Alma Española
Madrid, 10 de enero de 1904
Año II, número 10
páginas 6-10

Joaquín Costa
El pueblo y la propiedad territorial
(Ideas revolucionarias de antiguos gubernamentales)

A la fecha de la invasión napoleónica, los «estados» de origen feudal en la Península y archipiélagos adyacentes alcanzaban todavía la cifra de 20.428. De ellos, 6.620 eran señoríos realengos o de la Corona; los 13.808 restantes estaban enajenados de ella, formando señoríos seculares, eclesiásticos y de órdenes militares. La opinión y la costumbre habían reducido casi por completo el antiguo vasallaje a lo puramente económico. El total de rentas que producían a sus poseedores era de gran consideración.

Contra la proposición de García Herreros (que fue la ley de 6 de Agosto de 1811) sobre expropiación de los señoríos jurisdiccionales y su incorporación a la nación, varios grandes de España elevaron a las Cortes un memorial con la pretensión de que el Congreso se abstuviese de deliberar sobre tal materia, dando por razón la misma que han hecho valer en todo tiempo los intereses creados cuando una revolución más justa que ellos los llama a residencia y trata de ponerles término: que lo que se proponía, conspiraba a destruir la monarquía y disolver el Estado, rompiendo los vínculos que unían entre sí a los españoles; que no podía haber orden ni buen gobierno sin los señoríos; que la providencia que los extinguiese causaría un trastorno general y acostumbraría al pueblo a no obedecer, siguiéndose de ello la más espantosa anarquía. García Herreros, diputado por Soria, autor de la proposición, fulminó el memorial, contraponiendo la conducta de sus firmantes a la del pueblo, en aquel briosísimo discurso de 4 de junio en que inicia el argumento histórico que otros diputados habían de desarrollar después en el curso del debate.

Con efecto, hubo muchos, así en 1811 como más tarde, en 1820 y 1821 (al suscitarse de nuevo y con más amplitud el problema), que atacaron los señoríos por su origen, tomando un punto de vista histórico análogo al adoptado en nuestros días por el apóstol del colectivismo agrario, Henry George,– para concluir en substancia: 1.º, que la propiedad de los señoríos era un robo y no debía respetarse; 2.º, que en todo caso, esa propiedad, adquirida por los señores a título de reconquista sobre los moros, quedaba transferida ahora al pueblo por el mismo título de reconquista sobre los franceses.

Cuando los visigodos se apoderaron de la Península, repartióse tierra a todos ellos; pero en la reconquista cristiana contra los muslimes no sucedió así. La fatiga y el riesgo y el sacrificio de sangre y de vidas fueron para el pueblo; el provecho, las tierras conquistadas, para la clase privilegiada. Y esta iniquidad no puede sancionarse hoy, cuando el pueblo empieza a adquirir conciencia de su derecho. –Aun en los casos en que los señores tomaron parte personal en la guerra, a la cabeza de sus vasallos, y no se quedaron en la tienda del rey, enriqueciéndose a poder sólo de lisonjas cortesanas, lo justo habría sido contar en el reparto con los soldados, lo mismo que se contaba con los jefes; y lo bárbaro, atroz e inhumano fue que, en vez de eso, aquellos jefes poblasen la tierra con los mismos hombres que la habían conquistado, imponiéndoseles la condición de adscripticios, sujetándolos a ellos y sus descendientes a ser vasallos de aquel a cuyo lado habían peleado. Es como si en la actual guerra de invasión y de reconquista contra los franceses, luego que éstos hayan sido expulsados y recobrado España su independencia, los generales se repartiesen entre si las ciudades, las provincias y los pueblos y se erigiesen en señores jurisdiccionales de estos y de los soldados que han llevado el peso de los sitios y de las batallas, exigiéndoles prestaciones personales y reales. Ese sería positivamente el caso, si estos héroes que ahora pelean contra la invasión napoleónica lo hiciesen para conservar al señor del pueblo sus tierras y su jurisdicción señorial; si resultase que iban a volver al hogar para seguir siendo sus vasallos.– Así se expresaban Luján, Priego, Cuesta y otros.{1} «En este momento en que se va a consolidar el imperio de la justicia y de la ley; en estos días en que comienza a levantar cabeza y a respirar el oprimido pueblo, en que ha recobrado su libertad y sus derechos imprescriptíbles, ¿nos mostraremos sordos a sus justos clamores? ¿Prestaremos oído a los que pretenden la propiedad de bienes allegados en medio de convulsiones y guerras domésticas excitadas por ellos mismos, y protegeremos a los que se han apoderado de haberes y riquezas de infelices y desgraciados náufragos? Bastante han padecido los pueblos, bastante han gozado los señores...» Esto decía Martínez Marina, como conclusión de un interesante análisis sobre los orígenes de los bienes de señorío solariego o territorial en la sesión de 6 de Abril de 1821.{2}

