El Día, diario de la noche
Madrid, viernes 27 de diciembre de 1918
 
2ª época, 39 años, número 13.920
página 8

César Juarros

La tiranía del opio

El caso Quincey

Los médicos que, por razón de especialidad, hemos de ver enfermos a los que una intoxicación voluntaria desequilibró la razón, comprobamos, con espanto, cómo el vicio de la morfina aumenta rápida, tremendamente, por años, por meses.

Es una plaga social, que, de no salirla pronto al paso, tardará poco en rivalizar con el alcohol en la tarea de ir acabando con las últimas energías de la raza española.

Pese a todas las restricciones, a todas las prédicas, el hábito de la morfina se extiende sin cesar, invade todas las clases sociales, y lo mismo hace prosélitos en las mujeres que en los hombres, en los ricos que en los pobres.

Las justificaciones, teóricamente, siempre las mismas. En un buen puñado de casos fue costumbre creada como consecuencia de un tratamiento algo largo por la morfina. En otros tuvo la culpa el contagio, el trato con morfinómanos, la atracción literaria de Poe, de Baudelaire, de Quincey. Finalmente, en muchos la causa tuvo por arranque una ambición de snobismo, que en no pocas ocasiones reviste aspecto de necesidad de estimulantes tóxicos, para sobrellevar el tedio, la amargura de vivir.

Frente a esta clase de morfinómanos existe el grupo de los toxicómanos, morfinómanos de fondo mental patológico, y por ello merecedores de capítulo aparte.

En general, las gentes se van entregando, cada vez en mayor cantidad, a la cruel tiranía de la morfina, por creer a este alcaloide fuente pródiga y misteriosa de placeres exquisitos, saturados de voluptuosidad divina, capaz de romper, por unas horas, las cadenas que sujetan al espíritu a ras de tierra.

Y este es un prejuicio que conviene destruir, por nocivo y por falso. El ser esclavizado por la morfina no sólo embrutece y nubla la inteligencia, sino que acaba por convertir la vida en infierno.

Es muy corriente oír invocar el nombre de Quincey cuando se habla de los cantores del opio. El nombre del poeta se tremola como una bandera, en la ilusión de que su gloria artista puede bastar para dar justificación a los que al opio o la morfina se entregan, y la ilusión se afianza y la ejemplaridad cunde, porque la mayoría de los citadores del poeta no lo leyeron.

En sus traídas y llevadas «Confesiones de un comedor de opio», traducidas al francés por Baudelaire, Quincey se queja amargamente de la catástrofe adonde llevó a su cerebro la droga fatal, «llegando a no poder escribir una carta». Su sueño es un desfile de pesadillas horrorosas. En su cerebro levantó tiendas la alucinación. Llega a tener miedo al sueño, y asiste al doloroso espectáculo de la ruina de su privilegiada mentalidad.

Se llama a sí mismo Quincey, el papa del opio, y la droga no llevó a su espíritu sino la tristeza, la desgracia, la decadencia de una de las más admirables inteligencias literarias de su época.

Y tal conciencia tenía del mal recibido el poeta, que constantemente luchó contra el hábito cruel. Llegó a él no buscando paraísos desconocidos, sino buscando calmar una neuralgia facial, de origen dentario.

Todo lo cual conviene divulgar, en evitación de que siga habiendo quien de buena fe crea cómo en la morfina y el opio hay posibilidad de hallar placeres esotéricos capaces de valer el sacrificio de una inteligencia.

Doctor César Juarros

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