Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Ezequiel Endériz Olaverri ]

La penetración de las ideas bolchevikis en España

El bolchevikismo es la actualidad política del mundo.

De los frutos de esta guerra de desolación que acaba de finar, ninguno tan contagioso y tan grave para las bases de la actual sociedad como ese bolchevikismo.

De ahí que todos los pueblos, especialmente de Europa, lo estudien, lo analicen y le concedan la importancia de un problema de vida o muerte. “O matamos el bolcheviquismo –ha dicho Kelman– o él mata nuestra sociedad.” Y eso que el ilustre publicista quizá ha dicho “nuestra sociedad” y pudo decir muy bien “nuestra civilización”, pues la nueva doctrina democrática triunfante en Rusia, tanto o más que atacar los componentes de la sociedad actual, tiende a destruir lo que hasta ahora hemos llamado “civilización europea”. Buena prueba de ello es que Europa, más que los otros continentes influenciados por su civilización tiemblan ante el movimiento, y que éste tiende a nutrirse de doctrinas asiáticas y africanas, pues sus raíces podrían muy bien hallarse en las viejas civilizaciones, ya muertas, que denunciaron primero el Asia y luego parte del África. El mismo Trotski dijo que el problema del mundo era un problema de “descomplicación” y de “primitivismo”. Y no faltan –para probar más esta característica del bolcheviquismo– hombres tan buenos, tan equilibrados y tan sutiles de pensamiento como nuestro Gabriel Alomar, que establecen un paralelo afortunado entre el doctrinario leninista y el cristianismo, el cristianismo que, evidentemente, si de algo carece es de europeísmo. [75] “Cristianismo del cielo, el predicado por Cristo; cristianismo de la tierra, el que predica Lenin.”

Quizá por la situación marginal que ocupa España en Europa, el bolchevikismo encuentra aquí, en nuestro país, ancho campo de experimentación y arraigo. No hay que olvidar que de España se ha dicho que es un país oriental que no se sabe por qué quedó en Occidente.

Por lo menos ya tenemos para la aceptación de la doctrina social máxima el primer factor que se necesita: el misticismo. Sólo en las almas místicas, delirantes y propicias al mito religioso, puede caber este sentimiento de “virtud trágica” que Lenin llama “la justicia estricta”. Nuestra historia, nuestra literatura, nuestros antecedentes y los grandes caracteres que arraigaron en este viejo solar, no son más que muestras de misticismo agudo. El pobre Don Quijote, rebelándose siempre y siempre por un ideal de perfección, resultaría en estos tiempos un bolcheviki peligroso y fichado en la Dirección de Seguridad.

Cierto que los españoles hemos cambiado mucho; pero el aire de truhanes y ventajistas individuales que hemos adquirido de unos años a esta parte, no es más que un ridículo disfraz que no nos cubre lo suficiente para ocultar nuestra verdadera estructura.

En el fondo, somos místicos, soñadores y románticos, como los místicos, los soñadores y los románticos del siglo XV. Y al decir como los místicos de aquella pasada época, queremos decir tan equivocados. Admiramos y celebramos la enjundia del pícaro; pero internamente vivimos atados a un fuego ideal que nos devora.

Este ideal ha estado inactivo y ha sido estéril ante la civilización europea, a la que no hemos dado nada, ni nuestra presencia. Nuestro ideal se ha mantenido de su propia llama como el fuego eterno. Pero es porque la civilización europea ha sido pequeña –fuera de su aspecto material– para su fuerza expansiva. Abrazamos el cristianismo y en él pusimos la energía toda de la raza, porque el cristianismo habla de un derecho igual entre los hombres y de una justicia inapelable. [76] Al fracasar el cristianismo fracasó nuestra labor activa, pero no nuestros sentimientos... España espera sentada, viendo pasar los siglos, con su procesión de acontecimientos, el nuevo ideal. En el fondo de su escepticismo todo español se cree que él y su raza están reservados para designios transcendentales. Ahora, el problema de España ante el bolchevikismo consiste en si ese rojo credo ruso es o no la doctrina esperada tantos y tantos años, cara al sol, que también, como el maximalismo, viene de Oriente.

Todos los síntomas dicen a nuestra experiencia modestísima de observadores de muchedumbres, que sí.