Pero no sólo los señoríos tenían su origen en una usurpación, en la apropiación por uno de lo que habían adquirido muchos, sino que además aquella adquisición había caducado por un hecho contrario al que la originó. Si con la irrupción de los moros los dueños del suelo perdieron su propiedad (decían), y por eso el reconquistador pudo hacerla suya, la habrá perdido él a su vez con la irrupción de los franceses, y la habrá adquirido el pueblo, que reconquista su patria por las armas y por el trabajo. Si el reconquistador, por sólo este título, pudo apropiarse y transmitir a otros unas fincas que no eran suyas, sin que quedasen afectas al dominio de su antiguo poseedor, hay que concluir del mismo modo que nuestro Ejército, o sea la nación de quien es brazo, se hace dueño de lo que reconquista y podrá disponer de ello o transmitirlo por contrato a quien le parezca. Si fue justo que se premiase a los señores a costa de los mismos pueblos conquistados por ellos, pide la justicia que sean ahora premiados los pueblos a costa de los señores, que sin ellos habrían sido subyugados. Y si por el solo derecho de conquista, Jaime I de Aragón, por ejemplo, adquirió no tan sólo la suprema autoridad, sino que además el dominio privado de todas las ciudades, tierras y pastos del reino de Valencia, patrimonio han de ser de la nación los pueblos que por sí misma está ahora reconquistando y libertando del yugo francés. No hay ya que mirar atrás: la lucha actual por el rescate de la independencia liquida todo el pasado y abre una cuenta nueva. No hay que decir que el pueblo fue libertado por los señores: hay que decir que el pueblo se está reconquistando a sí propio, con sus caudales, con su sangre, con sus sudores y martirios, con sus vidas, que no con las de señor alguno. Es pueril hablar de los guerreros de la antigua reconquista, cuando sus sucesores no pueden libertar la presa de entonces de las garras de un nuevo enemigo: para que la duda no sea posible, el pueblo ha tenido que lanzarse a la lucha sin que ni el rey ni los magnates estuvieran a su frente. No ha habido príncipe ni señor que haya [7] libertado por sí una sola villa, un solo lugar de la Península.{3}

El argumento valía lo mismo que para lo jurisdiccional del señorío, para la propiedad del suelo en que la jurisdicción señorial se sustentaba: apurando más, valía para todo género de propiedad privada. De ahí partió en su impugnación el diputado aragonés Vicente Pascual. Para sentar semejante doctrina (objetaba a los citados) ha sido preciso olvidar el derecho de postliminio y las funestas consecuencias que tal olvido habría de acarrear. Si el principio fuese cierto, todos los propietarios de heredades, casas u otras clases de bienes raíces habrían perdido el dominio civil de ellos por la momentánea ocupación de los enemigos, y la nación, que los ha rescatado por fuerza de armas, podría disponer de tales inmuebles lo mismo que dispone de los que fueron enajenados de la Corona. Pero no es eso: la nación no es más sino los españoles mismos, congregados y formando sociedad; y su deber consiste en asegurar a éstos su libertad y propiedad individual y defenderla de toda agresión exterior; mientras éstos, a su vez, están obligados a «contribuir con sus personas y con todos los medios necesarios para la seguridad y conservación del Estado, así en tiempo de paz como de guerra; y esto es puntualmente lo que, con proporción a su posibilidad y haberes han hecho, hacen y harán todos los españoles para sacudir el yugo francés que quiere imponérseles». {4}

Por aquí quebraba el argumento, porque no era cierto que todos los españoles contribuyeran con su persona y sus bienes a las luchas de la independencia; porque cabalmente los magnates y señores se habían alejado prudentemente del teatro de la guerra, cediendo todo entero al pueblo el honor de rescatar a la patria su personalidad y su soberanía. {5}

