Alma Española
Madrid, 13 de diciembre de 1903
Año I, número 6
páginas 2-4

Ramiro de Maeztu
Ante las fiestas del Quijote

Tengo que empezar como los malos oradores: pidiendo perdón. Este artículo debiera escribirse lentamente, calculando cada palabra, poniendo en cada línea siquiera cinco minutos de labor. Lo requiere el asunto; lo requiero yo mismo. He pensado en este artículo durante largo tiempo, sin decidirme a trasladar el pensamiento a las cuartillas por miedo a estropearlo. Pero he tenido la debilidad de comunicar verbalmente mis ideas, y se me dice que hoy son actuales y que pueden no serlo mañana; se me asegura que en este oficio del periodismo lo importante es la actualidad y no la factura; se me coloca ante una docena de cuartillas, con dos horas por delante para llenarlas, y se me plantea el dilema de ahora o nunca. Experimento una sensación que debe parecerse a la del que va a matar a un niño, y me pongo a escribir.

Se trata de solemnizar en 1905 el tercer centenario de la impresión de Don Quijote, con grandes fiestas oficiales, académicas, literarias, populares, a las que concurran no sólo los países de idioma castellano en España y América, sino Cataluña, representada por Maragall; Portugal, por Guerra Junqueiro; Italia, por Amicis, y Francia, por Anatole France. El proyecto es de Cávia, y lo ha lanzado El Imparcial a la publicidad con todo el aparato solemne que la idea merece.

Cávia, a su vez, es uno de los pocos literatos españoles contemporáneos cuyas palabras merezcan respeto. Es el prototipo del escritor puro. No ha sido diputado, ni funcionario; ha rechazado un puesto en la Academia; ha defendido con su pluma todas las causas justas que ha podido defender en esos periódicos de Dios y de los hombres; se habrá equivocado muchas veces, pero jamás ha dicho nada que respondiera a propósitos bastardos; cuando escribe para el público, sacrifica a menudo hasta la propia e inseparable vanidad para poner su pensamiento en ideales e intereses colectivos. Y conste que no soy amigo suyo.

Una idea de tanta importancia como la de instaurar en España las fiestas del Quijote, no podía morir en el vacío, y mucho menos tratándose de Cávia y de El Imparcial. A las pocas horas de lanzada han acudido las adhesiones. Un editor de alma generosa ofrece mil duros al mejor artículo que se haga sobre el libro más hondo que España ha concebido. Escritores de todas las tendencias han mostrado conformidad al proyecto. La Academia de la Lengua no tardará en patrocinarlo. Ningún político se atreverá a regatear la suma con que el Estado contribuya a las fiestas. Y hay hasta catedrático que disputa a Cávia la prioridad del pensamiento. Por lo que hace al elemento erudito del país, la aquiescencia es unánime. Se nos ha dicho en todos los tratados de retórica que el Quijote es la cristalización eterna del alma española en su forma idiomática y en su doble fondo idealista y realista, y todos los hombres que se forman del espíritu nacional una idea histórica y literaria, más que geográfica y sociológica, se sienten invenciblemente atraídos al pensamiento de festejar en el libro de Cervantes el símbolo de España.

Y, sin embargo, y a pesar de los días transcurridos, nada indica que la parte no erudita del pueblo comparta el entusiasmo. Firman las adhesiones gentes de letras, hombres políticos, profesores de Instituto y Universidad, algún que otro snob y los alcaldes de los lugares que figuran en el Quijote. El entusiasmo popular no aparece por ninguno de los puntos cardinales. Y una de dos: o nuestro pueblo no conoce el Quijote, cosa inverosímil por ser el libro de que se han hecho las mayores tiradas, o lo conoce y no lo siente; lo conoce, por haberlo impuesto a su conocimiento la autoridad de los eruditos, y no lo siente, por ser distinto el sentir de la España de nuestro siglo XX al de la España del siglo XVII.

Nuestro actual pueblo no siente el Quijote. Buena parte de culpa corresponde a los cervantófilos. Han hecho cuanto estaba de su parte por esconderle a las miradas populares, suponiéndole significados esotéricos de difícil o imposible inteligencia. Se le ha tratado como a un dogma, como a un fetiche, como a un misterio, como al arca cerrada del Tabernáculo. Se le han consagrado grandes volúmenes de intrincados conceptos y pocas páginas humanas, sinceras, humildes y sencillas. Y en el rincón de un laberinto que obscurece el humo del incienso yace el Quijote sepultado por sus teólogos, augures, intérpretes, zelotes, exegetas, escoliastas, ergotistas, sacerdotes y profetas.

¿Pero no es posible que haya antagonismos entre el espíritu que inspiró el Quijote y el espíritu actual de nuestro pueblo? Se dice que España está en la obra de Cervantes, como la Grecia antigua en la Odisea, como la Italia medieval en la Divina Comedia, como la Inglaterra en el Robinsón, como Alemania en el Fausto. Mas séame permitida una observación. El pensador más alto de los tiempos modernos nos aconseja que «veamos la verdad por la óptica del artista, pero el arte por los ojos de la vida». Sometamos esos cinco grandes libros a la prueba de la vida –y ved lo que resulta.

Grecia se desarrolla, crece, triunfa, produce las más grandes maravillas de las artes plásticas y del pensamiento humano, después, y no antes, de haber sido escrita la Odisea y personificados en Ulises los caracteres de los pueblos helénicos: la gracia, la astucia, la alegría y la serenidad. Después, y no antes de escrita la Divina Comedia, Italia produce las maravillas de su Renacimiento; después, y no antes de Robinsón, el empirista, Inglaterra asienta sobre el mundo la hegemonía anglo-sajona, fundamentada en la sistemática aplicación de su empirismo; después, y no antes del Fausto, el sabio y el idealista, Alemania edifica su imperio soberano, basado en la adaptación del saber y del idealismo a la, industria y a la guerra, al arte y a la vida. Después, y no antes de escrito el Quijote, se hunde nuestra España en el desengaño y el arrepentimiento, pierde su imperio y llega, casi, casi, hasta morirse de melancolía como el loco inmortal.

