Alma Española
Madrid, 29 de noviembre de 1903
Año I, número 4
páginas 1-3

Miguel S. Oliver
Alma mallorquina

Ningún estudio tan atrasado en España como el de la geografía. Este mismo atraso me obliga a algunas indicaciones previas. Mallorca no es más que una isla, aunque la principal de las Baleares; y hablo de alma «mallorquina» y no de alma «balear», porque rarísimas veces un archipiélago presenta caracteres de unidad espiritual, de unidad de cultura y aspiraciones. Es muy frecuente, por el contrario, que existan entre los habitantes de las islas vecinas rivalidades, prevenciones y hasta odios. El cubano no es como el portorriqueño; el mallorquín no es como el ibicenco, y mucho menos como el menorquín. Cada isla constituye un pequeño mundo, confinado y encerrado en sí mismo. Si a esto se añade la influencia de dominaciones políticas diversas, ora por parte de Francia, ora por la de Inglaterra, que han pesado sobre Menorca hasta hace un siglo, comprenderemos la dificultad de reducir a un común denominador el temperamento de los baleáricos.

Tipo de payesa mallorquina, fotografía de Franzen
Tipo de payesa mallorquina.
Fotografía de Franzen.

Mallorca, por su extensión al menos, da el tono y ofrece ciertos rasgos esenciales y originarios que convienen también a las demás islas. Pueblo de raza catalana el suyo, ha perdido a través de la historia, en menos de setecientos años, aquella fuerza bravía, aquella virulencia y vigor del temperamento que distingue, aun ahora, a los catalanes. Las luchas de los campesinos contra los ciudadanos en el siglo XV, y la feroz germanía en el XVI (llenas de episodios y personales carniceros que parecen un anticipo de la «jacquerie» y el Terror), lo dejaron extenuado y como exangüe. La isla, repoblada después de su conquista (1229) por magnates del feudalismo pirenáico, nobles tarraconenses y mercaderes y burgueses de Barcelona, constituyó una verdadera colonia de Cataluña. El tipo se ha desviado, evolucionando con el tiempo y la diversidad de ambiente, hasta parar en cierta molicie dulzona y honrada, en cierta indolencia, ¿cómo diré?, de «criollo». En el mallorquín puede verso algo y aun mucho del criollo oriental de España.

Es fino, flexible, sutil. Se distingue por su poder de asimilación pasiva. La que llaman los sociólogos denacionalización de un pueblo por otro, resulta fácilmente observable en el nuestro. Un catalán, un castellano, viven años y más años entre nosotros, y conservan, hasta la muerte, una personalidad incorrupta, y su acento, su puchero, su porrón. El último de los obreros mallorquines que se traslada a Barcelona, habla catalán cerrado entes de ocho meses. El mallorquín no absorbe en Mallorca al extraño, sino después de una o dos generaciones, y es absorbido inmediatamente fuera de la isla. Se americanizan en América nuestros emigrantes, como se afrancesaron en Marsella, Lyón y Burdeos los negociantes de naranja de Sóller. Esto no obsta a que muchos sientan el mal de la ausencia, expresado por nuestra palabra más característica: «añoranza».

Sin embargo, esta añoranza tiene más de «geográfico», que de espiritual. Es un apego taciturno a la gleba, como tengo dicho en otra parte, y lo mismo puede experimentarlo un hombre que una codorniz. Para ser distintiva del sentimiento de patria, le falta el aprecio de la solidaridad de raza, muy amortiguado en el mallorquín como no pertenezca a las clases intelectuales y lo tenga adquirido, por los libros, indirectamente. Lejos de sentir el orgullo de su origen, sobre todo hace veinte años, algunos se esforzaban en esconderlo. Era frecuente el caso de estudiantes mallorquines que se atufaban al tomárseles en Madrid por catalanes o por isleños, considerándose marcados con el estigma infamante que la chacota cortesana aplica a ciertas comarcas españolas, como la infeliz y dulce Galicia. Alguna vez hay que añadir a los «separatistas» de intención los «separados» de hecho, por una malquerencia cuatro veces secular e imbécil. El policía, el aguador, el auriga, el sereno gallego, que infestan la literatura cómica y forman un tópico, nauseabundo ya del teatro español, son otras tantas puñaladas dirigidas al corazón de España. Revela en sus autores un temperamento basto y soez. De donde la ineptitud no saca más que esas boñigas, un López de Ayala coge las rosas perfumadas e inmortales del idilio de los criados, en «Consuelo».

