Filosofía en español 
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[ Ramón Janer Isan (a) Francisco de Barbéns OFMCap ]

La cuestión del cinematógrafo y la de la moral de la calle

Los problemas pedagógico y moral del cine

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La importante revista Cataluña, alarmada justamente por las proporciones que va tomando la inmoralidad en nuestros pueblos, y por los gravísimos trastornos orgánicos y psíquicos que acarrea a la generación que sube, llama la atención de las personas que se preocupan por el orden de la sociedad y el bienestar de los individuos, para que den luz y orientación en tan pavoroso problema.

Invitados por su digno director, vamos a permitirnos algunas sencillas observaciones pedagógicas y morales acerca de la moral pública en la cuestión o forma concreta del cinematógrafo, confiando que otro día podremos estudiar la cuestión de la moral de la calle.

I
¿Qué es el cine en la actualidad?

Inspirándonos en un sentido de justicia haremos constar que hay cines buenos, de acción moralizadora, que hacen labor educativa, si bien desgraciadamente son los menos. No nos referimos a éstos, cuando censuramos semejante institución social. Nuestras reconvenciones se dirigen a los que han falseado el cine; a los que no han querido ver en él un medio de formación intelectual artística, moral; a los que lo han convertido en instrumento de corrupción, de maldad; a los que lo han tomado como principio de degradación y decadencia, y, finalmente a los que lo aceptan, consciente o inconscientemente con ánimo de rebajarse o como arma para suicidarse.

La cuestión del cine es más grave de lo que parece a primera vista. Tiende a formar un espíritu pagano en los tiempos de su mayor decadencia, un desvío completo del sentido moral, una desnaturalización o prostitución de la conciencia pública. Introduce gérmenes de anarquía intelectual por medio de la falsificación de los conceptos más sagrados de la sociedad y de la religión; trastorna el orden moral, creando nuevas formas de simpatía por la pasión, por el mal; rebaja el nivel de la aristocracia por la sutil insinuación de sentimientos innobles e indelicados; acaba de perder la democracia, arrancándole los pocos instintos de moralidad que le quedan; enerva la naturaleza y el espíritu del joven, por la provocación incesante que ejerce sobre sus energías vitales, su sistema nervioso. Iremos desenvolviendo estos conceptos.

No asombrará a nuestros lectores si defendemos que el cine tiende a formar un espíritu nuevo, altamente reprobable. La conciencia pública, tal como la ha formado el Catolicismo en Europa y en América, comprende, en el orden de las ideas, las enseñanzas de la religión referentes a Dios, a la autoridad, a la ley moral, a la familia; en el orden de los sentimientos, la justicia, la caridad, el decoro, el respeto al prójimo y la fraternidad universal; en el orden de las costumbres, la observancia de la ley moral y divina, que es también ley natural, la suavidad en las relaciones humanas sostenidas y fomentadas por la convicción, por la persuasión y por una honesta seducción. O más claro, como escribe Balmes, la civilización por medio del Catolicismo ha dejado «una admirable conciencia pública, rica de sublimes máximas morales, de reglas de justicia y equidad, y de sentimientos de pundonor y decoro, conciencia que sobrevive al naufragio de la moral privada, y no consiente que el descaro de la corrupción llegue al exceso de los antiguos.»

En la sociedad, el elemento sensato y digno ha execrado siempre la deformación de la conciencia por el error y la maldad, aun encubiertas con ciertas apariencias de verdad y de bien. Al mal se le llama mal, y al bien se le apellida bien. La distinción, o mejor aún, la oposición entre estos dos conceptos ha sido siempre fundamental y radical.

Pues bien, hagamos constar que la obra del cine tiende a subvertir este orden de ideas, este curso de sentimientos, este estado de cosas y este modo de ser de la sociedad. Es un elemento que presenta el veneno cubierto de bellas apariencias, y rodeado de pretextos de instrucción, de arte y de formación social, cuando en su fondo real ofrece la imagen de la corrupción más asquerosa, destruye las bases de la moral y del derecho, deja las costumbres sin pudor, las pasiones sin freno, las leyes sin sanción, la religión sin ley y sin Dios.

No ha de ser muy difícil convencer que el cine que venimos estudiando es inmoral, es antiestético, es degradante, y es disolvente del verdadero espíritu social.

