Alma Española
Madrid, 6 de marzo de 1904
Año II, número 17
página 14

C. Bernaldo de Quirós
Los españoles según un extranjero

En su Bosquejo psicológico de los pueblos europeos, recientemente traducido a nuestra lengua, el sociólogo francés Alfredo Fouillée hace un retrato nuestro.

Hay en su opinión, desde el punto de vista geográfico, varias Españas. Unida en tiempos prehistóricos a Inglaterra por el Norte y África por el Mediodía, la Península conserva aún un aspecto nórdico y otro aspecto africano. La frase tan famosa di Alejandro Dumas «el África empieza en los Pirineos», es, pues, más cierta de lo que él mismo se imaginaba. El África no empieza en los Pirineos, pero sí más allá de Sierra Morena. En el centro se extiende la España intermedia, la verdadera España, la de las sierras y las estepas, agria y seca, imprimiendo en el alma nacional estos caracteres.

Si el territorio ofrece esta diversidad, la raza, en cambio, es de lo más homogéneo entre los pueblos europeos. Domina aquí, casi exclusivamente, lo que los nuevos antropo–sociólogos llaman el Homo Mediterraneus, un hombre de talla pequeña, moreno, de cráneo alargado (dolicoide). Al Norte y al Noroeste quedan vestigios étnicos de celtas y germanos, y, en general, vese aumentar la anchura de los cráneos allí donde más se dejó sentir la influencia germana (suevos en Galicia, godos en Toledo, vándalos en Andalucía). Desde los tiempos más remotos, las poblaciones bereberes, que parecen una mezcla de la raza mediterránea y de algunas tribus negras de África, parecen haberse extendido por España, como lo muestran las excavaciones.

Vinieron después los cartagineses... Luego los llamados «moros». Dice Fouillée: «se ve lo que es preciso pensar de todos los lugares comunes anticientíficos acerca de las razas latinas que llenan los periódicos y los proveen de los argumentos necesarios.» Latino sólo es el idioma y la cultura... de los que la tienen.

El temperamento español es casi siempre –según nuestro autor–, bilioso, nervioso; «es decir, que abrasado por un fuego intenso, sabe ocultar la pasión que le consume.

Viene después una larga lista de defectos..

Somos sanguinarios. País alguno da tanta cantidad de homicidios, si Italia se exceptúa. Yo añadiré que si se cuenta la cifra de los delitos llamados de «disparo de arma de fuego», verdaderos homicidios abortados, Italia queda por debajo.

Somos poco sociables, o mejor disidentes, faltos del instinto de cohesión en todas las cosas.

Somos incultos... Somos tristes, solemnes. Verleaeren, el poeta belga, ha expresado muy bien la impresión que, contra la idea general, le causó España.

Al final hay un desfile de tipos regionales.

«Los vascongados, que representan a los íberos más puros, no se mezclan con los extraños y se encierran en su aislamiento, a menos que emigren y se lancen a las más lejanas aventuras.»

De extraña imaginación y espíritu aventurero, sólo salen del estrecho marco de la vida local para perderse en lo universal y absoluto. Han salido de entre ellos los marinos y los misioneros.

Los catalanes, amigos de la labor, conquistan lo mejor de la industria y el comercio.

Meridionales y levantinos son vivos y exuberantes, mientras el habitante de las grandes llanuras grises de Castilla es serio, lento y grave, «envuelto en su capa de clásicos pliegues. En su miseria disimulada conserva la actitud orgullosa del conquistador y amo. Solemne, altanero, muy celoso de su honor, apático ante las necesidades de la vida, el castellano, que impuso su dominio a España entera... tiene quizá las mejores cualidades de la raza».

¿Qué pensar del retrato?

Falto de un estudio directo del pueblo español y escaso de fuentes de información –como hace notar el traductor R. Rubio–, Fouillée, a veces, comete manifiestos errores que hacen reír a veces (verbigracia: cuando habla de la franqueza de los gallegos).

Con todo, no debemos rechazarles porque nos haga aparecer peor de lo que quisiéramos.

Nada conocemos menos que nuestra propia imagen. Nunca nos vemos en sueños por esto mismo; y a veces, en instantes de sorpresa, nuestra propia figura se nos aparece extraña. Contados retratos nuestros nos agradan; porque a más de esta ignorancia, hay en todos, hombres y razas, cierta dosis, mayor o menor, de narcisismo.

C. Bernaldo de Quirós

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