Cohesión como pueblo, he aquí lo que falta a los mallorquines. Son miles y miles de moléculas que no se agrupan mediante una afinidad o sentimiento colectivo. El mallorquín no es separatista ni aun en el sentido en que lo son generalmente los pueblos isleños. No es antiespañol ni antipatriota, sino «anapatrio». Todo lo que ha habido en Mallorca de bullangas bélicas y recepciones de héroes del Ramblazo, ha sido superficial, ficticio y de comparsería, ha sido obra de la ciudad, y aun en ella obra de la colonia presupuestívora o de esa burguesía que lee los periódicos, y, quieras que no, ha de bordar también banderas de combate y recoger la colilla del soldado. No es tampoco mallorquinista ni catalanista; fuera de los elementos intelectuales y literarios (en su parte más vigorosa inclinados hacia Cataluña), sólo hemos tolerado la fórmula del «regionalismo bien entendido», que es la centralización, como la «libertad bien entendida» es el caciquismo. La carencia de un sentimiento de patria, de patria «política», definido y enérgico, sea para Mallorca, sea para España en su integridad, es lo que distingue a mi país: es lo que observan cuantos viajeros pasan por la isla. Jorge Sand, en su famoso «pamphlet», poníalo de relieve. Ouejábanse de ello los refugiados españoles de 1812, con Antillón, el famoso diputado de las Extraordinarias, a la cabeza.

Antes, sí, el centro de cohesión hallábase en la fe religiosa. Hasta mediado el siglo XIX fue éste el sentimiento predominante, colectivo y casi único. Otro de aquellos emigrados, Pérez de Arrieta, no veía en Mallorca más que «una inmensa colonia eclesiástica». El abuelo decía a sus nietecillos, cuando le besaban la mano: «Que Dios os haga santos inquisidores». Las fiestas de la beatificación de Catalina Thomas en 1792, fueron un espasmo delirante, como un aura epiléptica. Cuando la reacción de los «persas», en 1814, el pueblo condujo en volandas a los antiguos inquisidores hasta el abolido tribunal, sin esperar su restablecimiento; en estas procesiones y tumultos, la multitud daba vivas frenéticos a la fe y al Santo Oficio, mientras muchos militares, según un cronista, iban cantando el «Te Deum». Antes de la invasión de forasteros que trajo la guerra de la Independencia, «las mujeres del siglo, por su recato y vestir, parecían religiosas de claustro»... También se ha roto esta cohesión, y hasta en las comarcas rurales aparecen tenues manchas de impiedad y librepensamiento.

La indolencia y dulcedumbre a que me he referido, apoyada en un bienestar general, aparta al mallorquín de las preocupaciones serias y hondas. La «charrette» típica del país y la casa de recreo en algún suburbio, son dos ideales del palmesano de todas las condiciones, que se inspira, muchas veces sin saberlo, en la dulce filosofía de Horacio. Hay aquí organización de partido, como en las provincias continentales; pero exceptuando algunos elementos directores y con ideas, ello no es más que el medio de conquistar el poder local y satisfacer ambiciones Individuales y modestas, sin preocupación del «credo», de los programas, de la regeneración... ¡Eso... alIí, en Madrid, lo arreglarán! –pensamos todos– y nos vamos a nuestro «chalet» de Génova o la Bonanova a ver como siguen los crisanthemos y las minúsculas avancarias. Este espíritu contemplativo y quietista degenera algunas veces en pusilanimidad o en candidez. Sobre todo, antes de que el telégrafo y el vapor hiciesen tan rápidas las comunicaciones con el mundo continental, se observa en nuestros analistas locales y en los periódicos de la primera mitad del siglo pasado, no sé qué de sorprendido y como bobalicón ente las novedades, trastornos y progresos de la raza humana. Diríase que la interrupción geográfica interrumpe en cierto modo la solidaridad de la especie, y que asistimos como espectadores, y no como actores, a una función de cosmorama. La originalidad y la iniciativa sucumben al terror del ridículo que todos experimentamos y el amor del término medio que todos sentimos. Nos agrada seguir la moda, y la seguimos con gusto algunas veces exquisito; pero nunca nos atreveríamos a darla, aunque para ello fuésemos solicitados.