Tiene el maximalismo, no en su doctrina, sino en su gobierno inmediato, un principio sugestivo para nuestro carácter: la igualdad seca, absoluta. El español siente la igualdad entre los hombres mucho más que los otros dos lemas del trío democrático francés: libertad y fraternidad. La palabra igual, con todas las consecuencias de su contenido, nos subyuga. A la libertad, en cambio, el español le concede poca importancia. En muchos momentos la aborrece. España es el único país que la suele condicionar diciendo: “libertad bien entendida”. Aquí se ha llegado a hacer cómplice a la libertad de la desigualdad, porque cree que si la Justicia no diera libertad absoluta, no se desigualarían las cosas a su amparo. Libertad le parece algo así como desequilibrio, y en el desequilibrio no puede caber la igualdad. Además, España siente la voluptuosidad de la tiranía; sólo exige que la ejerzan bien. Su admiración a Guillermo II tenía dos aspectos: se le admiraba por tirano y por “buen tirano”; claro que aquí estuvo el error. En cuanto a la fraternidad, la siente mucho menos que la libertad. Pueblo de gatos nos han llamado, y con acierto. El español es adusto y cruel. No cree en el amor por el amor ni sabe fingirlo a usanza del buen latino. Es receloso. Padece de envidia. Por eso precisamente quiere que le administren una justicia que sea garantía de que el vecino, de que el compatriota, no es ni en trato ni en categoría más que él. Este sentimiento orgulloso de no ser menos que otro, generalizado, hace surgir el que nadie sea más. Todo régimen, pues, sentado en la igualdad, hace prosélitos en España. [77] De ahí nace actualmente esa aberración –ya histórica– de que los pueblos de España no pueden emanciparse para engrandecerse. Si nos morimos, que nos muramos. Es decir, igualdad, igualdad, igualdad hasta para el infortunio. El odio permanente de todo español a la autoridad y al gobierno por el hecho de serlo, no es más que eso. La desigualdad que se establece forzosamente entre el gobernado y el gobernante. Por eso, quizá el “Soviet”, que es el gobierno directo del pueblo para el pueblo, fuese un organismo ideal en España.

Estos son los puntos de contacto entre la ideología bolcheviki y la idiosincrasia española.

En el terreno vulgar y corriente de la vida hallamos infinidad de detalles que hacen de España el verdadero país del bolchevikismo.

El pueblo no cree aquí en las aristocracias. La de la sangre le parece grotesca, cosa cómica; la del talento la recela y la teme; la del dinero la odia. No hay aristocracias para el pueblo español. La patria no le inspira grandes arranques. Vive por encima de ese sentimiento que lo cree inferior a otros, al de humanidad, por ejemplo. “La patria del hombre es aquella en que mejor vive”, se suele decir por los españoles. Servir a la patria, ser soldado, es en España una tremenda desgracia. Nadie se cree aquí feliz por ser, no ya soldado, ni héroe. La propiedad no la acepta el español, ni reglamentado ni regido por una ley intermedia de concordancia. O es absolutamente legal como patrimonio del propietario, quien hace de ella lo que quiere –arriendo, traspaso, venta, condenación a la esterilidad, como la creen los viejos montañeses españoles– o es un solo pensamiento que Proudhon debió de oír a nuestros mineros y a nuestros agrarios, pues ello se dice en los campos españoles con la firmeza de un apotegma. La cuestión es no salir del “César o nada” clásico.

España ha hecho ya sus ensayos bolchevikis, prueba de sus instintos, viejos ya en este sentido maximalista. La República cantonal tuvo un carácter completamente “sovietista”, y la mano negra de Andalucía no fue otra cosa que bolchevikismo efectivo, precursor del que amenaza invadir nuevamente [78] a España, y que ya está fermentando en nuestros obreros del campo.

Quisiéramos que los que niegan estos hechos sintomáticos de la materia bolcheviki española, vinieran con nosotros a uno de esos actos de propaganda social a que asistimos frecuentemente. Allí verían a nuestros campesinos vibrar ante la esperanza del reparto de la tierra, ante la próxima llegada de las horas de la venganza, ante todo el idearium bolcheviki. Sólo él les conmueve; sólo él les inspira confianza.

El día que el agrario español conozca al detalle la constitución de la República rusa de los Soviets, dada su estructura moral y política, ha de aceptarla sin enmienda. Los enunciados del artículo 3.° (capítulo II) parecen redactados para el bolcheviki español. Vamos a reproducirlos para que el lector pueda establecer entre ellos y las ideas de nuestros campesinos el estudio personal, si es que le interesa:

“A) Para realizar la socialización de la tierra, queda suprimida la propiedad privada de la misma: todas las tierras se declaran propiedad nacional, y serán entregadas a los trabajadores sin ninguna clase de indemnizaciones, sobre la base de un disfrute igual para todos.

B) Los bosques, el subsuelo y las aguas, todo el ganado y todo el material, así como las propiedades y empresas agrícolas, se declaran propiedad nacional.

C) Como primer paso para la transferencia de las fábricas, de las minas, de los ferrocarriles y otros medios de producción y de transporte a la República obrera y campesina de los Soviets, el Congreso ratifica la ley sobre inspección obrera y sobre el Consejo supremo de Economía nacional, con objeto de asegurar el poder de los trabajadores sobre los explotadores.

