Hora de España
Barcelona, junio de 1938
número 18
páginas 25-30

Viñeta de Ramón Gaya
Antipedagogía

 

Como el pedagogo comenzó siendo un esclavo, la escuela no ha podido librarse por completo de esta condición sometida. Veamos a Sócrates en diálogo con Lysis:

«Dime entonces una cosa. ¿Es que te permiten al menos gobernarte a ti mismo o te niegan este derecho?
–¿Cómo quieres, Sócrates, que me lo concedan?
–Entonces, ¿tienes alguien que te gobierne también?
–¡Pues claro!, el pedagogo. Aquel que está allí sentado.
–¿Un esclavo tal vez?
–Sí, uno de nuestros esclavos.
–¡Cosa inaudita, que un hombre libre tenga que obedecer a un esclavo!
–¿Y en qué consiste el gobierno que ejerce sobre ti?
–Me trae al gimnasio y me deja junto al maestro».

Es curioso advertir como fue el antiguo pedagogo, el esclavo, quien dio el nombre a la función de educar, siendo la suya, en aquel tiempo de Grecia, una humilde actividad acompañante. Pero esto, que parece absurdo, pudiera tener un sentido, el mejor sentido que hoy solicita la escuela primaria, el sentido de que el maestro debe acomodar su papel [26] al gesto de indicar al alumno dónde o hacia dónde se encuentran las cosas que éste ha de buscar, descubrir y hacer suyas.

No se crea por esto que defiendo ingenuamente un autodidoctismo radical, cuyo barullo cabría advertir en muchos ejemplos individuales. La cosa tiene otros alcances, pedagógicos –o antipedagógicos– que ahora no he de tocar, pues voy sencillamente a darle algunas vueltas a esta afirmación de Kriek: «Es injustificado que la teoría pedagógica haya relacionado siempre y equiparado en lo posible los términos educación y escuela. La escuela nunca puede realizar más que una parte de la educación, y esta parte no es nunca la fundamental. La escuela ha de completar, elevar y perfeccionar la educación aportada por la comunidad vital y sus sistemas parciales».

Se advierte en seguida una contradicción aparente entre el propósito de superación que se atribuye a la escuela y la valoración parcial, infundamental, de la actuación educativa que se le señala. Y es que si lo fundamental es dado al individuo por la herencia y por el ambiente social, incluyendo el de la familia, corresponde al pedagogo en función delegada el empeño difícil de tomar en sus manos esa materia primera y moldearla hacia la perfección. Sólo que en esto radica el quid del asunto. El pedagogo, entregándose a su papel –según debe– pretende hacer a su imagen y semejanza –según no debe– al niño que le confía la sociedad; mientras esta, celosa del presente y ambiciosa del porvenir, mira desconfiada al maestro, aun cuando finge mimarle, y le recluye en la tarea concreta de enseñar, de comunicar la sola instrucción que pide el momento. Por fortuna el niño se ríe, sin saberlo, de una y otra tutela de su vida, de su personalidad, que será esto o lo otro según lo que él traiga dentro y lo que acierte a sacar de las circunstancias en que luego se desenvuelva.

Así, de la afirmación de Kriek, vamos a mantener estas palabras indubitables: «la escuela nunca puede realizar más que una parte de la educación». Así lo estiman los mejores educadores de todos los tiempos y lugares. El llorado maestro Cossío escribió, para una de las memorias de las Misiones Pedagógicas –nombre que él y yo nos arrepentíamos de haberles dado– estas jugosas palabras: «Tal vez la menor cantidad de nuestro saber, y no hay que decir de nuestro mundo afectivo, con el [27] que al par de la ciencia, se enriquece el espíritu, nos viene a todos de las aulas, fuera de las cuales, en forma espontánea y difusa, hemos ido atesorando en cada momento, día tras día, sin saberlo, de un modo libre y ocasional, en libros, periódicos, conversaciones, trato familiar y amistoso, en el comercio humano con espíritus superiores, en los espectáculos, en los viajes, en la calle, en el campo... el enorme caudal de cultura con que insensiblemente engalanamos la vida. Y este ambiente antiprofesional, irreflexivo, libre y difuso, donde aprendemos, al parecer sin pagar nada, todo aquello que alguien con castizo gracejo llamaba «aprendido de gorra»... Verdadero arte de birlibirloque, que diría Bergamín.