Todavía, independientemente de este hecho, no faltó en las Cortes quien se adelantara a la consecuencia del diputado aragonés, saliéndole valientemente al encuentro, y aceptándola en nombre de la razón, sin arredrarse por ella. Tal fue Francisco Martínez Marina, diputado por Asturias, poco devoto de la institución de la propiedad, la cual consideraba él como pura «obra de la ley». El insigne repúblico e historiador tomaba como punto de partida el principio, y lo aplicaba a las fincas, tierras y prestaciones de los señoríos solariegos o territoriales con igual derecho y por el mismo título que había sido aplicado a los señoríos jurisdiccionales y a las prestaciones anejas a ellos (propiedad, decía él, como cualquier otra) y a las propiedades de los monjes; por el mismo título y con igual derecho (añadía) con que se hará acaso mañana con las propiedades de las Corporaciones eclesiásticas, agregándolo todo a la masa de bienes nacionales. «La Nación, y el Cuerpo legislativo que la representa, debe proteger la propiedad, así como la libertad y la vida de los ciudadanos, defenderla de todos sus enemigos, interiores y exteriores, y no consentir que ninguno en particular sea osado violar aquellos sagrados derechos. Pero el legislador y la ley no están sujetos a la propiedad; ejercen su imperio sobre ella, y pueden, por medios directos o indirectos, alterarla, modificarla o disponer de aquellos derechos, si así lo pidiese la salud pública. La ley, ¿no exige continuos sacrificios de una parte de las propiedades de los ciudadanos? ¿No consagra al bien público la más preciosa de las propiedades, que es la vida?» En este punto, Martínez Marina emprende un estudio histórico muy notable contra los señoríos, abogando porque se escuchasen «los justos clamores del oprimido pueblo, en estos días en que comienza a respirar y a levantar cabeza». {6} [8]

«Por las mismas razones de conveniencia y utilidad pública con que el Congreso despojó a los monjes y despojará acaso mañana a las Corporaciones eclesiásticas de sus propiedades, aplicándolas al Estado...» decía, según acabamos de ver, el esclarecido fundador de la escuela histórica del Derecho público en España. El caso previsto no se hizo esperar más de 14–20 años (decretos y leyes de 1835-1841); y un escritor ilustre, Jaime Balmes, presbítero también, advertía a los diputados que condenar la propiedad del clero era tanto como condenarse a sí propios, como condenar la propiedad de los particulares.

«Una vez atacado un género de propiedad, decía, ya no es posible defender las otras: el principio sentado para legitimar la invasión de la una, se extenderá igualmente a las demás... Medítenlo bien esos hombres de elevadas clases, esos ricos propietarios, esos acaudalados comerciantes, de quienes dependerá seguramente el que se lleve a efecto el despojo del clero: sí desperdiciáis ocasión tan oportuna para impedirlo, como os ofrece el hallaros sentados en los escaños de las Cortes y en el momento en que el Gobierno va a consultar sobre eso vuestra voluntad, si lo provocáis, si lo consentís, y si en alguno de los torbellinos de la revolución se levantan un día millares de brazos armados con el puñal, con el hacha y la tea incendiaria; si en nombre de la libertad, de la igualdad, de la utilidad pública, de la mejora de las clases inferiores, de la mayor circulación, y de la más equitativa distribución de las riquezas, se arrojan sobre vuestros caudales y haciendas, ¿qué les diréis? Al tribuno que acaudille a la turba feroz, ¿qué le responderéis cuando os recuerde lo que hicisteis con el clero? Su lógica será terrible, porque estribará en vuestro propio ejemplo; él os podrá decir con toda verdad: yo os despojo, y vosotros me lo habéis enseñado». {7}

Por los días en que el insigne filósofo catalán dirigía tan ardorosas y alarmantes amonestaciones a los diputados, relacionando la inminente expropiación del clero con la posible y más o menos remota de los particulares, sin lograr convencer ni atemorizar a la mayoría, –un eminente economista asturiano, Álvaro Flórez Estrada, que había propuesto en vano que los bienes expropiados al clero no se redujesen a propiedad particular, sino que se nacionalizase su dominio, para darlos en arriendo enfitéutico, divididos en lotes proporcionados a lo que cada familia pudiera labrar,– acababa de fundar su doctrina colectivista, conforme a la cual el suelo no es susceptible de propiedad privada; los que se lo han apropiado cometieron una usurpación; y hay que rescatarlo para todos, para la comunidad social, debiendo ser el jefe del Estado el encargado de la distribución de las tierras, arrendándolas por una renta moderada a todos los que quieran cultivarlas y en la proporción en que puedan hacerlo personalmente o con ayuda de su familia. {8}

Los dos, corno se ve, apreciaban con un común criterio la causa de la propiedad eclesiástica y la de la propiedad seglar o laical, siquiera su aspiración fuese diferente.