Es inmoral, porque atenta contra la ley divina. Allí se ven en cuadros vivos, realistas, emocionantes, las profanaciones religiosas, los insultos a personas sagradas, escarnios de los misterios de la Religión. En el cine se aplauden los odios fratricidas, los homicidios por celos, por interés, por egoísmo, por pasión; en la película se revelan pequeñas y grandes pasiones; fuego de lujuria, que devora las entrañas de un amante; locura por el juego, que precipita a la miseria a una esposa y a los hijos; infidelidad conyugal, que lleva la discusión y la anarquía al seno de la familia. Es en el cine donde se hace la apología de los desacatos a la autoridad, donde se enseñan gráficamente las maneras de robar, de burlar y sustraerse indecorosamente al imperio y a la sanción de la ley positiva; es allí donde se ostenta con toda su crudeza, su desnudez e infamia el predominio del vicio. Es el cine uno de los poquísimos lugares en donde el hombre, la mujer, la doncella pudorosa, el joven piadoso, miran el vicio frente a frente y no se ruborizan; es allí el único lugar en donde el marido consiente que se enseñe a su esposa el camino de la infidelidad; donde el padre tolera que se aleccione a sus hijos en la forma de burlarle, desobedecerle y derrochar sus pocos o muchos haberes; donde la madre permite que una palabra inconveniente, un ademán poco decoroso, un espectáculo inhonesto, depositen en el corazón de sus hijas un germen de desdicha, un elemento de discordia doméstica, un principio de ruina moral. Digámoslo de nuevo, el cine, objeto de nuestras censuras, es profundamente inmoral.

El cine, por el mero hecho de ser inmoral, es antiestético. Abro el primer tomo de las obras de Milá y Fontanals, y en la página 108 leo este párrafo: «Lo ideal de la belleza en el orden moral consiste la mayor rectitud y grandeza de ánimo, en la ausencia de los sentimientos vulgares y rastreros, tal como se halla en ciertos caracteres morales representados por los más grandes poetas de diferentes épocas.» En la estética, dice el mismo autor, no puede haber diferencia entre lo bueno y lo bello, entre lo malo y lo feo. En consecuencia, comprende muy mal la estética, el que quiere alimentar su espíritu de ideas innobles, de enseñanzas y hechos rastreros, abominables; el que invocando un crudo realismo, en vez de buscar lo bello, lo digno de la naturaleza, tributa culto a lo feo, a lo deformado por la malicia o por la pasión humana.

Es degradante, porqué coloca al actor y al espectador al nivel de las más bajas pasiones. Un joven calavera que arruina a su familia, que comete una infamia, que explota la buena fe de un tío o amigo suyo, por una estratagema ingeniosa sale libre de compromisos ante la ley penal y la sociedad; este joven es admirado por unos, aplaudido por otros y poco menos que venerado por los más. A tal extremo de degradación llega el que empieza por perder el sentido moral.

Destruye, además o disuelve el verdadero espíritu social, toda vez que aplaude y casi diviniza la irreligión, la inmoralidad, la holgazanería, la infamia, el desacato, la injusticia; subvierte toda noción de orden, de ilustración, de civilización, de cordura social; introduce en el cuerpo de la sociedad los gérmenes que han de producir necesariamente su desorganización; al alma de la sociedad se le quita toda acción y todo prestigio; el espíritu queda sin vigor y sin aliento para las grandes obras de restauración, para las grandes producciones artísticas que eleven el nivel de la sociedad.

Es grande, pues, la malicia moral y social que entraña el cinematógrafo, tal como venimos estudiándolo. Estos cuadros que acabamos de delinear, harto saben la mayor parte de nuestros lectores que no son ficciones. Allí asisten, o mejor, son acompañados por sus padres los niños en quienes apenas alborea el uso de razón; allí es conducida por la mano de su madre la niña inocente, a la cual se la rodea de la mayor vigilancia a fin de que una amiga indiscreta no le revele los secretos de la naturaleza, que, por otra parte, ve estampados y puestos al descubierto en la película. Son estos mismos niños los que explican, con un semicandor propio de la edad en que desaparece, los cuadros y las escenas que acabamos de apuntar.

II
Efectos que produce el cine en la naturaleza humana.

