Filosofía en español 
Filosofía en español


Adolfo Bonilla y San Martín

Exceso de política

El defecto tradicional

Historiadores antiguos hicieron notar que si España pudo caer bajo la dominación romana, no contribuyó poco a ello el espíritu de división, la tendencia al fraccionamiento, que imperaban entre los pobladores ibéricos, dando lugar a continuas luchas interiores, que favorecieron, como era de suponer, la obra de la conquista extranjera. Gracián, en El Criticón, encontraba la raíz de nuestros males en la soberbia: «La soberbia –dice–, como primera en todo lo malo, cogió la delantera; topó con España, primera provincia de la Europa: parecióla tan de su genio, que se perpetuó en ella; allí vive y allí reina con todos sus aliados: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie; hacer del don Diego y ‘vengo de los godos’; el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco; la gravedad, el fausto, el brío, con todo género de presunción, y todo esto desde el noble hasta el más plebeyo.»

No sé si la causa a que se refiere Gracián será la única: ni siquiera pienso que el fenómeno a que alude tenga en España, con caracteres exclusivos, la intensidad que él parece suponer; pero sí afirmo (porque es un hecho tan notorio, que salta a la vista de todos) que el susodicho espíritu de división, tan de antiguo advertido, sigue subsistiendo entre nosotros, con caracteres tales, que anula en múltiples casos manifestaciones harto provechosas para la prosperidad nacional. Dejo aparte la envidia, las corrientes separatistas del regionalismo irreflexivo, y otros fenómenos análogos. Doy por supuesto también que ese espíritu de división existe asimismo en otros países. Lo que observo es que en España ofrece caracteres de tal continuidad y extensión, que vale la pena de reparar en ellos, para buscar, en lo posible, la enmienda.

Preocupación partidista

Como, aunque el hecho se repita, presenta modalidad distinta según los tiempos, resulta que, en los nuestros, el carácter a que aludo tiene su más definida representación en la esfera política. Científicos ha habido, y hay, para los cuales la existencia de un gobierno parlamentario no se concibe sin la de los partidos; y está la gente tan habituada a relacionar estos últimos con toda labor gubernamental, que, para la generalidad, es motivo de una estupefacción sin límites el que se les hable de una política sin partidos. Inmediatamente piensan en los consabidos tópicos de las ventajas de la lucha, necesidad de una fiscalización, natural divergencia de los pareceres humanos, &c., &c. Y juzgan ellos que, sin partidos, la fructífera agitación de la atmósfera política, se trocaría en ambiente irrespirable y mortal. Sin embargo, es precisamente todo lo contrario: la existencia de los partidos es lo que retrae a una gran masa de ciudadanos probos y competentes de toda intervención en la política; porque saben que partido quiere decir jefe, a quien forzosamente se ha de seguir, vaya o no equivocado, como si fuese infalible pontífice, en todas las cuestiones que se le antoja declarar dogmáticas; y porque están persuadidos, por una larga y lamentable experiencia, de que partido equivale a interés personal (de uno o de varios).

El hecho es que, entre nosotros, poquísimos problemas se sustraen a la letal influencia del espíritu de partido, porque la mayoría de los españoles se considera poco menos que capitidisminuída, si, desde sus más tiernos años, no le plantan el cartelón indicador de la cofradía a que está afiliada. Esto, aparentemente, es, además, un socorrido medio para saber a que atenerse acerca de la conducta de las personas. Un hombre de quien no se sabe si pertenece a la derecha o a la izquierda, a los de adelante o a los de atrás, produce intranquilidad y molestia entre nosotros; parece un sujeto incomprensible; [2] muchos salen del paso calificándole de cuco y de taimado; él ha de tender a alguno de los cuatro puntos cardinales; si oculta la tendencia, será porque tiene interés en no descubrir el juego; a ése no hay que ayudarle; si no es un réprobo, resulta, cuando menos, un ser peligroso. No se cae en la cuenta de que, probablemente, el misterioso personaje es un hombre independiente y amigo de obrar siempre en armonía con su conciencia y sus convicciones. Se olvida que el proceso vital (y, por lo tanto, el proceso del pensamiento y el de la conducta) no puede representarse por una recta, sino por una curva, y que, aun cuando otra cosa parezca, el partidista rectilíneo suele ser el más ducho en operaciones que requieren flexibilidad de espinazo.

La charla política

Así, no hay pueblo alguno donde en calles y plazas, en el hogar y fuera de él, se hable tanto de política (de política de partido, se entiende, con sus personalismos y particularidades) como en España. Podrá un español no saber si Tarragona cae al Norte o Sur de Valencia; pero de seguro sabe cómo se llama el presidente del Consejo de Ministros. Un periódico que no dedicase el artículo de fondo a la política, sino a un problema histórico, científico o literario, como acontece en el extranjero, parecería una rara avis en España.

De aquí resulta que casi toda solución va impregnada, entre nosotros, de un espíritu partidista. Academia hay donde, para los efectos de las elecciones, se distribuyen los académicos en derechistas e izquierdistas, turnando pacíficamente en las designaciones como los partidos políticos en el poder; y el que tenga la desgracia de no pertenecer a la derecha ni a la izquierda, corre grave peligro, sean cuales sean sus merecimientos científicos, de no ingresar jamás en la Corporación. Hasta en cuestiones tan vitales para la prosperidad nacional como las pedagógicas, el espíritu de partido impera: se forman grupos y grupitos, y los de cada uno miran a los demás poco menos que como míseros analfabetos. En arte, en literatura, en casi todas las manifestaciones de la actividad, el criterio partidista, con la injusticia y la parcialidad que le son anejas, domina profundamente: hay gallistas y belmontistas en todos los terrenos.

Necesidad de la «inconsecuencia»

Y, no obstante, si la diversidad de opiniones es un hecho natural, y, por consiguiente, admisible y eterno, no ha de confundirse con la unidad constante y universalmente aplicable del principio de pensamiento. Semejante unidad no existe, porque cada problema tiene su especial solución, y aun ésta no puede ser la misma en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Tal unidad, pues, no es algo natural, sino artificial. No está determinada en nuestra conducta por una convicción uniforme, sino por intereses o pasiones que procuramos legitimar con el fantasma de una consecuencia partidista que nos lleva a desconocer el valor de la actividad ajena, consecuencia de la cual necesitamos despojarnos, si deseamos que España progrese seriamente.

Adolfo Bonilla y San Martín