¡Aprender de gorra! Así pudieron adquirir su saber y realizar obra bella muchos de los ingenios españoles y de otras partes. El ejemplo de Lope de Vega podría mostrarlo en evidencia, si hemos de creer a Vossler y su afirmación de que a Lope le sucedió en grande, poco más o menos, lo que al trotamundos Guzmán, según el relato de Mateo Luján de Sayavedra: «Ante un alto dignatario de Nápoles se jacta Guzmancillo del pasado, rico en hechos famosos y bien nutrido de heroísmos, de su patria; le habla del cántabro Pelayo... y de Felipe II. Cuando el prelado italiano, admirado, le pregunta en qué libros ha aprendido tanta cosa, responde el ingenioso granuja que claro sabe leer y escribir y que, allá en su tierra, han pasado algunos libros por sus manos; pero que, prescindiendo de ellos, las magnificencias por él relatadas son conocidas en todo el país y repetidas de boca en boca, de modo que se necesita ser más diestro para ignorarlas que para saberlas».

Si no es fácil averiguar de donde procede este o el otro conocimiento asimilado, hecho espíritu propio, menos aún cabe definir de qué hontanar oculto mana la disposición creadora, la inspiración. Aportemos el caso del poeta Rimbaud, el «fenómeno» Rimbaud. Como es sabido, Arturo Rimbaud escribe sus poemas desde los quince años y medio a los dieciocho, entre 1871 y 1873. Después huye de sí mismo, cae en lamentable vida vagabunda y busca en Oriente una vulgar actividad de comerciante que odia la literatura... ¿Qué ha sucedido en los tres años luminosos para que Rimbaud pudiera ofrendar al mundo su magnífico presente? Sólo sabemos que en ese tiempo el poeta dio un estirón de veinte centímetros. El brusco crecimiento –se dice como explicación–, la pubertad... [28] Sí, sí, pero son incontables los muchachos que dan el estirón y pasan la crisis pubescente.

Lo que puede afirmarse es que los maestros no tienen participación en tales motivaciones, ni para bien ni para mal, y que sólo los temperamentos apocados, de corto vuelo, pueden recibir de la escuela un impulso duradero. Los otros, las personalidades acusadas, acabarán por afirmarse o hundirse con los valimientos propios y los que se procuren. Por esto no hay demérito en que la escuela se acoja a una función elemental, si es de calidad y se atiene a los buenos métodos docentes, de los que puede derivar una eficacia. Claro es que, aún por este lado, en el mundo hay más, pues hay o hubo la delicia del enseñar benedictino, cuya Teología era la cátedra a modo de sesión continua de cinematógrafo. A ella acudía cada año la tanda de nuevos colegiales, dispuestos a recibir sin preferencia las lecciones correspondientes al curso, que igual podía ser el primero que el tercero o el segundo, y así continuaban hasta conocer toda la desordenada materia en las etapas sucesivas. Sin duda la cosa aparece algo inquietante, como lo es también en el cine continuo; mas, ¿y el placer de adivinar, de buscar el posible antecedente? ¿Y el otro placer sutil, que también se admite, de no entender lo que se tiene ante los ojos y de recibir una invitación a la humildad? Porque uno de los daños que la enseñanza elemental puede comunicar es el de hacer pedantes... a quienes tengan madera de tales, y así la Teología benedictina, que llamaban redonda, nos brinda su verdad. Por eso también –por eso y por lo de la humildad– los novicios del Islam (lo cuenta Asín Palacios en su obra sustancial «El Islam cristianizado») quedaban obligados, cuando el maestro salía de viaje, a ir diariamente a su celda para saludarle, como si estuviera allí.

No lo hubiesen hecho, seguramente, los escolares pintados por algunos de los novelistas contemporáneos, con fruición que muestra una identificación de las personas o de la simpatía. Los ejemplos pudieran ser numerosos; pero basten ahora las pocas referencias que siguen, reveladoras de un antipedagogismo convencedor:

—«Los pilotos de Lugarucos no necesitaban para nada saber que el alma se divide en tres facultades, sobre todo considerando que después [29] resultaba que no había tal cosa; ni menos saber que la inteligencia tiene once funciones, cuando no las tiene tal...
Zurita, para cumplir con la ley, explicaba en cátedra el libro de texto, que ni pinchaba ni cortaba; lo explicaba de prisa, si los chicos no entendían, mejor; si él se embrollaba y hacía oscuro, mejor; de aquello más valía no entender nada.» (Clarín, «Zurita»).