* * *

Con fecha 1.º de Mayo de 1855, se publicó una ley de desamortización general de los bienes de manos muertas, declarando en estado de venta todos los predios rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes al Estado, al clero, a las órdenes militares, a cofradías, obras pías y santuarios, a los propios y comunes de los pueblos, a la beneficencia y a la instrucción pública. La Comisión de las Cortes Constituyentes de 1854 que redactó el proyecto de ley (Madoz, Escosura, Sorní, &c.) asienta en su dictamen la doctrina de que el Estado tiene derecho a mudar la forma de la propiedad siempre que se considere útil hacerlo, sin que la expropiación en tal caso envuelva la más remota idea de despojo. Después de exponer las razones que el Gobierno y la Comisión han tenido para estimar beneficiosa a los particulares y a los pueblos la desamortización general y absoluta en los términos en que la proponen, argumentan del siguiente modo:

«Si la desamortización de la propiedad es de utilidad pública indisputablemente reconocida, nada más justo que variar la forma de las manos muertas, en beneficio común, mientras se conserven a los actuales poseedores el capital y la renta, para invertir ésta como a la índole de cada instituto mejor cuadre. –El clero, los propios, la beneficencia y la instrucción pública no pierden, pues, su propiedad: lo que se cambia es la forma de ésta, convirtiéndola en inscripciones intransferibles, cuya renta, cobrada por propia mano, será un recurso más pingüe, de más fácil, clara y moral administración que la de las fincas y censos que hoy poseen...– No hay, pues, despojo: la nación usa de su derecho, de un derecho que todo el orbe civilizado reconoce y practica, haciendo que por causa de utilidad pública evidente varíe de forma la propiedad de manos muertas». {9}

Pero el principio no valía tan sólo para la propiedad del clero y de los pueblos: se extendía por la misma lógica a la propiedad de las personas privadas, y así lo hicieron notar algunos en el curso del debate, haciendo argumento de ello en contra de la desamortización. Con la doctrina del dictamen, acogida y articulada en la ley, quedaba implícitamente reconocido el derecho del Estado a expropiar las tierras individualizadas para convertirlas en propiedad colectiva, el día que la sociedad estime que esta forma de disfrute es más beneficiosa que aquélla a la causa común. «El principio de la utilidad pública que se invoca (objetaba D. Claudio Moyano a la Comisión), ¿no podrá aplicarse mañana a los bienes de los particulares? ¿No podrá decirse que la sociedad está interesada en que se prive de ellos a los que hoy son sus poseedores?».{10} Sin duda ninguna que [9] sí: por la trinchera de la desamortización penetraba y se alojaba en nuestro derecho público la facultad del Estado a decretar cuanto el moderno colectivismo agrario pretende. Los conscriptos de las Constituyentes de 1855 no votaron la ley de 1.0 de Mayo inconscientemente, sino con entero conocimiento de las consecuencias que entrañaba su resolución; y ni ellos ni sus sucesores y derecho-habientes podrían extrañarse de lo que suceda, sea ello lo que quiera. Dos días después del discurso de Moyano, sus preguntas eran contestadas afirmativamente por uno de los más caracterizados defensores de la desamortización, D. Antonio González: «La nación tiene sobre toda la propiedad del país un dominio eminente, al cual se subordinan todos los de los particulares y de las corporaciones: en virtud de ese derecho eminente, pueden las naciones disponer con justicia no sólo de los bienes de las corporaciones, sino también de los de particulares, siempre que sea por utilidad y beneficio público...». {11}

Acaso la hipótesis prevista se halle menos distante de nosotros de lo que pudiera nadie sospechar. Todos los indicios son de que, muy en breve, las clases gobernantes habrán acabado de volver, de este o del otro modo, en tal o cual medida, de sus entusiasmos individualistas de 1840 y 1855; para entonces son los siguientes conceptos de Cárdenas, autoridad nada sospechosa: «Esta doctrina (teoría del dominio eminente del Estado; que el soberano puede cambiar a su arbitrio la forma de la propiedad) lo mismo serviría para amortizar en provecho del Tesoro los bienes desamortizados, que ha servido para desamortizar los que no lo estaban.» {12}

* * *

El reconocimiento del derecho que la nación tuvo para expropiar a las llamadas «manos muertas» parece haber causado definitivo estado en la ciencia: no así el acierto o el desacierto con que haya procedido en la ejecución, objeto aún de controversia, cada vez más reñida.