Esta misma distinción de gusto, este equilibrio del criterio y la carencia de un ideal propio, surgido del terruño natal, hacen que Mallorca esté en disposición de seguir en España aquella tendencia que sepa seducirla definitivamente. Desde hace diez años siente como un extraño prurito ó comezón de alas que pugnan por salir y tenderse al espacio; una caIenturilla, como dijo Alcover, de linfa vital recién inoculada. Vacila entre lo viejo y lo nuevo; entre el parlamentarismo caduco y la pavorosa amenaza catalana. Si de una manera real y honda ve aparecer la nueva España en el seno de las mismas razas que hasta ahora han preponderado, a ellos se abrazarán resueltamente. Si el nuevo ideal de vida europea lo realizan estas otras regiones Ievantinas y del Norte, se sentirá por ellas atraída. Al fin y al cabo, no habría en esto más que reproducción de un hecho histórico: en 1640, en los días, todavía brillantes, del Conde-Duque, se mantuvo contra Cataluña en la guerra de los «segadores»; sesenta años más tarde, en la vergonzosa herencia de CarIos el «Hechizado», abrazó la causa de Cataluña contra Felipe V.

Cómplices de tal inopia y pasividad, son este clima espléndido, esta naturaleza virgiliana y exquisita. «La verde Helvecia, bajo el cielo de la Calabria, con la solemnidad y el silencio del Oriente», que Aurora Dupin descubrió en Mallorca, infunde como una placidez y ensueño regalado, un «otium divos» a que es muy difícil sustraerse. Así se engendra un pueblo de artistas: artistas de la vida, artistas de la palabra, de la idea y del color. Por encima de las ruinas y disgregaciones de que he hablado, flota el alma tradicional y poética de Mallorca, llena de fantasía piadosa, de tranquila resignación y contentamiento. Palpita en sus consejas o «rondalles», en sus canciones populares y sus melodías, impregnadas de misteriosa somnolencia oriental. La musa de Mallorca, ruborosa y campesina, espiga en los rastrojos, como Ruth, y ofrece, como Rebeca, su agua el caminante, a la vera del pozo antiguo. No tiene, en el mismo grado que la musa galaica, el poder elegiaco y el don de lágrima o de ternura arrulladora; pero es suave, «añorívola», fresca y muy sana. Un innato sentimiento de la armonía ha atemperado aquí y como regularizado los furores románticos y los mismos edificios góticos: así la Lonja y el castillo de Bellver. Lo nuevo y lo viejo, las pasiones modernas y las leyendas feudales, todo pasa por este baño de serenidad clásica. El insigne colector de los romances castellanos, D. Agustín Durán, se compenetró admirablemente de tal espíritu al versificar, en «Las torronjas del vergel del amor», una de las más sugestivas consejas mallorquinas.

Desde 1840 hasta nosotros, ha soplado sobre Mallorca un aliento de alta y salubre poesía. Literariamente se ha adherido la isla a la restauración de la lengua catalana, uno de cuyos dialectos habla todavía en todas las clases sociales. La esterilidad poética –de poesía culta– durante los tres siglos de abandono del nativo idioma, se ha compensado en cincuenta años. Los dos Aguiló, Roselló, Peña, Costa, son altas encarnaciones de la inspiración genuinamente insular. En el «clair de Iune» de esta restauración romántica, como en la transparencia de un lago, se ha contemplado Mallorca a sí misma y ha divagado en dulce soliloquio. A la poesía catalana continental, han aportado los isleños su canon de pureza y de tranquilo equilibrio, enemigos siempre de las cosas extremadas, siempre más enamorados de lo perfecto que de lo grande. ¿Serán estos ensueños de adolescencia y esta divagación lírica precursores de una fuerte y robusta virilidad?

Miguel S. Oliver

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