Alma Española
Madrid, 20 de diciembre de 1903
Año I, número 7
páginas 10-11

Ramón Pérez de Ayala
Panteísmo asturiano

¿Hay un alma española? ¿Hay una vida intelectual con caracteres propios, con unidad total y genérica sobre sus diferencias específicas? ¿Existe una suerte de grupo étnico, espiritual, neto, típico de España? Yo, enemigo de las afirmaciones rotundas y dogmáticas, no daré respuesta definitiva a tales preguntas, mas tengo para mí que no hay semejante persona psíquica española, y que esto de darle alma de una pieza a la nación, es tan aventurado como colgarle al Estado una religión positiva y única. Que las almas tienen misteriosas afinidades y parentesco, está fuera de duda; pero sus íntimos entronques, al igual del pueblo hebreo, extiéndense por el mundo todo, salvan fronteras internacionales, prescinden de políticas divisiones, que es puro convencionalismo. Para mí sería un dolor muy grande que hubiera alma española. No podría resignarme a disfrutar una parte alícuota de ese gran baldío comunal, que es el espíritu de muchas regiones.

Pueblo español, territorio español, lengua española, Nación y Estado españoles, por lo tanto; todo eso, sí. Pero alma española es imposible hallarla ni aun escudriñando lo que de semejante o parejo haya en las diferentes almas regionales. Cuando varias fuerzas oblicuas se encuentran, dan una resultante neutral; cuando chocan dos fuerzas iguales y opuestas, se anulan. Dejad que estas fuerzas parciales, desperdigadas acá y acullá, sigan su natural impulso y dirección peculiar; no tratéis de parangonarla, porque entrechocándose, se aniquilarían. Quizá el día de mañana, en virtud de inescrutables leyes históricas, se aunen en un haz de rayos que surjan de un foco con luz propia. Hasta entonces sólo es dado al observador sincero, concienzudo, desapasionado, comprobar la existencia de una gama psicológica colectiva, no de matices, sino de tonos enteros, definidos. Y no creo que se pase nadie de lince por distinguir colores diferentes dentro de los límites geográficos de nuestra España, ni peque de osado quien la divida en tres zonas: la roja, la amarilla, la verde. Tú, desconocido lector, ya sabes desde luego a qué parajes abarca cada uno de estos tres colores. Sabes que la España roja es la España meridional, la de los claveles regados con la sangre de los toros (Rubén Darío), la de los pañuelos de Manila, la del cante jondo y atavismos sangrientos, la de sangre mora {1. Es la que han visto Dumas, Theo y Amicis.}. Sabes que la España amarilla es la meseta central, la de pardas infinitudes áridas, la de eternos mares de espigas, la de adusta despotiquez, la de los místicos, la de los grandes capitanes, la del recio espíritu rancio. Sabes, por fin, que la España verde es la mía, la vertiente de las estribaciones pirenáicas que da al Cantábrico turbulento y rebelde. Pero sabes más. Sabes que arañando un poco en estos colores asoma el negro, porque hay otra España, la España negra vista por Emilio Verhaeren, ese alucinado flamenco. Mauricio Barrés ha escrito un libro en que se habla de nuestro país: se intitula De la sangre, de la voluptuosidad y de la muerte. Su autor ha visto el rojo, ha visto el negro, ha visto el amarillo y ha visto la voluptuosidad, cuyo color ignoro (y conste que he leído a Verlaine y Rimbaud). Mauricio Barrés no ha visto, en cambio, la España septentrional. Y mira por dónde, desconocido lector, yo, que abomino de las abstracciones doctrinales, he venido a caer en peligrosas generalizaciones. No des, por tanto, importancia mayor a mis palabras, y escúchame, si te place, a título de camarada que platica, no de maestro que dice.

Tu, mi querido lector (pues ya te profeso gran cariño si has sido capaz de leerme hasta aquí), has oído hablar de Taine. Yo, que le admiro casi tanto como Fray Candil, opino que en sus indagaciones críticas de carácter histórico, literario y sociológico, júntase la extraordinaria perspicacia observadora con un raro sentido filosófico y especulativo. Sólo él ha fundido en un todo completo y armónico el análisis minucioso con la síntesis total y sistemática. Su teoría de la faculté maitrene, de la raza, del momento, del medio, de las dependencias y condiciones, depurada de exageraciones accidentales y de influencias momentáneas, ha quedado como método de investigación ineludible en trabajos de la índole de este mío. Bien quisiera hablarte, al tenor del alma asturiana, de todas esas cosas de raza, momento, &c., &c.; pero cualquiera se atreve en unas cuantas cuartillas. Altamira dice que somos libio-iberos, dolicocéfalos moderados, morenos, ortognatas y de cara ovalada. La brillante tarea de sacar deducciones de tan importantes noticias se la dejo a uno de esos señores sabios, pacientes y laboriosos. Yo sólo te hablaré del medio físico, y eso con grandes reservas, hijas de mi experiencia limitada.

