera a la realidad miserable. Entonces, abro del todo los ojos, entornados gratamente, y considero que no estoy, como yo imaginaba, en un lugar de viva y honda intelectualidad, donde se siente, donde se piensa, tal como el Pórtico de Atenas o el huerto de Epicuro, sino sencillamente en un teatro, durante el ensayo de una obra española, Con las luces a media llave y un señor que da gritos, indignado. Y luego, cuando una señora, en el lejano escenario, ha terminado un parlamento, y mi vecino, el viejo actor, me susurra al oído: «¡Qué gran actriz que es esta mujer!»; luego, al oír estas palabras, mi tristeza y mi angustia suben de punto. Y poco después, cuando un señor de barba blanca, que está en el escenario, les ha hecho una observación a los actores, y mi vecino ha tornado a exclamar: «¡Qué talento tiene este hombre!»; el conflicto que se ha hecho en mi espíritu ha llegado a su grado máximo. ¡Ya estoy preso en la realidad despreciable¡ Ya he caído desde las altas cimas de la especulación filosófica a los parajes prosaicos de la menuda crítica. ¿Es tan grande esta actriz como dice el pequeño actor? ¿Es tan sabio este hombre? ¿Diré la verdad? ¿Contribuiré a mantener incólume el error? «Di la verdad, di la verdad –grita en mí el crítico implacable de los hombres y de las cosas; –di la verdad; desengaña de su quimera a este viejo y petrificado actor que está tosiendo a tu lado toda la noche; lleva la luz a su cerebro hueco; ¡Ilumínale, ilumínale!» Y otra voz más suave, más afable, más mundana, la voz del pequeño filósofo, con su paraguas y su cajita de plata, contesta: «No, no; no seas feroz, no seas implacable, no seas cruel. ¿Para qué vas a quitarle sus ilusiones a este pobre viejo? Acabas de abominar de Platón y de Sócrates, y vas tú ahora a parodiarlos vilmente: no te conoces a ti mismo; eres un pobre hombre que quiere ser filósofo y no consigue serlo, a pesar de tu paraguas y de tu tabaquera. Acuérdate que lo primero que ha de hacer un filósofo, es pasar por la vida «como un espectador»; acuérdate que Montaigne, el pensador a quien tú tanto admiras, decía: «Mi oficio y mi arte es vivir», y que La Fontaine, que es tu otro autor de cabecera, recomendaba que gritemos: «Viva el Rey» o «Viva la Liga», según sea el Rey o la Liga quien mande... Pequeño filósofo, eres un majadero.

¿De qué le servirá decir que estos actores que aquí están ensayando, y a quienes todos reputan por insignes, son unos actores medianos y discretos? ¿Cuánto provecho ganarás con afirmar a los cuatro vientos que este señor que dirige la parte artística de la campaña es un señor vulgar, autor de unos artículos ramplones, sin hondos conocimientos de estética, de arqueología y de historia? ¿Qué voz amiga te consolará en tus tribulaciones, si todos los ingenios de hogaño se concitan contra ti porque has dicho que casi todos los dramas, comedias y sainetes que se ponen en los tinglados públicos de España son monumentos de estulticia e inopia? Pequeño filósofo: eres un majadero.»

Y yo he visto que esta voz que susurraba en mí mismo, tenia razón. Y yo me he puesto triste. Y yo he sacado mi caja de plata, y me he imaginado que el perrito de oro que tiene grabado en su tapa, ladraba hacia mí rabiosamente por mi agresividad e intolerancia. Y entonces he cogido mi paraguas de seda roja y me he alejado en silencio, mohíno, cabizbajo, pensando en la loca vanidad de las cosas humanas.

J. Martínez Ruíz.

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