D) El III Congreso panruso de los Soviets considera la ley concerniente a la anulación de los empréstitos lanzados por el Gobierno del zar, a los terratenientes y a la burguesía, como un primer golpe dado al capital internacional, y expresa la seguridad de que el poder de los Soviets continuará por ese camino hasta la victoria completa del proletariado internacional y su liberación del yugo del capital. [79]

E) El Congreso ratifica la transferencia de todos los Bancos al Estado obrero y campesino, como una de las condiciones de liberación de las masas trabajadoras del yugo del capital.

F) Para suprimir los elementos parásitos de la sociedad y organizar la vida económica del país, queda establecido el servicio civil obligatorio, &c., &c.”

Si, después de esa doctrina, se llega hasta ellos con las cooperativas, las cajas de ahorro y demás zarandajas del socialismo gubernamental, se fracasa. Piden reivindicación total. Igualdad de derechos, no tutelas. Piden la “justicia estricta” de Lenin.

Leed las palabras del minero de Riotinto Egocheaga, pronunciadas en un reciente mitin agrario-minero de Paterna del Campo, entre el delirio de 5.000 oyentes, y meditad:

“Nuestra aspiración solemne y única es la completa transformación social, y esto lo pedimos amparados, más que en nuestras necesidades, en las enseñanzas de la Historia; no somos, pues, otra cosa que los continuadores de los fenómenos históricos, que nos inducen a destruir el poderío capitalista del mismo modo que los señores feudales derribaron el poder de los reyes absolutos, del mismo modo que la burguesía derribó los privilegios de la Aristocracia y del mismo modo que los trabajadores derribarán el poder arbitrario del capitalismo. A esto vamos, a esto va el Proletario universal, organizado revolucionariamente en todos los países. Contra esto van los ricos, sin deber de hacerlo, en los graves momentos en que se tambalean las cabezas sobre los hombros de los opresores. Somos maximalistas al estilo ruso, pero nuestras ideas son propias, no las hemos copiado de Rusia. Al estallar la guerra, en Septiembre de 1914, dijimos en Riotinto que la contienda europea terminaría cuando la potencia obrera entrase en fuego. Esta potencia obrera, obrando revolucionariamente, provocó el armisticio y la conferencia de la paz, que aun estando tan próxima, no será presidida por los estadistas del capitalismo, sino por los delegados de los Consejos de obreros y soldados del mundo entero. Estamos en presencia de grandes acontecimientos, tan extraordinarios, que los mismos trabajadores no pueden imaginar. El fantasma bolcheviki no es, como cree la [80] gente, una sombra rusa, sino una realidad universal, y ese millón de soldados aliados que intentan caer sobre el bolchevikismo ruso, no llegarán a realizar esos propósitos, porque antes de ejecutarlo se darán cuenta de que no son un millón de soldados de la burguesía, sino un millón de soldados del bolchevikismo que camina con ellos. Somos bolchevikis, los hambrientos, los que no tenemos un pedazo de tierra que cultivar ni un pedazo de pan que llevar a la boca de nuestros hijos.”

Y no sólo se circunscribe la tensión maximalista española a los campos. Vive también en las ciudades. Los talleres, las redacciones y hasta determinados centros culturales son eminentemente bolchevikistas. “En Barcelona –nos decía el otro día Marsillach en un artículo– hay 100.000 bolchevikis con organización y un plan.” En el mismo Madrid existen grupos considerables de trabajadores y funcionarios que procuran una estrecha amistad con los soldados, quienes les atienden por lo menos; en Madrid también hay un periódico llamado El Soviet, escrito para “intelectuales, obreros y soldados”, y la misma Casa del Pueblo, arrastrada por la fuerza del proletariado que cobija, declaró en su último y reciente Congreso su viva simpatía y adhesión al movimiento ruso. ¿Qué más? El mismo Lerroux, político de clarividencia tal que fue el único que acertó el año 14 la derivación de la gran guerra y sus consecuencias para España, acaba de pedir el Gobierno en nombre del peligro bolcheviki.

Claro está que las derechas españolas, verdadero fenómeno de incomprensión política, se han reído de Lerroux y se ríen del “fantasma bolcheviki”. Pero posible es que sus risas sean motivo de arrepentimiento tardío. Porque el bolchevikismo ruso, con todas sus consecuencias, ese fruto de guerra sazonado ya en Rusia y temido en el mundo entero, tiene ya estado en España. Algunos millones de españoles sueñan hoy con un régimen de terror, copia del de Lenin y Trotski, del que esperan un torrente de justicia. Y malo es que los hombres de un pueblo de ensueños se acostumbren a soñar una idea misma.

Ezequiel Endériz.