Alma Española
Madrid, 6 de diciembre de 1903
Año I, número 5
páginas 1-2

José Nogales
Alma Andaluza

La breve impresión que me han encomendado, y que daré en este artículo, no es de las fáciles y llanamente hacederas; en estricta conciencia, acaso se podría decir que es de las que tocan en lo imposible. Y allá va la razón. Dentro de la porción geográfica que llamamos Andalucía, hay verdaderos extremos diferenciales, así en el medio físico como en aquellos elementos que atañen a lo étnico. Estos diversos extremos diferenciales tienen mayor afinidad con otros lejanos, extraños a la región, que unos con otros entre sí.

Y de esta complejidad se derivan tantos aspectos y tales dificultades en la observación, que la síntesis reclamada no podría obtenerse. Habría que dar mayor espacio al estudio y ponerlo al amparo de un título así: Almas andaluzas.

Un rincón de Andalucía, por J. Moreno Carbonero
Un rincón de Andalucía, por J. Moreno Carbonero.

«Con efecto»: entre un pedazo de tierra llana de la campiña de Jerez o de Carmona y otro pedazo de la serranía de Ronda, de Sierra Morena, de Sierra de Andévalo, por ejemplo, hay menos puntos de concordancia que puede haber entre regiones apartadas y distantes. Las mismas diferencias existen en el carácter, en el lenguaje, en las formas de expresar y de sentir, en la noción de la vida, en sus relaciones ordinarias, en los gustos, en el aspecto, en el modo de ver las cosas de los hombres nacidos con la parte de alma comarcana que a cada uno de ellos corresponde.

Así, que en esta dificultad de todos comprendida, cumpliré mi encargo diciendo algo de Alma andaluza, sobreentendiéndose por tal, la que palpita en la Andalucía más conocida, en la campiña más pintada descrita, en los pueblos de la tierra llana más típicos en su meridionalismo. Hablaré, pues, de la Andalucía ilustrada en las panderetas.

Lo primero que se ofrece allí es una profunda y trascendental contradicción entre el medio y el alma. El medio convida a la acción –ya no existe la leyenda de los climas enervadores–. La tierra, el aire, el sol, el clima, la fuerza germinal que de todo eso se desprende, incita al disfrute poderoso de la riqueza y de la vida. El alma contiene los impulsos de esa arrogante posesión –si los hubiera– y se amodorra en la inercia, en la quietud, en un desaliento heredado, en un desencanto sin explicación, en una total desconfianza a todo y a todos, que trae consigo el desdén hacia el colectivo esfuerzo porque se ha perdido la fe en el esfuerzo individual.

Las quejas de otras regiones activas, en su mayor parte justas, contra las codicias y la rapacidad del fisco, y las trabas absurdas de una administración rutinaria, montada en resortes tan viejos como los que mantenían el sistema inquisitivo en materia penal, son bien acogidas allí, temo que más como justificantes de la propia inercia, que como anhelo del propio vivir. ¡No hay posibilidad de crear nada, de perfeccionar nada; la agricultura, la industria y el comercio mueren ahogados en la balumba de impuestos, arbitrios, socaliñas, trabas y obstáculos que el Estado impone y opone al desarrollo de la actividad! Esto dicen, y en general no les falta razón, porque es mal que toda la nación padece.

Pero, a despecho de esos obstáculos y de ese clamor, llegan los extranjeros, ingleses, alemanes, franceses, belgas, y establecen industrias, acaparan los abastos de aguas, electricidad y saneamiento; montan fábricas de abonos, se apoderan de los medios de transporte, perfeccionan la fabricación de productos naturales, como el aceite, y hacen rendir su parte de riqueza a los residuos; monopolizan la exportación de frutos meridionales, como la uva y la naranja... En la importación ejercen el mismo señorío comercial, y una grande y perenne riqueza sale de aquel suelo a nutrir la bolsa de accionistas desconocidos que se comen, se beben y se fuman a Andalucía en sus rincones del Norte, por esa ley fatal que pesa sobre los débiles, los perezosos y los desconfiados.

Muy malo está el campo de los negocios, de las pobres industrias, de la paciente labor manual; pero el comercio andaluz, en su relación directa con el público, está en manos de gente castellana; la venta de especies de primera necesidad en manos de montañeses, gallegos y asturianos. Y todos viven, muchos se enriquecen, y con el dinero andaluz se compran sotos, quintas, pomaradas... en las regiones del Norte y Noroeste. Es muy justo.

El ideal del gran terrateniente es arrendar. Creo que no peco en decir que es el ideal de todo propietario. Se lidia mejor con el colono que con la tierra y, además, no hay que administrar. Hay un verdadero horror a la administración. El pueblo andaluz lleva a su último límite el absentismo –creo que se llama así.– No concibe el vivir en el campo, en el campo suyo, cultivado, vigilado, defendido, mejorado, donde la familia echa raíces como cualquier árbol, y se establecen las hondas relaciones de afecto y de ternura, de recuerdos y de esperanzas, entre el alma humana y el terrón dócil y agradecido.

Inercia, pasividad, desconfianza... son los caracteres más salientes de la raza, que imposibilitan y anulan el instinto de asociación y solidaridad. Es un individualismo al revés, porque no se asienta en la arrogante confianza de la personalidad aislada, sino en la desconfianza, en el propio esfuerzo y en el de los demás. Necesidades muy limitadas, aspiraciones muy modestas, acomodación a un medio de general humildad externa y de cierta llaneza heredada, hacen que la vida se sobrelleve sobria y valerosamente, sin extraños influjos y sin grandes aspiraciones suntuarias.

El dinero sobrante va al Banco o a la usura con «pacto de retro». Eso no hay que decirlo.