—«Pepe Rey, encerrado en un colegio de Sevilla, hacía rayas en un papel, ocupándose en probar que la suma de los ángulos interiores de un polígono valían tantas veces dos rectos como lados tiene menos dos. Estas enfadosas perogrulladas le traían muy atareado». (B. Pérez Galdós, «Doña Perfecta»).

—«El maestro, Don Hilario, era un castellano viejo que se había empeñado en enseñarnos a hablar y pronunciar bien. Odiaba el vascuence como a un enemigo personal y creía que hablar como el vulgo o como en Miranda de Ebro constituía tal superioridad que toda persona de buen sentido, antes de aprender a ganar o a vivir, debía aprender a pronunciar correctamente.
A los chicos nos parecía una pretensión ridícula el que don Hilario quisiera dar importancia a las cosas de tierra adentro. En vez de hablarnos del Cabo de Buena Esperanza o del Banco de Terranova, nos hablaba de las líneas de Haro, de los trigos de Medina del Campo. Nosotros le temíamos y le despreciábamos al mismo tiempo». (Pío Baroja, «Las inquietudes de Shantiandia).

En estos ejemplos vemos el antagonismo de los dos intereses, el de los maestros y el de los discípulos, que sólo serán armonizables cuando los maestros se resignen a llevar las de perder. Sino lo hacen, los alumnos acabarán por escapárseles de las manos, aunque estén presentes en el aula y encadenados al pupitre, para ir tras de la vida o de las gustosas imaginaciones, según hacía el pequeño Miguel de «Riverita», la novela de Palacio Valdés: «Había (la planchadora del Colegio) establecido en su cuarto de trabajo, situado en la boardilla, una tertulia, donde acudían algunos niños en las horas de recreo. Contábales historias maravillosas mientras repasaba la ropa blanca o la aplanchaba. Desde un día que subió casualmente (Miguel), aficionóse tanto a ellas que comenzó a acudir asiduamente para escucharlas». [30]

Lo que viene después, en la misma novela, no es tan ingenuo y agradable; de donde se deduce la responsabilidad que asume la Pedagogía rígida cuando impone normas que someten a los carácteres fáciles o favorecen la rebeldía, no siempre insaludable. El toque no se halla en enseñar más o menos, ni siquiera en enseñar mejor o peor, siendo esto importante. Querámoslo o no, el niño aprenderá muchas cosas fuera de la escuela y aun contra la escuela. Su mundo es otro mundo, que hierve en ansiedades y promesas, que se place en ver con otros ojos –claros, penetrantes, curiosos– lo que nosotros miramos con antiparras, o en deformar las cosas que le ofrecemos con gesto rutinario. Recuérdese la deliciosa oposición de Gorki, niño, a repetir la palabra «santificado» del Padre nuestro: «Aquella palabra "santificado" tenía para mí un sentido misterioso y trataba de retorcerla de todas las maneras: "santificado", "fansiticado". (Máximo Gorki, "Días de infancia")». Como el niño es el creador de su mundo, no va a sentir dudas en coger y transformar los elementos que los mayores le ofrecen, para hacer de ellos lo que le pida su necesidad espiritual, lo mismo que convierte en ruidosa diligencia, con su buen tiro de caballos, las sillas volcadas y en fila del comedor.

Los maestros saben esto bien, y de aquí el viraje que ha dado, que está dando la escuela, al escuchar, al fin, la voz lejana de Rousseau. Ya el niño no es un recipiente que debe ser llenado de conocimientos, sino una individualidad personal y activa que, por serlo, no soporta las pasividades y ha de ejercitar esencialmente su capacidad: hacer. El pedagogo vuelve a ser el acompañante de los días helenos, un acompañante que es un hombre libre y cultivado, que va delante, al lado o detrás del niño, según convenga, y que también acierta cuando le deja solo.

La escuela tiene hoy, va teniendo, su principal reserva de material educador y docente en la calla, en la vida, que enseña «de gorra», sin que nos demos cuenta de ello, por los ojos, por los oídos y por los sentidos todos corporales y del espíritu, ahora y siempre, a los débiles y alas personalidades fuertes, como enseñara al mismo y gran Pablo de Tarsos, en quien pudo más un tiempo el ambiente de la calle de su ciudad, que las palabras del maestro, el doctor Gamaliel, un vulgar pedagogo.

Luis Santullano

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