Alma Española
Madrid, 23 de abril de 1904
Año II, número 22
página 8

S. Pérez Triana
Apuntes internacionales
El fracaso del tribunal de La Haya

En los primeros meses del año de 1903, sin previa declaración de guerra, fueron bloqueadas las costas de Venezuela por barcos de guerra alemanes, ingleses e italianos, bombardeados algunos puertos y hundida o apresada por los poderosos acorazados de las dichas naciones, la pequeña flota de barcos de madera de la República agredida. En un punto, único en que los venezolanos contaron con algunos medios de defensa, lograron rechazar los repetidos ataques de la marina alemana. El viejo fuerte de San Carlos, a la entrada del lago de Maracaibo, reducido a escombros, mantuvo en alto la bandera patria, defendida con denuedo contra artillería superior, hasta el punto de que los acorazados alemanes volvieron proa al mar, frustrados en su empeño, principalmente por el valor de los defensores del castillo. El viejo pendón tricolor que ostenta el amarillo y el rojo de España, sostenido por hombres que en sus venas llevan sangre española, sirvió de testimonio una vez más de que en nuestra raza los hombres todavía saben morir.

La noticia del rechazo fue dada oficialmente en Alemania, y oficialmente declarada «triunfo glorioso». Los hurras y los vítores resonaron a porfía en todos los ámbitos del imperio; los entusiastas y enronquecidos patriotas consumieron océanos de cerveza... Son edificantes los maravillosos resultados que puede obtener un gobierno paternal, con un poco de buena voluntad... y de cerveza.

Fue Alemania la iniciadora de la guerra; Inglaterra se asoció a ella sin pérdida de tiempo, y muy poco después, Italia reforzó con sus blindados las escuadras de las otras dos potencias. La disparidad de fuerzas era colosal, como si se empleara un martillo de vapor de 100 toneladas para triturar una nuez, al menos mientras las cosas permanecieran en el mar, que en tratándose de luchar en tierra, aunque la disparidad habría seguido siendo la misma, la trituración hubiera sido mucho más difícil.

La causa ostensible de tan insólita agresión se dijo que era la recaudación de deudas que Venezuela no quería pagar; la causa verdadera era muy distinta, como ya se verá.

S. M. el Emperador de Alemania tiene serios motivos de descontento. Entre otros, cabe apuntar los siguientes: Durante el siglo XIX la emigración alemana a países transoceánicos, principalmente a los Estados Unidos, fue, según cálculos aproximados de 20.000.000 de hombres, que han venido a robustecer un organismo nacional, no solamente extraño, sino antagónico al imperio alemán: la población en Alemania aumenta, según los cálculos más fidedignos, a razón de 600.000 almas por año; la corriente de emigración continúa en la misma forma: es sangre rica y fecunda que fluye del cuerpo nacional a fortalecer sistemas extranjeros. Sería labor gloriosa llevar esas multitudes emigratorias a tierras que fueran prolongación de la patria misma, nuevos hogares humanos en donde, con el idioma y con la raza se extendiera el dominio de la bandera y el radio de acción política de la madre patria. En una palabra, la adquisición de colonias viables, era y es necesidad urgente e imprescindible para el imperio alemán.

Las colonias ya adquiridas en el continente africano, han resultado en fracaso descorazonador; su extensión es tres veces mayor que la de la metrópoli, y al cabo de cerca de veinte años de explotación, no alcanzan a 10.000 los alemanes que las habitan; de éstos, más de la tercera parte la forman los soldados y los funcionarios públicos; y el déficit anual que su administración arroja, según los datos del presupuesto presentados al Parlamento alemán en Noviembre de 1903, es de 38.000.000 de francos. El presupuesto general de la nación acusa, un déficit, para el presente año económico, de 275.000.000 de francos, y ya no quedan nuevas fuentes de recursos. No hay una pulgada de tierra, ni una sola manifestación de la industria, que no lleve sobre sí el máximum posible de impuestos para el fisco. En tiempo de normalidad y de paz, ya se está apelando a expedientes peligrosos en finanzas, para subvenir a los gastos nacionales. Estos últimos no pueden disminuirse, porque la paz armada, especie de guerra latente, impone cada día mayores sacrificios.

Por otro lado, como un cuerpo martirizado por cadenas, la nación se retuerce, y la protesta estalla, como el grito de dolor en los labios, en el incremento del socialismo, cuyos adeptos aumentan por millones.

La única región posible para la implantación de colonias es la América ibera: allí cabría el excedente de población durante un período incalculable de tiempo; allí hay tierras feraces y sanas, bosques primitivos abundantes en riquezas naturales, cordilleras en que están escalonados los climas aptos para todos los cultivos en extensiones inmensas de territorio, ríos navegables que tienden la red de sus afluentes en todas direcciones, a lo más hondo del continente, como hilos sueltos de una abundante cabellera, y montes ricos en veneros de todos los minerales útiles y preciosos. Y todo esto está en poder de unos pocos millones de hombres, divididos en unas pocas nacionalidades débiles, acampados, por decirlo así, en la inmensurable superficie del continente, a grandes distancias unos de los otros, empeñados en muchos casos en insensatas luchas intestinas, e incapaces, por la mera razón de la diferencia de fuerzas, para defender eficazmente el territorio que les pertenece contra una gran potencia militar.

