Alma Española
Madrid, 3 de enero de 1904
Año II, número 9
páginas 2-4

Francisco Acebal
Alma asturiana
Altos Hornos de Duro Felguera (Asturias)
Altos Hornos de Duro Felguera (Asturias).

En Europa conocen sólo dos fragmentos de España: el africano y el meseteño, las serranías y las llanuras, el vergel florido y el terruño austero, Andalucía y Castilla. La España que Fouillé llamo europea, la del Noroeste, la de las verdes montañas, la de los húmedos valles, la de costas en cantil, la de población profusa y dispersa, la de habitantes serenos, ni agitados por el misticismo ni requemados por los ardores del sol fundente, la más pobre en conventos y en plazas de toros, la España sin guitarra y sin castañuelas, sin santos ni héroes, está cerrada a cal y canto para los europeos. Una cordillera la separa del cogollo de la patria y es frecuente que dividan y aíslen más las montañas que los mares. Los pedazos isleños de nuestro territorio están más eslabonados al centro que las regiones tramontanas de Cantabria. Los itinerarios circulares delinean sus trazados a través de las hazas en donde se dora el trigo, a través de los jardines donde rojean claveles, a través de las huertas levantinas nevadas de azahar; pero la España revestida de verdes praderas, queda a trasmano, ni escarnecida, ni encomiada, sin calumnias groseras y sin ditirambos frívolos. De este fragmento, forma Asturias parte principal.

Y le ocurre a la Historia lo mismo que al viajero: Asturias, para ella, también es un rincón, sin que baste a sacarla de esta rinconada la página fugaz de Covadonga, porque la crítica moderna le arranca sus arrequives épicos para dejarla convertida en episodio escueto de la reconquista, en poco más de una refriega, en una escaramuza, y a Pelayo, que no era asturiano, en un vulgar escaramuceador. Gran lanzada dio Costa al Cid; pues otra igual para Pelayo; no estamos en humor de héroes, y no los admitimos ni como símbolos. Nosotros, al fin y al cabo, estudiamos en las escuelas una historia bella y divertida: a nuestros nietos se la vamos a dejar hecha páramo. A menos que no intentemos una sustitución de nombres sonoros: por Covadonga, Alcolea, por Otumba, Sagunto.

Por este arrinconamiento de las regiones, nos explicamos que todo estudio de psicología española haya sido estudio de psicología castellana, y que hayan llegado tiempos en que fundimos, de manera que da lástima, el tipo español en el tipo castellano, para mayor comodidad nuestra y recreo de los extraños, que con cuatro líneas, trazadas por medio de plantilla, nos creen retratados con muchísima expresión y sorprendente parecido. Y los trazos del patrón son estos: misticismo, braveza, caballerosidad y pobretería. Con estos cuatro ingredientes quedamos despachados.

Puedo decir que el astur no es místico, ni bravucón, ni caballeresco, ni pobre; de aquellas montañas ni sale un Loyola, ni sale un Pizarro, ni sale un Quijote, ni sale un Menipo. No conozco allí más ascetas que los párrocos de aldea, con su rectoral cómoda, con pomarada y peraleda en el huerto, con rocín en el establo, con cerdo en la cochiquera y con averío en el corral. No sé tampoco de esos tipos de legendaria guapeza, camorristas, impulsivos más por fanfarronería que por nativa acometidad; nada más contrario al sesudo y lento astur. Ni sé que de allí haya salido héroe alguno de caballeríles aventuras, y en cuanto a mendiguez, ya es tópico resobado chancearse del laborioso asturiano, porque prefiere, antes de caer en pobretería, asirse a los oficios más plebeyos en la escala del trabajo. Es una prueba de su repugnancia a envilecerse con la limosma; la chacota sólo pudo nacer en tiempos que tuvieron por más hidalgo ser mendigo que aguador. ¡Y eso en un país tan miserable en agua y que tanto la ha menester!