Los asturianos dicen que Asturias es la Suiza de España. Yo, que sólo he visto a Suiza en estampas, me inhibo en este juicio, pero bien sabe Dios que Asturias me parece bella sobre toda ponderación. Cuanto la Naturaleza ha creado de abrupto y salvaje, de noble y prócer, de apacible y manso, de sugestivo y misterioso, encuéntrase allí repartido por mano pródiga y sabia. Hay picachos gigantes, de peña viva y formas quiméricas, que escalan el cielo como titanes, hienden las nubes con sus armas monolíticas y se pierden más allá del toldo gris del firmamento. Hay graves montañas azulinas, canas, con la nieve de muchos años, que cierran el horizonte, soñadoras en la lejanía. Hay valles deleitosos y virgilianos. Hay praderías de velludo verdor perenne, tendidas entre lindes de álamos, de robles, de nogales, entre sebes de zarzamoras, entre setos de laureles, entre bardales de madreselva. Hay ocultos regatos que runrunean decires incógnitos. Hay puras fontanas que vierten su chorro cristalino por una hoja de castaño. Hay bosques centenarios, de temerosas espesuras, llenos de recogimiento religioso, de leyenda, de encantamiento. Y hay fragancia, blanda música de esquila y melancólicos cantos campesinos, temblando a todas horas en el aire. Las casucas humildes asoman de un lado y otro entre la umbría, con su tono pardo de lino viejo, como vedija polvorienta de un gran rebaño esparcido, y a las veces el humo azuloso y diáfano sube hasta el cielo en derechura inflexible de transporte místico.

El panteísmo oriental, la aniquilación del hombre ante la naturaleza solemne, el budismo, el nirvana, explícase claramente por la influencia del medio físico. Del mismo modo la mitología escandinava, las religiones del Norte, pesimistas, dolorosas: leed a Carlyle, leed a Schopenhauer. Pues igual en Asturias. Es un medio ensoñador en que los seres todos se animan con espíritu propio, consciente y divino. En las noches encalmadas articúlanse los rumores vagos en lenguaje musical. Las nubes rojizas y amarillentas del crepúsculo se amontonan como aquel rebaño de vacas de los Vedas. Las castañas rugosas y viejas, de cráneo pelado y barbas de raíces, recuerdan a aquellos ancianos y patriarcas de los primitivos pobladores que cantaban himnos a la luz de la luna. Las vacas del país, casi siempre rojas o amarillas, de cornamenta amplia y grandes ubres, son resignadas y tristes, sesudas, pensadoras: Clarín nos ha hablado de la cordera, la vaca matrona, doctoral como una obra de Horacio. No creo pecar de hiperbólico, lector, si te afirmo que hay caballos asturianos, de alma asturiana, inconfundibles con sus semejantes; son los caballos de los curas de aldea, de los médicos de pueblo, animales llenos de apariencia, peludos, encanecidos, desengañados, que parecen sonreír amargamente con su belfo inferior caído bajo los dientes de color ocre. Y perros asturianos, famélicos y huesudos, como los perros del Señor en las encáusticas de Gadi y Memmi; esos perros de las alquerías, doctores en ciencias misteriosas, que tumbados bajo el hórreo ladran soñolientamente sin dignarse mirar al transeúnte, y por las noches aúllan venteando a la muerte. Por doquiera asoma un hondo sentimiento de pesimismo panteísta, romántico, opuesto a la clásica serenidad del mediodía.

Colocad a un hombre en ese medio, y tendréis al paisano de Asturias. Un detestable poeta del siglo XVIII, que figura en la colección de autores de Rivadeneyra, D. Francisco Gregorio de Salas, escribió:

El asturiano, cerdoso,
bajo, rechoncho y cuadrado,
forcejudo y mal formado,
es un mixto de hombre y oso;
su carácter es honrado,
hombre de bien, mas sin maña,
todo lo emprende con saña,
y son, según les inclina
su afecto a mozos de esquina,
las acémilas de España.

El sentido de esta ripiosa décima es uno de tantos lugares comunes del gran rebaño de las ideas-panurgo que corren de boca en boca sin haber trashumado por el cerebro. El individuo que en su adolescencia fue arrancado del terruño y trasplantado a diferente paraje, ¿puede ser un dato, un hecho, un indicio siquiera, para inquirir la psicología de su país natal? El campesino asturiano, el aldeano de Asturias, ni es cerdoso, ni rechoncho y cuadrado, ni está falto de maña, ni lo emprende todo con saña. El labriego de por allá es generalmente fornido y bien proporcionado de miembros, grave, meditabundo, tristón, con cierta amargura ingénita en su mocedad. Al llegar a viejos hácense maliciosos, socarrones, marrulleros, con un saco de picardías punzantes, nacidas como braza y maleza en el suelo fecundo de la tristeza regional. El Sancho Panza manchego reía con el vientre, entre regüeldo y regüeldo. Si hubiera un Sancho Panza del Norte, reiría con los ojos, aquellos ojos picaruelos y sagaces que supieron llorar la muerte de una res. Porque, por encima de todo, el labriego asturiano es panteísta, íntimamente religioso para con la madre tierra, es su esclavo, no con la servidumbre necesaria del siervo de la gleba, sino con el renunciamiento humano del amante a su querida. Ha escuchado las voces misteriosas que brotan del campo; ha sentido el cansancio de la vida cotidiana, y ha saciado la gran pesadumbre de su alma en esos cantos tan dulces, tan vagorosos, tan irónicos como los de Heine. Y de esta poderosa savia del viejo tronco asturiano, han nacido las más bellas floraciones del pensamiento artístico contemporáneo, y esos sabrosos frutos de exótico agridulce, que se dice humorismo. Han nacido Campoamor, Clarín, Palacio Valdés.

Ramón Pérez de Ayala

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