El Imparcial
Madrid, lunes 26 de enero de 1903
 
año XXXVII, número 12.863
página 1

La leyenda negra

Habrá puesto hoy S. M. firma bien plausible y bien oportuna al pie de un decreto preparado en el ministerio de Gracia y Justicia.

Por la augusta autoridad del rey y por la diligencia y buen consejo del señor Dato hallase a estas horas indultado uno de los reos condenados en el memorable proceso de La Mano Negra.

El rey, al firmar, y su ministro al proponerle esa medida de clemencia, pueden sentirse satisfechos, sobre todo, siendo, como es, el rasgo de hoy preparación de una medida extensiva a mayor número de desgraciados.

Con el indulto de Cristóbal Duran y con la inmediata libertad de sus compañeros y consortes, queda desvanecida una de tantas sombras como en los últimos tiempos han ido levantándose en Europa alrededor de nuestro nombre.

Primero fue Montjuich. La leyenda surgió con aire siniestro. Éramos el pueblo irredimible: teníamos en la sangre y en la médula el virus inquisitorial; y en medio de los esplendores de la moderna civilización y de la democracia, señora del mundo, el esqueleto de Torquemada aparecía reclamando su derecho a la vida.

Sobre este negro cañamazo bordaron grandes plumas europeas una figura de España, chorreando sangre y llena de ignominia.

Severini, Rochefort, Clemenceau, Jaurés, nos envolvieron en una oleada de injurias. Los oradores populares de Trafalgar Square, entre los cuales no faltaron respetables miembros del Parlamento, dijeron, por cuenta de nuestras instituciones y de nuestro pueblo y nuestra raza, verdaderos horrores, y hasta en la fría y tranquila Alemania, Spielhagen, una de las glorias literarias más altas del imperio, llevó a la picota el nombre de Montjuich por tal modo, que llego a preocupar al señor Cánovas.

El revólver de Angiolillo puso término a la vida del ilustre político español y al mismo tiempo a aquella tremenda campaña.

Por añadidura, nuestro desastre colonial ofreció más interesante tema para hablar de las desdichas españolas, y durante algún tiempo no hemos vuelto a ser presentados como un pueblo de toreros e inquisidores.

La oleada de cieno, que solía formarse en Francia, ha sido también contenida por motivos de política internacional; si, al fin, podíamos ofrecer un estimable elemento de alianza, no había para qué extremar la nota de Montjuich, cuando el chauvinismo francés, en sus amores por Rusia, sería capaz de ver en Siberia un delicioso Paraíso.

Pero nuestra alianza no acaba de precisarse y las grandes plumas redentoras sienten la nostalgia del «colorismo» español.

Un poco demodé lo de Montjuich, ha parecido de perlas lo de La Mano Negra. Hanoteaux, primero –una de las mayores respetabilidades de la República,– y Clemenceau –uno de los mayores fracasados– se encargaron de añadir un nuevo capítulo a nuestra leyenda feroz, y en estos momentos La Mano Negra tiene una actualidad parisiense.

Ha procedido con suma discreción el Sr. Dato saliendo al paso de esa campaña nueva; aunque siempre los motivos de equidad y los sentimientos piadosos habrían sido tan atendibles como aquel peligro de difamación internacional.

* * *

En el caso de La Mano Negra, como en el de Montjuich, cualquier reparación generosa merece un aplauso sincero. La justicia puede equivocarse. En la caridad cualquier error es disculpado allá arriba. El mismo D. Antonio Cánovas llegó a preocuparse de las lamentaciones lanzadas por los prisioneros del castillo barcelonés.– Y cuanto a La Mano Negra, diecinueve años trascurridos para los muertos, en el cementerio, para los vivos en los penales africanos, son bastantes para que hayan desaparecido los elementos necesarios a una razonada discusión sobre aquel proceso sombrío. Sería, pues, inútil o temerario el abrir debate sobre los dos terribles episodios de nuestras agitaciones sociales. Paz para todos. Para todos olvido.

En Cataluña, como en Andalucía, como en el mundo entero, el problema hállase ya planteado en muy distintos términos: no hay partido político, no hay fuerza social que no se consideren obligados a pensar en la suerte de los humildes. Y aunque no hayan cesado los actos de violencia, se adivina la posibilidad de que el mejoramiento se produzca, con mayor o menor lentitud, pero por la común y pacífica colaboración de todas las conciencias honradas.

No hay entonces que volver la vista atrás, y sea bien venida siempre aquella generosidad que cierra, con noble movimiento, una historia lastimosa.

Pero no se olvide por ello que si en decretos como el que hoy envía a la Gaceta el Sr. Dato, palpita espíritu conveniente a la reparación de antiguas tristezas, hay algo que no es la pasión de la justicia ni de la caridad en ciertas campañas emprendidas en el extranjero con soberbio aire de humanitarismo.

Montjuich es una amarga incertidumbre. La Mano Negra es una interrogación cambiada entre la justicia y la muerte.

La matanza de Fourmies es, sin embargo, un hecho indudable. Las ejecuciones de Chicago no parece que puedan ofrecer duda sobre la suavidad de los republicanos yankis. Los fusilamientos en Sicilia y el cañoneo de los obreros en Milán, son bien conocidos. La política de Inglaterra en Irlanda y en el Transvaal, no creemos que presente caracteres idílicos. Rusia, la aliada de Francia, no es, precisamente, evangélica en sus represiones del nihilismo...

Debemos, por tanto, aceptar la responsabilidad de nuestra historia; pero que los demás no quieran confundirnos con las lecciones de la suya.

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Leyenda Negra
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