De los rasgos que recortan la silueta vigorosa del castellano, deduzco por oposición los rasgos de montaraz cántabro. Y lo que digo de las siluetas, aplíquese a las almas. Fue también Fouillé el que, con su habitual ligereza, dijo que en España la raza es extremadamente uniforme: raza dolicocéfala, de talla pequeña. Siempre los juicios con plantilla, afirmaciones geométricas, de cartabón y compás. Con ver la distribución geográfica del índice cefálico de España, tan sabiamente hecha por Olóriz, se convencerá cualquiera de la convivencia sobre tierra española de los tres tipos de Lapouge: Homo europeus, Homo alpinus y Homo mediterraneus. El asturiano es el Homo europeus enérgicamente diferenciado de todos sus compatriotas, como a su vez tienen acentuada diferenciación entre sí, los tipos de otras regiones, porque en España -dice Emilia Pardo Bazán- «se acentúan más que en ninguna otra nación de Europa las diferencias regionales». Fenómeno natural en pueblos viejos, de cansada historia, ya desbastados y moldeados por el medio. Sucede con las regiones en la patria, lo que con las familias en los pueblos: las de vieja estirpe, las de rancio abolengo, son las que se diferencian más; a sus vástagos se les reconoce sin conocerlos: se los saca por la pinta. Por la pinta sacamos nosotros al vascongado, al levantino, al andaluz. Al ver a Blasco Ibañez por la calle, ¡quién podrá decir: este es gallego! Y el transeúnte que repare en Unamuno, jamás le confundirá con un serrano.

Tampoco es adaptable al ribereño de Cantabria el duro juicio que Buckle formula del español, porque si todo nuestro atraso mental consiste, como él supone, en la sequía de la tierra y en el calor del ambiente, hemos de suponer, sin mucha vanidad, que el astur será, cuando menos, semejante a los compatriotas de este agrio censor, ya que en los países de unos y otros abunda el agua y escasea el sol, de donde venimos a convenir con el sagacísimo Feijoo cuando decía que «en Asturias se notan, por lo común, genios más despejados, por lo menos para la explicación, que en otros países, cuya experiencia basta para disuadir aquella general aprensión de que los países muy lluviosos producen almas torpes, siendo cierto que a esta tierra el cielo más la inunda que la riega».

Estoy con Feijoo: el alma asturiana no es torpe, sino libre y desembarazada de movimientos. Ninguna región española avanza con tanta independencia o tanto desdén hacia el poder central, absorbente y pegajoso, como la asturiana, hermanando en esto -como en otras cosas- con el espíritu sajón, libre y desenvuelto. Hallase Asturias tan mal gobernada como todas las provincias, tan mal gobernada como las colonias. Estas se separaron porque pudieron; si aquéllas pudieran, se separarían también: el mismo gobierno sufrieron unas y otras; pero Asturias vive por sí misma, con vida exuberante, que rebosa a otras regiones, y los gobiernos, buenos o malos, mejor dicho, malos o peores, la afectan menos que al español castizo, siempre atento a la marcha de la rueda central.