Desconocen completamente la índole de nuestra naturaleza los propagadores y apologistas del cine inmoral. Todo lo que aparta a los seres del ciclo biológico que les corresponde por la ley que preside a su existencia, contribuye a degradarlos y envilecerlos. En consecuencia, todo lo que en la especie humana se oponga al desarrollo armónico de sus facultades, de las energías con las cuales ha de realizar su finalidad, todo esto rebaja y desnaturaliza al hombre. Este reconoce como principales factores de grandeza y de prosperidad las fuerzas físicas, las energías morales y la acción o predominio de la inteligencia.

La historia y la observación enseñan que los pueblos en los cuales no se practica la higiene más elemental, en donde la alimentación es deficiente o adulterada, la aeración nociva, el ambiente saturado de emanaciones de materias orgánicas en descomposición, o de emanaciones palúdicas, etcétera, los habitantes presentan caracteres de degeneración, sin vida, sin energías para grandes empresas, incapaces de toda cultura, de toda moral algo elevada.

En el orden moral, es notorio que la condición de los libertinos y de cuantos viven entregados al vicio es sumamente desfavorable para elevarse a grandes ideales. Para muy poca cosa sirve el hombre cuando llega a perder el sentido moral y en el fondo de su personalidad queda poco más que el sedimento de la bestia. Lo mismo proporcionalmente decimos de la cultura intelectual. Desde el momento en que el hombre no recibe el nutrimento de las verdades para la formación de su inteligencia; cuando estraga su gusto con aficiones y objetos de un orden ínfimo, se imposibilita para las grandes acciones, para lo moralmente bello; no sabe elevarse a regiones más puras y más dignas. Y hoy, precisamente, lo que de más esencial y práctico falta a la humanidad es la actividad moral, la revivificación del sentimiento religioso, el sacudimiento de esa indiferencia casi constitucional hacia las bellezas de la virtud, el progreso en la aplicación de los eternos principios de la justicia y del derecho. Esto, y sólo esto, es lo que puede liberar al hombre de la abyección en que le coloca la fatídica influencia de los agentes desmoralizadores; lo que puede realizar esa aspiración redentora, que brota espontánea y fuerte del espíritu no maleado aún por el contagio del error y del vicio.

Los efectos que produce, pues, el cine en nuestra naturaleza son notorios. Atrofia la inteligencia, pervierte la voluntad, da la dirección de toda la vida psicológica a la imaginación y al sentimiento, extrema la intervención de la sensibilidad emotiva en la vida moral, y crea hábitos y costumbres contrarios absolutamente al espíritu cristiano. Dos palabras sobre cada uno de estos puntos.

Reprobamos en nombre de la integridad de nuestra naturaleza, lo que tiende a excluir, cuando no a matar el sentimiento. Este error o aberración filosófica se llama intelectualismo. En filosofía ha dado origen a una especie de diletantismo, que se ha fijado más en la apariencia de las cosas y en las bellas formas que en la realidad. En lo moral, el culto exclusivo de la inteligencia ha producido una fría y dolorosa esterilidad que ha extinguido lentamente la conciencia de la ley y el sentimiento del deber. Pues bien, la obra del cine produce un extremo opuesto igualmente reprobable: se llama sentimentalismo. Este tiende a anular la acción de la inteligencia y a dirigirlo todo por el sentimiento, por la emoción.

En buena filosofía, el cine, obrando sobre el sistema orgánico y nervioso, produce una irritabilidad e impresionabilidad tal, que provoca una serie de reacciones, que perjudican notablemente la normalidad de nuestra vida psicológica. Cuando mayor sea el predominio que vaya adquiriendo el sistema nervioso, tanto más disminuirá la influencia de la parte racional. Esto es notorio, por poco que se hayan estudiado los fenómenos de la vida humana. La inteligencia permanece inaccesible a la impresión provocada por el cuadro representativo, toda su acción se elabora dentro de la sensibilidad, no pocas veces inconsciente; con frecuencia no pasa de simple irritabilidad; otras veces llega a reflejo, y en otras ocasiones se convierte en imagen fija, base de una autosugestión y de otros trastornos, por desgracia demasiado frecuentes en la vida mental y en la vida de relaciones sociales.

Estos objetos que producen semejantes impresiones, vienen creando estados tan desequilibrados; que para muchos de los individuos que asisten a tales espectáculos, particularmente de la clase femenina, constituye un verdadero estado patológico, que estudiaremos en el párrafo siguiente.

P. Francisco de Barbens
O. M. Cap.

(Continuará)
«Revista de Estudios Franciscanos»