En la América ibera, pues, está el objetivo; allí se han de fundar las colonias alemanas, allí ha de ir ese río humano que continúa perdiéndose en los Estados Unidos y en las colonias Inglesas.

S. M. el Emperador de Alemania obtuvo el concurso del Gobierno inglés para su empresa: el pueblo inglés, sorprendido por los hechos, no acompañó a su propio Gobierno, y lo manifestó bien claramente a su tiempo.

Empero, a los planes de colonización política europea en América, se opone la conveniencia de los Estados Unidos; desde 1823 proclamaron ellos un principio de derecho internacional, llamado la doctrina de Monroe –la más elástica de las doctrinas hasta ahora conocidas–, en virtud del cual se declara el continente de Colón cerrado a la conquista o a la adquisición pacífica de territorio por parte de las naciones europeas.

El hecho de que una puerta esté cerrada, no indica necesariamente que no se la pueda abrir o forzar. Lo que se intentó con el ataque de Venezuela, so pretexto de recaudar acreencias de un deudor moroso y reacio, fue poner a prueba la supradicha doctrina de Monroe. Sin duda se juzgó que ante la acción conjunta de tres grandes potencias, el Gobierno de Washington cedería en sus pretensiones. El albur justificaba el esfuerzo. Desgraciadamente para los que lo intentaron, los Estados Unidos no consintieron en la realización del intento, y los denodados agresores, tras de las hazañas, infecundas en gloria, del bombardeo de puertos indefensos y del rechazo sufrido en San Carlos, tuvieron que volver a sus puntos de partida, y que resignarse al papel de alguaciles demasiado acuciosos en la repartición de los bienes de un deudor, sometiéndose al fallo de un tribunal de justicia. Los pormenores del caso son demasiado recientes, y no requieren recapitulación ahora.

Es aquí donde entra el Tribunal de La Haya, fundado por inspiración imperial, para dirimir por la vía de arbitramento las contiendas y diferencias entre pueblos. Ese Tribunal simboliza una noble aspiración, no menos respetable, por razón de los resultados nulos, y peor que nulos, contradictorios, que se han visto desde su creación. Antes de que se secara la tinta de las actas de instalación, ingleses y boers, ambos signatarios de ellas, se encargaron de escribir con ríos de sangre en el Veldt africano la supremacía incontrastable de la violencia; y hoy Rusia y Japón, también signatarias del pacto redentor, lo borran de hecho de las páginas de la historia.

Sometida la cuestión venezolana al Tribunal de La Haya, este último ha dictado su sentencia inapelable. Precisa recordar que, como llueven golpes de hacha sobre el árbol caído, llovieron reclamaciones de dinero sobre la República venezolana. Todas las cancillerías del mundo buscaron con nimio empeño en sus archivos causas de reclamación.

Hasta los pueblos «hermanos» tendieron la mano, convertida en garra.

Como los canes de la jauría que describe Auguste Barbier en sus Yambos inmortales, cada uno de los cuales quería son tronchon de charrogne; cada Gobierno quería un jirón del Tesoro venezolano.

Pero al menos, con excepción de las tres potencias mencionadas, los demás se limitaron a aprovecharse de las circunstancias, sin alardes de violencia. Fue la hora de Shylock, verdadero emperador de las sociedades modernas, quien de esta suerte hizo una entrada triunfal en el campo de la política internacional.

Según el fallo del Tribunal de La Haya, dictado el 27 de Febrero último, en el repartimiento de los dineros de Venezuela, habrán de tener preferencia sobre los reclamantes pacíficos los que reclamaron con la violencia. Desde el momento en que se estatuye que a todos se les ha de pagar, se reconoce por el Tribunal la justicia de las reclamaciones de todos; y la preferencia se funda en la violación, por parte de aquellos a quienes se les concede, del mismísimo principio de arbitramento (es decir, de análisis o investigación imparcial), representado por ese Tribunal.

Huelgan los comentarios. Es pertinente agregar, sin embargo, que al dictar el fallo el Ministro ruso Muravieff, presidente ad hoc del Tribunal de La Haya, aprovechó la ocasión para lanzar desde tan alta tribuna –que se hubiera esperado debería de imponer a quien la ocupara discreción y comedimiento– tremendas acusaciones contra el Japón.

A pesar de todo esto, y de tan manifiesto fracaso, vale más que exista el Tribunal de La Haya, siquiera sea como un consuelo ilusorio para los débiles. ¡Cuántas veces, en la noche obscura del invierno, alegra el alma del viandante aterido el lejano fulgor de alguna hoguera que lleva hasta sus ojos el brillo de sus llamas, ya que no el calor de su fuego!

S. Pérez Triana

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