Vuelvo a recordar a Buckle; gusto de recordarle, porque si nos trató mal, aún hemos de hacerle la justicia de que no procedió con la frivolidad de los franceses, cuando nos hacen el favor de estudiarnos. Y dice Buckle que: «ni la inteligencia limitada, ni la naturaleza despótica, ni la miserable superstición, ni la bajeza increíble de un monarca, pudieron detener la marcha de la civilización inglesa o retrasar el movimiento de prosperidad de Inglaterra. El pueblo avanzó sin preocuparse de tales miserias. La locura de sus reyes no pudo desviarle de su senda, porque sabía que su destino estaba en sus manos y que tenía en sí mismo aquellos recursos, aquella fertilidad de combinaciones capaz de hacer al hombre grande, feliz y prudente. Pero en España, en el momento en que el gobierno se debilita, la nación cae en ruinas y es artificial la grandeza que no se funda en la inteligencia de la nación entera, sino en la habilidad de aquellos a quienes están confiados sus intereses.» Para Asturias el desastre, el desgobierno, es acicate que impulsa su actividad; sin propósitos palingenésicos, sin programas regeneradores ni acuáticos, ni agrícolas, ni pedagógicos, avanza hacia una regeneración sólida y serena. Parece un pueblo que, como nuestros adolescentes al salir de las aulas, vaciló en el camino y erró la vocación; pero una desgracia de familia le hizo venir a menos, y entonces la ley de la vida, imponiéndose a su espíritu, le vigoriza y le señala el verdadero rumbo de su alma. Ahora el alma asturiana se sumerge en una especie de misticismo industrial, hallando en él tan adecuado acomodo, que el campesino se transforma, con increíble facilidad, en obrero; pasa con transiciones bruscas, sin lucha interna, del prado a la mina, del maizal al taller. La industria, como lamparón de aceite, cunde por aquellos valles, y allí adonde la mancha alcanza, la agricultura muere como si una plaga negra la agostara. Hasta los ríos asturianos, hasta el manso Nalón, empuerca sus aguas con las escorias carboneras que escupen en él fábricas y minas. El labriego asturiano se percata ahora de que su alma no es campesina, de que aquel aire siempre empapado, aquel cielo melancólico y plomizo, hacen de Asturias un país industrial. Como agricultor, era bárbaro y primitivo; ni la tierra áspera y quebrada consentía cosa mayor que una labranza miserable o un pastoreo rudimentario; pero metido en la entraña de la tierra o puesto ante la maquinaria, surge de improviso el hombre moderno y sólo conserva de su primera condición lo que debiéramos conservar todos: el pequeño huerto cultivado en los días y en las horas de descanso.

Este paso, del ruralismo al industrialismo, lo reputo por decisivo en el desenvolvimiento del astur que posee condiciones singulares de adaptación a la vida regular, ordenada, de los tiempos modernos, con propensión harto dolorosa al tipo burgués. La idealidad no existe en Asturias; quiero decir: no la atesoran las almas de sus moradores, y así vaga flotante, despreciada, casi escarnecida, por las poéticas robledas o por los misteriosos castañares. Naturaleza que rezuma idealidad, que canta, que trina, con toda la escala de la poesía panteísta, y, sin embargo, el hombre, sordo al dulce clamor, no percibe ni una nota, ni una vibración armoniosa de aquel concierto de dulcedumbre, de quietud, de misterio y de color. La misma extensión universitaria que unos varones doctos y de sano espíritu ejercen con amoroso desinterés, aparece algo impregnada por la burguesía ambiente, al menos vista a distancia presenta matices de educación burguesa, falta de ese soplo ideal que no se satisface con levantar las inteligencias sino con mover los corazones. Ganas dan de decirle a toda Asturias lo que Clarín dijo a Gijón -¡y con cuanta verdad!-: «Menos Beocia y más Atenas.» Sólo que en Gijón no lo entendieron. ¿Veis a nuestro orador de moda? Pues ahí tenéis el máximum de idealidad asturiana reflejada en un sonoro burgués. En un Pidal y Mon vuelto del revés.

Esta carencia de idealidad hace el alma asturiana seca y estoposa; no es cerril como en ciertas regiones, pero le faltan alas y tiene demasiada cargazón de metal. Con menos lastraje se elevaría un poco más. Dice Emilia Pardo Bazán en la excelente revista Nuestro Tiempo: «siempre que los extranjeros me hablan de pintura española, les hago notar que si, por azares imprevistos, la mitad de España se escindiese de la otra mitad, reuniéndose a Portugal toda la zona cantábrica y restándole sólo a la nacionalidad, incorporado a Castilla, lo que baña el último término del mar de Atlante hacia el Estrecho y lo que mira al Mediterráneo, España no habría perdido el solar de ninguna de sus glorias pictóricas.»