Hubo en las Cortes quien propuso una fórmula que acaso habría sido salvadora. Es sabido que todas o casi todas las tierras y casas del reino de Granada, especialmente en la Alpujarra, estuvieron nacionalizadas, fueron propiedad civil de la nación, acensuadas en suertes de extensión fija a los moradores, por espacio de doscientos veintiséis años, desde 1571 a 1797, realizando por adelantado el ideal colectivista de George. Pues fundado en ese transcendentalísimo precedente patrio e invocando además la autoridad de Jovellanos, D. Claudio Moyano propuso a las Cortes de 1853, respecto de los bienes de propios, una solución análoga a la que Flórez Estrada había sometido a las Cortes en 1836 respecto de los bienes del clero, sin más diferencia que la que va de municipalizar a nacionalizar: tal era «repartir dichos bienes enfitéusis condicional, renovándolo cada cincuenta años, para que con su canon se cubriesen las necesidades del Municipio». {13} La tendencia era sana, y en todo caso dejaba abierta la salida a más científica y racional organización. Por lo pronto, no habría habido motivo para estas severas críticas estampadas por D. Andrés Borrego en un libro de 1856 y repetidas en otro de 1890, que vienen a reforzar los airados apóstrofes de Balmes:

«Gran imprevisión la de no ver un peligro, y tal vez no muy lejano, en la transformación de una sociedad cuya propiedad colectiva y pública pasa toda entera al dominio particular en beneficio exclusivo de las clases acomodadas; y no siendo admisible, además, que la sociedad del porvenir que sobre las ruinas de la antigua se está edificando sea una sociedad en la que no haya pobres, en la que los proletarios no se encuentren en mayoría, ¿cuál no podrá ser el sentimiento de estos últimos cuando, en lo venidero, sus Gracos o Babeufs digan a los demócratas del porvenir– «el estado social que tenéis delante se fundó sobre la expropiación del pueblo: las tres quintas partes del territorio de España pertenecían al dominio público cuando salieron del dominio de las clases privilegiadas y de las corporaciones locales, y todo ha quedado en manos de los ricos: nada os han dejado, ni un pedazo de tierra al que pueda aspirar, como antiguamente podía, el infeliz jornalero»? {14}

* * *

Esta reflexión del respetable publicista tiene un alcance mucho mayor que el que resulta de la letra, ya de suyo tan grave.

No nos remontemos a los turbios orígenes históricos de la propiedad territorial; tomemos las cosas como estaban la víspera de la Revolución; concretémonos a la actual Gaceta, a leyes promulgadas en ella, vigentes todavía en la actualidad. Esas leyes han sustraído a las clases menesterosas cinco enormes patrimonios, que componen al presente, en manos de los que fueron sus legisladores, o de los habientes-derecho de los legisladores y de sus partidarios, auxiliares y protegidos, la parte mayor de la riqueza territorial de la Península: 1.ª La servidumbre (condominio más bien) de pastos de rastrojera y barbechera, de que una ley de 1813, sostenida después hasta el Código civil, expropió al vecindario de los pueblos en beneficio de los terratenientes, sin indemnización. 2.ª El condominio o derecho real representado por el diezmo eclesiástico, que gravaba a la propiedad inmueble, y de que varias leyes de 1821, 1837 y 1840 expropiaron a la Iglesia en provecho exclusivo de los terratenientes, no en favor de la nación, obligada desde entonces a costear con los tributos ordinarios el servicio a que dicho diezmo estaba afecto. 3.ª La parte de usufructo que alcanzaba al pueblo, en diversas maneras indirectas, sobre las heredades de las iglesias y monasterios, patrimonia pauperum (como decían los teólogos y canonistas), de que los obispos, cabildos y beneficiados eran meros administradores, y de que le expropiaron decretos y leyes de 1835 y posteriores, traspasando tales bienes a «agiotistas e intrigantes». 4.ª Los bienes de propios, que la citada ley de 1855 puso en venta, no a utilidad de las clases desheredadas y menesterosas, sino en favor de la Hacienda nacional, a la cual se hizo el regalo de la quinta parte, y para dotación de una clase parasitaria [10] de agentes, regidores, diputados, &c., al alcance de cuyas rapiñas se ponía el 80 por 100 restante, en el hecho de reducir lo inmueble a valores mobiliarios. 5.ª La quinta o la cuarta parte de los bienes de aprovechamiento común, de que otra ley de 1888 expropió a los vecindarios en beneficio de la Hacienda nacional, amén del riesgo de que el 80 por 100 restante, mudado en títulos de la Deuda, siga el mismo camino que han llevado los bienes de propios.