¿Advertís la diferencía?... Pues bien; la observación no es mía, sino de Galdós. Cuando se escribió el Quijote, ha dicho nuestro gran novelista moderno: «todo indicaba la proximidad de aquellas desventuras horribles, de aquellos encantamientos que se, llamaron Rocroy, la insurrección de Nápoles, el levantamiento de Cataluña, la autonomía de Portugal, la emancipación de los Países Bajos.»

Y no es que yo diga, como un cándido admirador del proyecto de Cávia, que «desde el siglo XVII España es la Obra del soldado cautivo», y no se crea que yo pienso con Byron, que el Quijote fue «un gran libro que mató a un gran pueblo». No establezco relación de causa a efecto entre la aparición de la Odisea, la Divina Comedia, Robinsón y el Fausto y el levantamiento de Grecia, Italia, Inglaterra y Alemania y la publicación del Quijote y el hundimiento de España. Lo que sucede es que aquellos cuatro grandes libros fueron escritos en períodos de ascenso y son obras de sursum corda y esperanza, mientras el Quijote se escribió en el momento preciso de iniciarse el descenso, y es por eso libro de abatimiento y decadencia, ciertamente la más genial apología de la decadencia y el cansancio de un pueblo. Yo lo he llamado El libro de los viejos en el único articulo de que me orgullecería, si pudiera ponerse orgullo en estos trabajos de periódico.

Cuando Cervantes escribió su obra se encontraba ya viejo, tullido, pobre y deshonrado, después de una existencia que hubiera agotado las fuerzas de un titán, y el libro es grande precisamente porque expresa el estado de toda la España de su tiempo, pobre, exangüe, despoblada, próxima a la derrota. De cada casa había salido un fraile o un soldado, cuando no un fraile y un soldado, y nuestros ejércitos se morían de hambre y de frío en Milán y en Holanda. ¿Cuál podía ser el íntimo y más ferviente anhelo de aquella mustia España, sino el de reposar? Pero como la victoria la había hecho orgullosa, no se resignaba a confesar su cansancio y prefirió ridiculizar en el Quijote las aventuras que no podía ya emprender. No quiso llorar, y sonrió con amargura.

Por eso es el libro de los cansados, de los viejos y de los decadentes. Leyéndolo lloraba el pobre Heine, ese maestro de Cávia, ese otro loco excelso que prefería a su lira de poeta su espada de soldado de las libertades humanas, ese otro loco que, como el héroe de Cervantes, despertó de su locura para morirse de melancolía... Es, aunque en más modesta escala, el libro nuestro, el de Cávia y el mío.

Porque nosotros amamos en el Quijote el modelo ideal, ya que no real, de nuestra propia vida. Dentro de algunos, pocos años, Cávia y yo nos sentiremos viejos, nos despedirán de los periódicos, no nos quedará cosa ninguna ni en las cajas de ahorros ni dentro del meollo. No nos quedará ni siquiera el renombre. Habremos vaciado los sesos en las colecciones de los periódicos, y nadie se tomará el trabajo de consultarlas. Como nuestros esfuerzos permitirán en la España futura el florecimiento de la vida literaria, vendrá una generación de escritores más perfectos que nosotros, más especializados, que harán innecesaria hasta la evocación de nuestros nombres. Nos aguarda la pobreza durante la vida, y el olvido después de la muerte. Y por eso nosotros, decadentes, cuando ciñamos la doble corona de la pobreza presente y de la perspectiva del olvido, leeremos el Quijote, si es que el llanto nos permite su lectura, y con el fracaso de los sueños de aquel loco nos consolaremos del fracaso de nuestros propios sueños. La amargura de ese libro nos parecerá dulce.

Pero la pobreza y el olvido constituyen nuestro lote, lo que se nos debe en este mundo y en el otro, nuestro castigo y nuestro premio; no podemos quejarnos, no tenemos derecho a mendigar socorro ni de los hombres ni de la gloria: para algo somos decadentes; la decadencia no debe propagarse; la decadencia sólo sirve para algo cuando, reconociéndose a sí misma, niega lo que es propio para afirmar lo hostil. La obligación del decadente es el suicidio, y el mejor de los suicidios es el que se perpetra durante todo el curso de la vida, en cada artículo, en cada línea, en cada palabra.

Guardemos el Quijote para nuestras fiestas íntimas; pero seamos altruistas ya que nuestra decadencia nos permite serlo, y no pretendamos convertir en libro vital de España ese libro de abatimiento y de amargura. No veamos en España un espectro histórico, un fantasma doloroso, una cruel pesadilla; contemplémosla mejor como niño próximo a nacer, cuyos primeros vagidos se perciben en esa íntima agitación que deja estupefacta a nuestras clases directoras, históricas, gastadas, decadentes, próximas a morir. Y en consecuencia, no pongamos en sus manos los libros que la retraigan de aventuras, sino los que la exciten a la acción, y toda acción es aventura. Guardemos para nosotros el veneno y demos los antídotos a esa futura España, conquistadora de la alegría y de la fuerza, cuyo primer empeño ha de consistir seguramente en renegar de sus progenitores. Porque está escrito: «Debéis redimiros en vuestros hijos, de ser hijos de vuestros padres».

Ramiro de Maeztu

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