Alma Española
Madrid, 7 de febrero de 1904
Año II, número 14
páginas 3-4

Francisco Giner de los Ríos
Mi pesimismo

I

En cuanto al divertido problema de nuestra presente situación nacional y su probable solución, piensan muchas personas sensatas que quizá nos hemos quedado un poco retrasados. Pero no hay que exagerar: otro tanto les ha pasado, y hasta si se quiere, hoy mismo les pasa a otros pueblos: vean ustedes Grecia. Pues, ¿y Cartago? Y no hablemos de Egipto: porque ya aquí la cuestión no está tan clara. Tendremos nuestras dificultades; pero en todas partes hay sus puntos negros. ¿Creen ustedes, verbigracia, que porque aquí cultivemos nuestras corridas de toros –de que al cabo sólo murmuran cuatro cursis–, no quedan todavía por ahí fuera otras fórmulas de barbarie, y si ustedes me apuran, menos lucidas y briosas? (Por cierto que una de esas de fuera se nos ha metido en estos días bien adentro.) Lean, lean ustedes las listas patrióticas de esas fórmulas bravas, con que, para consuelo de discretos, refreno de instintos plebeyos, desalmados y soeces y afinación del ideal nacional, tiene la bondad de tranquilizarnos cada día la Prensa.

Y después de todo, ¿no están ustedes diciendo de hora en hora que si no hemos puesto a un lado de la corriente general de la vida, que si urge volver a ella cuanto antes, etc., etc.? Pues más sencilla será esa vuelta, cogiéndonos bien firmes a los restos prehistóricos que todavía guarda esa vida de común con la nuestra.

Quedamos, pues, en que estamos mal; pero gracias a Dios, y después de él, a Cánovas, Sagasta y Silvela, no tan mal como a este propio Sr. Silvela le parece -ahora– harto, vencido y maltrecho en la descomunal batalla y empeño generoso que por tantos años ha reñido, consumiendo su indomable energía en cultivar el ideal, despertar las fuerzas sociales más nobles, purificar la vida del Estado, empujar la educación del pueblo, abaratar el pan, difundir la cultura, satisfacer y pacificar las colonias –que fueron.... y por coronamiento y flor de toda esta obra, sanear la ética pública –y la privada ¿no?–, previéndolo todo (a posteriori).

Por esto –siempre vuelvo a mi tema–, no hay que exagerar. ¿Estamos algo rezagados? Pues todo se reduce a andar un poco más deprisa: como el Japón, como Nueva Zelanda, como Cuba... (Cuba!)

II

¿Un poco más deprisa? ¿Por dónde y hacia dónde? Gran favor nos haría quien supiese decirnos qué camino llevamos, si llevamos alguno. No es que vamos despacio, ni aun que estamos sentados al borde de la senda, aguardando a rehacer nuestras fuerzas y seguir adelante. Vagamos desorientados en la sombra, sin saber qué hacer, tropezando unos con otros. De vez en cuando, un poeta, un jornalero, un burgués, un cualquiera, nos da una voz. No acertamos a saber qué dice. Ni siquiera nos entristece no entenderla.

¡Y en esta condición, se nos convida a la «dictadura» de un rey o un Roque! Pronto hemos olvidado –¿lo hemos sabido?– el ejemplo de Carlos III. Un grupo de hombres patriotas, sinceros y cultos, inspirados del mismo calor humanista que hervía en las demás Cortes de Europa, removieron los campos, abrieron talleres, reorganizaron la justicia, secularizaron el Estado, liberalizaron la gobernación de las colonias, crearon laboratorios, caminos, escuelas, institutos de trabajo y de prosperidad... Ellos andaban y andaban, y parecía que los que andábamos éramos nosotros. Pero aquellos filántropos y esprits forts no querían la colaboración de abajo; no querían Cortes; fiaban poco, casi nada, en un pueblo embrutecido, servil y postrado; y demasiado en la virtud milagrosa de la acción gubernamental. Llevaban la divisa de Turgot y se complacían en el mismo ensueño: crear una nación desde la Gaceta.

El fracaso fue tan colosal como el esfuerzo. A la muerte de Carlos III, toda esta obra enorme, hecha desde arriba, vino a quedar colgada de Carlos IV –«un rey, dice Buckle, de raza verdaderamente española: devoto e ignorante». A poco, habíamos metido la reja del arado a las magníficas carreteras que nos habían dejado aquellos hombres, para no sembrar ni cosechar en su agrio suelo más que miseria. El gobierno paternal, el «absolutismo ilustrado» había hecho sus pruebas.

III

Porque fuerza directora que no aspire ante todo a despertar la energía siempre latente en las raíces de la sociedad, fracasará sin remisión. Si no hay vapor, ¿qué importa el maquinista? Pero si suscitamos en esas raíces un movimiento y una orientación firmes, pronto hallarán intérprete, y lengua, y dirección, y manos, que pongan por obra su sordo balbuceo. Lo que nos falta es esa orientación; y más que a nadie, a los presumidos, soñolientos y apáticos «intelectuales». La «masa», los «de abajo», se lanzan tras el ideal, con esfuerzo cada vez más pujante, apenas les llega de él un rayo: tras ese ideal, de que el bueno de D. Antonio Canovas –otro intelectual, que nos hizo el favor de descender del Olimpo al Ministerio–, creía ingenuamente incapaz al trabajador, cuando llevaban casi medio siglo Toynbee, Vincent, Maurice, Kingsley, Stuart, Ruskin... de demostrar precisamente lo contrario.

Sentido ideal, no mera idea; una tensión del espíritu, y aun del hombre todo, cada vez más hacia arriba y hacia adentro, para formar y derramar a un tiempo la persona, del modo más enérgico posible; y derramarlas, no en la contemplación, sino en la acción, que pondrá en cada cual y en todos un reino divino, cierto que de luz, pero al par, y no menos, de calor, de energía varonil y radiante.

Este es camino. Más lento, o más rápido; ¿quién sabe? Lo único seguro es que no hay otro. Por él, hay esperanza. A juzgar por lo lejos que todavía estamos del principio, conviene advertir que a largo plazo.

Francisco Giner

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