Esos bienes eran «el pan del pobre», su mina, su fondo de reserva, diríamos el Banco de España de las clases desvalidas y trabajadoras; y la desamortización, por la forma en que se dispuso, ha sido el asalto de las clases gobernantes a ese Banco, sin que los pobres hubiesen dado ejemplo ni motivo. Para los grandes hacendados, regalos tan espléndidos como el de la prestación decimal, que representaba, al tiempo de la abolición, como unos 400 millones de capital, según cálculo de Pidal y Tejada; para los capitalistas y sujetos sagaces y desaprensivos, negocios tan redondos como la adquisición de más de la mitad de la Península por la décima parte de su valor; para el pueblo... Para el pueblo, los míseros recursos de su despensa, sus derechos de mancomunidad, el porvenir asegurado en esa vasta heredad colectiva, estragándose, desustanciándose, encogiéndose como la piel de zapa a cada nuevo avance de la revolución, a cada nueva conquista de las clases mesocráticas.

Tienen razón Martínez Marina, Ciscar, Balmes, Borrego, Cárdenas, Moyano. El día que acabe de sentirse o de imponerse la necesidad de desandar, en la manera y medida que fuere, el camino andado con torpe inspiración en los últimos noventa años, no tendrá el legislador que quemarse las cejas para idear la fórmula, porque se la dan ya hecha los desamortizadores de 1836 y 1841, de 1855 y 1888, en competencia con sus impugnadores, adalides del statu quo; y si esa no agrada, por tocada de contagios vitandos, y se quieren otras más añejas, más cercanas al sagrario y sahumadas de incienso, ahí están brindándose, con su justificación y todo, en los libros de la Novísima Recopilación y en los protocolos del siglo XV. Muestras de ellas he exhibido en otra parte.

Joaquín Costa
Madrid, Enero 1904.


{1} Manuel Luján, diputado por la provincia de Extremadura; sesión de 4 de junio de 1811 (Diario de Sesiones, núm. 246; edición de 1870; tomo II, pág. 1181-3); Antonio de la Cuesta, diputado por Avila; sesión de 8 de Mayo de 1820 (Diario de Sesiones, núm. 70; edición de 1871; t. II, pág. 1493); Pedro Juan de Priego, diputado por Córdoba, sesión de 1.º de Abril de 1821 (Diario cit., número 35; edición de 1871; t. II, pág. 820)

{2} Diario de Sesiones de aquella legislatura, núm. 40; edición de 1871; t. II, pág. 919.

{3} Manuel García Herreros, diputado por Soria; sesión de 4 de junio de 1811 (Diario de Sesiones, núm. 246; edición de 1870; t.II, pág. 1177-8); Joaquín Lorenzo Víllanueva, diputado por el reino de Valencia; en la misma sesión (pág. 1179); Vicente Terrero, diputado por la provincia de Cádiz; sesión de 5 de junio (Diario cit., núm. 247, pág. 1190); Antohio Oliveros, diputado por la provincia de Extremadura; sesión de 10 de junio (Diario cit., núm. 252, pág. 1235); José Moreno Guerra, diputado por Córdoba; sesión de 4 de Abril de 1821 (Diario de Sesiones de aquella legislatura, núm. 38; edición de 1871; t. II, pág. 889); &c.

{4} Sesión de 12 de junio de 1811 (Diario de Sesiones, núm. 254; edición de 1870; t. II, pág. 1247. –Véase también Ramón Lázaro de Dou, diputado catalán, en la sesión de 5 de junio de 1811 (Diario cit., pág. 1191).