La llamada clase media es en Andalucía como en todas partes, incolora, uniforme, angustiada, desequilibrada en la sección de gastos e ingresos, buscadora del destino, de la influencia, de la merced política, y se agita, se rebulle, se zarandea en la charca del caciquismo, de la Administración de los intereses públicos, en esa terrible conquista del pan nuestro que a veces hay que alcanzarlo de las mismas nubes.

El pueblo, la masa trabajadora, va despertando en fuerza de latigazos y merced a extrañas direcciones. El concepto de la propiedad es allí absolutamente feudal. Los hombres son para la tierra, no la tierra para los hombres. Y esta antigua concepción del derecho, que aún nos dan en las Universidades, donde se estudia más derecho romano que derecho español, hace que al jornalero se le considere como un apero de labranza a la entera disposición del señor de la tierra, no como un colaborador de imprescindible necesidad. El jornal supone la cantidad mínima suficiente para la sustentación del jornalero. La diferencia, entre el antiguo esclavo y el moderno jornalero consiste en que para el esclavo se señalaba la cantidad máxima de alimentación, toda ella en especie: al jornalero la mínima, y se le suele suministrar en especie y en dinero.

La protesta aumenta de día en día; nadie hace nada por restablecer el equilibrio de la vida. Con achacar a manejos anarquistas lo que es imposición de las modernas necesidades, de las modernas nociones, de las modernas formas del vivir, dentro de un ambiente verdaderamente humano, nada se consigue. El alma de la muchedumbre desposeída, no razona, ruge.

Hay en esa Alma Andaluza, a la que no adulo porque no quiero pintar una pandereta, sino hacer una instantánea, un verdadero tesoro de fuerzas perdidas, de actividades durmientes, de inteligencia descansada, de voluntad atrofiada y pervertida. Y he aquí un fenómeno curioso. En las zonas andaluzas donde se extiende la influencia inglesa –exclusivamente inglesa–, la vida interior reacciona de un modo maravilloso. Parece otra gente.

Por Málaga, por el Campo de Gibraltar y por Huelva, van entrando los ingleses en mansa y tranquila invasión de intereses que de día en día ensanchan y afirman. Y el fenómeno por mí observado consiste en lo bien y rápidamente que se entienden y hermanan el andaluz y el inglés. A los dos días de llegar, el inglés es don Guillermo, o don Roberto, o don Jorge. Unos y otros se acomodan bien a sus maneras, y hay, andando el tiempo, deseos del entronque, rara vez desperdiciados. De ahí va saliendo el núcleo de una raza nueva y vigorosa.

El francés, el alemán, el belga, pasan sin entrar: toda la vida son forasteros. Hay algo de electricidades opuestas entre esa gente y la andaluza. Ni ellos se avienen, ni Andalucía se les entrega. Eso, jamás. ¿Qué recónditas afinidades determinan este fenómeno? No lo sé.

El andaluz tiene en oposición á los pueblos sajones y anglo–sajones un concepto individual de la vida. Esta acaba con su propio ser. «En moviéndome yo se acabó el mundo.» ¿Para qué trabajar y afanarse y buscar perfecciones que yo no he de gozar? ¿Para qué sembrar pinos y encinas que Dios sabe quiénes recogerán el fruto? Este sentimiento de la vida trae consigo un profundo horror a la muerte. Es la región de menos suicidios y de más abintestatos. Véase la estadística.

Arrastre de las razas semitas, trae el continuo hablar de lo que teme. La muerte es cantada, llorada, gemida en todas las manifestaciones de su arte popular... ¿Hay algo más sugestivo que sus vinos claros, áureos, espumosos, transparentes, de una alegría pagana e inalterable, como la serenidad del cielo helénico? Pues el vino es tristeza en cuanto se ingiere. Parece que va directamente al hígado, e inspira melancolías, duelos, negruras..., visiones de cadáveres queridos, sepulturas de hermosuras muertas, puñaladas que sangran, arrastrar de cadenas en noches carcelarias, suspiros y ansias de amores nunca correspondidos, maldiciones terribles, recuerdos de placeres perdidos y llanto de agonía... Eso vierte en la tierra la alada musa de los pueblos adormecidos.

La musa culta, la que inspiró a Herrera y Arquijo y a Góngora, sigue siendo culta antes que natural. Los poetas miran más al pasado que al porvenir. La inteligencia literaria toma caminos raros para aquel clima; generalmente los ingenios, de padres a hijos, se van solos a la erudición. Yo alabo la erudición y la pongo sobre las niñas de mis ojos: mas desde antiguo tenía la impresión desacertada de que éste era trabajo de los hombres que viven en climas duros, nebulosos, cenicientos, intratables; no de los que viven en plena luz, en plena campiña florecida, en plena Naturaleza riente, fecunda y admirable.

No censuro. Es un hecho que aplaudo, y que demuestra la contradicción que ya dije entre el medio y el alma. No hablo tampoco, en ningún sentido, de las excepciones, que antes confirman que destruyen, según el saber clásico.

Estoy abusando ya del tiempo y del espacio. Mil cosas y observaciones quedarán entre cuero y carne, que otro día saldrán en molde más amplio y sosegado. El Alma Andaluza es una gran alma dormida que sueña... No sé con qué. La despertará algún brusco contacto de la realidad y de la vida. ¿Cuándo? ¿Cómo? No sé. Pero siendo parte de otra alma grande y sintética, que no puede morir porque aún no ha realizado su destino social y humano, en el movimiento de reacción orgánica irá arrastrada a cumplir sus fines, a realizar sus funciones en busca del porvenir, en busca de adaptación al ambiente de la moderna vida y de las modernas nociones de la sociedad.

José Nogales.

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