Esta es la verdad. Yo amplío la afirmación al hablar de Asturias, y sin circunscribirla al arte pictórico, borro todo el principado del mapa de la España estética. El Velázquez, el Berruguete, el Arfe, el Tirso asturiano no ha nacido aún. Ni pintores {1. Abades es un excelente marinista, pero una golondrina no hace verano.}, ni escultores, ni actores, ni poetas, ni músicos, surgieron de aquellos valles tan pictóricos, tan poéticos y tan musicales. Pero las grandes bellezas son almas muertas; menos aún: cuerpos sin alma. Al hablar del alma asturiana en lo que a estética concierne, he de enmudecer. ¿Que allí nació un Campoamor? Es verdad; pero si ya ni él mismo lo sabía. También allí nació un Ochoa que reflejaba como en un lago en su apacible humorismo toda el alma asturiana. Allí nació, allí escribió y allí murió; pero ni vivo ni muerto, ¿quién hizo allí caso de él? Alas y Altamira, nadie más. Y ni Alas, ni Altamira son asturianos. Fue menester que la España del terruño sequeroso, esa España tan injuriada, la que Greco retrató, al retratar sus hombres, secos y amarillos de carnes, pero saliéndoles por los ojos el alma jugosa y ardiente, fue menester que los toscos castellanos, los del garbanzo y la mies, dijesen a los señores de la mina y del taller: ahí tenéis vuestro hombre, Ochoa. ¡Miradle bien! Los infelices asturianos creían de buena fe que Ochoa era algún literatuelo, un alma de Dios.

Y tenían razón; su alma era de Dios, aunque no del dios Mercurio. Otro gran humorista asturiano, Aza, tiene en Pravia un teatro de su nombre, y supongo que en Mieres tendrá una calle; pero es que el humorismo de Aza sale a flor de piel. El de Ochoa era humorismo de libro, más refinado que el de Marcos Twain; el de Aza es el humor asturiano transportado al escenario. No hay tiempo ni es ocasión de hacer paralelos, mas a mi intento de destacar el alma asturiana, importa decir que del donaire de los Quinteros, jovial y pintoresco, el de Aza, chancero y zumbón, hay un abismo. Y, por último, de Asturias ha salido un humorista tan sajón, que sus libros corren más por manos de ladies que por las de señoras españolas. Verdad que no es gran elogio, porque manos de señoras españolas soban pocos libros. Las novelas de Armando Palacio Valdés circulan por la Gran Bretaña como por patria propia; de tal manera el alma asturiana empareja en muchos aspectos con el espíritu sajón y se divorcia de sus gemelas, aun de la galaica y aun de la montañesa, pueblos hermanos que por su situación topográfica parecen destinados a vivir en una misma casa de vecindad.

Sólo se aunan cuando rebasan los aledaños de su tierruca: al transponer los montes para esparramarse por la Península o al cruzar los mares para tentar a la fortuna en América. Lejos de la patria, el alma de Cantabria se unifica en un amor y es fenómeno interesante, es aparente contradicción la facilidad con que emigra y el tozudo afán que pone en morir sobre su propio prado, en el caserío natal. Desde su solar el mundo se agranda y siente ansias volanderas; desde fuera, el mundo se empequeñece hasta reducirlo a la miserables proporciones de su solar.

Consecuencia de este espíritu errabundo, es el que entre la pobretería española se cuenten pocos asturianos: la miseria de aquella región no se lanza a la calle; se lanza al mundo. Ya hablamos del mendigo asturiano; pocos son, y esos no piden un centimito por amor de Dios, buscan la onza de oro; con ella sueñan, tras ella corren el mundo y navegan la mar. Sobre España flota siempre la sombra de Don Quijote, pero sobre Asturias se cierne la de Sancho.

Por esto, y por otras muchas cosas, si alguien me preguntase, ¿qué es lo que hoy necesita Asturias?, respondería sin vacilar: necesita en los umbrales del siglo XX otro Jovellanos como el que tuvo en los umbrales del XIX.

Francisco Acebal

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