{5} Es este un hecho desconocido y que requiere prolija investigación. En las Cortes de 1821, el diputado por Valencia, D. Francisco Ciscar, dijo ser «notoria la conducta reprensible que observaron durante la invasión de los franceses muchos de los denominados señores, abandonando la Península y poniéndose en salvo con todas sus familias en Mallorca, Gibraltar, Ceuta y otras partes»; y sugiere, en un magnífico apóstrofe, el derecho del pueblo no sólo a privar a tales señores de sus señoríos, sino que a extrañarlos, de la patria (sesión de 25 de Marzo de 1821; Diario cit., núm. 28; edición de 1871; t. I, página 677). –Otro miembro de las mismas Cortes, D. Guillermo Oliver, diputado por Cataluña, después de hacer mérito de los sacrificios hechos por los artesanos, comerciantes, labradores y otras clases inferiores, exclama: «¿Y los señores? Este recuerdo me amarga mucho en este momento. Puedo decir de mi provincia que cuando regresamos a nuestros hogares, después de encontrarlos destruidos, arrasados nuestros edificios, talados nuestros campos, tuvimos que pagar los atrasos de derechos señoriales de la época de la dominación enemiga, en que, a impulsos de nuestra lealtad, abandonamos nuestras casas. ¿Y a quiénes? A personas que vivieron entre los enemigos...» (Sesión de 26 de Marzo de 1821; Diario cit., núm. 29, pág. 700). –En una Memoría económico-política sobre los señores y grandes propietarios, impresa en Salamanca en 1813, cuya soltura de estilo y abundante erudición legal la denuncian como obra de persona muy versada en letras humanas, se dice lo siguiente con referencia a la invasión francesa: «Una de las mayores obligaciones de los vasallos era defender a sus señores, porque ellos y sus cosas eran guardadas por éstos. Ahora bien; la España se vio acometida del modo más vil, inundada de tropas con el fin de conquistarla, las quales exercian su rapacidad sobre todos los pueblos. Esta era la ocasión de que esos preciados de Señores debían tratar de la defensa de sus vasallos, ponerse al frente de ellos y acometer al enemigo común, como hacían en igual caso sus mayores; pero estos hombres, por lo común afeminados y degenerados, unos se huyeron a Ceuta u otros sitios seguros, y otros permanecieron tranquilos en sus casas, esperando la suerte de la guerra: muy pocos se presentaron en el exército. &c.». (Biblioteca Nacional, de Madrid; Varios, Fernando VII, paquete 76 de los en 4.º, carpeta I.ª –Firma: «un ciudadano deseoso del bien general»).

{6} Sesión de 6 de Abril de 1821 (Diario de Sesiones de aquella legislatura, núm. 40; edición de 1871, t. II, pág. 917).

{7} Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero, por el Dr. D. Jaime Balmes; Vich, 1840; págs. 104 y 107.

{8} La cuestión social, Madrid, 1839; y edición 5.ª del Curso de Economía política, 1840, parte II, cap. 4, t. I, pág. 330 y sigs.

{9} Diario de Sesiones de 1855; sesión de 23 de Febrero; apéndice al núm. 89 (tomo III, pág. 2370). –De palabra afirmaba Escosura que «es lícito desamortizar la propiedad, porque es lícito, porque es obligatorio hacer todo aquello que exige el interés general», lo mismo que el imponer contribuciones. «Variamos la forma de la propiedad, porque esa forma es perjudicial a los propietarios, porque esa forma es enemiga declarada del progreso social y político, cuyos representantes, cuyos diputados somos, y obrando así, cumplimos con nuestros deberes...» (Sesión de 26 de Marzo de 1855; Diario cit., t. IV, edición de 1880, págs. 3260 y 3265).

{10} Sesión de 26 de Marzo de 1855; Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, núm. 115; t. IV, 2.ª edición de 1880, pág. 3253.

{11} Sesión de 23 de Marzo de 1855; Diario y tomo citados, pág. 3308.

{12} Ensayo sobre la Historia del derecho de propiedad, por D. Francisco de Cárdenas, lib. VIII, cap. 5; Madrid, 1873; t. II, pág. 199.

{13} Diario de Sesiones cit.; sesión de 26 de Marzo de 1855, núm. 115; t. IV de la 2.ª edición, pág. 3259.

{14} Andrés Borrego, España y la revolución, Madrid, 1856; Historia, antecedentes y trabajos a que han dado lugar en España las discusiones sobre la situación y el porvenir de las clases jornaleras, Madrid, 1890), página 53.

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