Filosofía en español 
Filosofía en español


César Muñoz Arconada

Quince años de literatura española

Es muy frecuente en España hablar del odio que el pueblo siente hacia el intelectual. Y, por supuesto, la cuestión se reduce a ciertas maquinaciones morbosas de los intelectuales mismos, sin que el pueblo, que está en otra parte y en distancia, tenga culpa alguna en esa supuesta ferocidad salvaje contra el intelectual.

Es un hecho evidente la divergencia del intelectual y el pueblo, no ya en este momento, porque los problemas actuales son de otra índole, sino de muy antiguo, desde el comienzo histórico de nuestra decadencia, más de dos siglos atrás. Un análisis dialéctico materialista de los orígenes de la decadencia española está por hacer y es lástima, porque es una de nuestras cuestiones históricas más fundamentales. Desde hace dos siglos, venimos girando sobre ella, con pasos y vacilaciones de angustia, sin que hayamos hecho otra cosa que enredarnos en las propias redes que nosotros mismos fabricamos.

En principio, el problema puede reducirse a esta afirmación: que la cultura francesa importada por los Borbones no supo o no pudo crearse una burguesía con poder y destinos históricos de clase. En consecuencia, sin operarse esa transformación, el pueblo sigue la vertiente de su camino, fiel a sí mismo, sólo y olvidado, con su cultura popular no libre de reminiscencias clásicas ya pasadas. Por otro lado, la cultura francesa importada crea, no un pueblo ni una clase, ni siquiera una extensa influencia, crea, simplemente unas minorías. Comienzan a entrar en juego histórico las minorías.

Y todo lo que llega a España son ecos franceses más o menos apagados como todos los ecos. El Enciclopedismo, la Cultura, el Progreso, la Educación. Y todo lo que se hace es imitar en pequeño la vida y la organización social francesa. Academias, bibliotecas, jardines, salones, tertulias, fiestas, arquitectura. Nada de esto era reprobable y mucho menos las ideas en predominio que llevaban los gérmenes próximos de una gran revolución. No podía ser reprobable ni siquiera el buen deseo de transformar un país con ideas extranjeras progresivas. Lo que decimos siempre, coincidiendo todos en ello, es que por causas especiales –causas complejas que no es tarea mía analizar ahora– esas ideas francesas no llegaron al pueblo, no transformaron al pueblo, no crearon, como en Francia, una burguesía amplía, culta, capaz, decidida y necesitada de hacer una revolución.

Crearon unas minorías, y desde entonces toda la vida española gira alrededor de ellas. Y estas minorías, lo mismo en la literatura que en el arte, lo mismo en la gobernación que en la ciencia, fueron mediocres, pobres, no ya sin originalidad ni personalidad, sino, sobre todo, sin empuje, sin fuerza, como algo que carecía de sustentación firme y de profundidad de raíces.

Pero el siglo XVIII pasó así, amablemente, sin que nadie se diese cuenta de lo que se había perdido y de lo que se iba a perder aún. La pobreza y la trashumancia de nuestros escritores clásicos, quedaba ya muy atrás. Ahora, el escritor se desenvolvía en círculos más elevados, con más medios económicos generalmente. Se pasaba el tiempo en academias y salones. Se fabricaban glorias falsas. Se escribían bastantes obras racionalistas sin razón… Y las minorías, en este ambiente, almibarado de florituras, músicas y fiestas, no sentían ni preocupación, ni vacío, ni percibían la gravedad que significaba la ausencia total del pueblo, ni se daban cuenta de su situación movediza y falsa y violenta en que estaba con respecto a la sustantividad de su país.

Y de este modo llegamos al siglo XIX. Lo que en el siglo anterior era, en los intelectuales, ceguera, ahora se hace preocupación y más tarde se convierte en angustia. En el siglo XIX, desflorados los jardines, desconchado el oro de los salones, apagadas las músicas y las fiestas, empieza a verse, a sentirse en todo su dolor, el problema de España. El hecho decisivo de la Revolución francesa impone una influencia sobre todos los órdenes de cosas y sobre todos los países. Empieza a hablarse de una palabra ya olvidada, de una palabra menospreciada, de sentido bajo y diferencial. Empieza a hablarse del Pueblo.

Con la Revolución, las minorías, que eran un producto selecto de la nobleza decadente, se encuentran sin apoyo, sin base, sin ninguna solidez sobre la cual sustentar su existencia. Con el tiempo, estas minorías se transforman, se disuelven en el seno rico de la burguesía triunfante, quedando asimiladas a ella y encontrando una razón vital de existir.

Pero la gravedad de nuestro problema es que en España estamos ya en el siglo XIX, marchamos por él, incluso hemos batido la dominación francesa, y todavía no existe la burguesía como clase que pueda desarrollar una trayectoria y cumplir su destino. El poder, sustentado aún sobre poderes feudales, rueda y se trasmite a manos de minorías acaudilladas, en ese vaivén característico de nuestra política del siglo pasado.

El intelectual o el escritor, que en contra de lo que se cree o de lo que creen ellos mismos, no son entes extraordinarios que se sustentan en el aire arriba de una atmósfera superior, sino al contrario, que necesitan el apoyo de una clase para existir, son los primeros que se dan cuenta de que están rodeados de un vacío terrible, de una soledad casi geológica que pesa sobre ellos como un castigo, sin nadie que escuche sus voces, sin nadie con quien justificar sus ideas, sin nadie que comprenda, que tenga curiosidades, que estudie, que se inquiete.

Y esta angustia de soledad dentro de una sociedad viva la sienten, naturalmente, todos los mejores escritores a través del siglo XIX. Ellos se encuentran desasistidos, sin eco, sin repercusión alguna social. Ellos no tienen ya ni salones elegantes, ni academias doradas, ni nobleza protectora, ni relieve. Se han quedado atrás o fuera, perdidos y desorientados, y como esos perros de camino que pierden al amo, buscan, husmean, corren de un lado a otro, con inquietud, con ojos de miedo y de sobresalto, hacia una mano de apoyo sin la cual no pueden vivir.

Entonces se busca de nuevo al pueblo. Pero no al pueblo perdido, no al pueblo auténtico y magnífico de nuestra novela picaresca, del teatro de Calderón o de Lope, al pueblo real y existente de Cervantes o de Quevedo; al pueblo que existió siglos atrás, dando héroes y personajes y hazañas, fundidos, confundidos, héroes y hombres, artistas y gentes en una masa única, con fuerza y vitalidad creadora. Para los escritores del siglo XIX, este pueblo estaba ahora en estado extremo de incultura, de barbarie, de atraso, y la misión de elevarle correspondía en todo caso a los gobernantes y no a ellos.

Larra, el primer escritor español que padeció este género de angustia, se preguntaba: “¿Quién es el público y dónde se le encuentra?” Y la tragedia de Larra –como la de tantos otros después– consistía en que era un escritor tipo de pequeña burguesía en un país sin ella. Desde Larra hasta la generación del 98, toda preocupación intelectual ha consistido en anhelar la existencia de una burguesía amplia, culta, comprensiva. Las admoniciones y la paternidad de Costa sobre la escuela, sobre la enseñanza, sobre la política, &c. van directas hacia ese sentido.

Pero al contrario de lo que deseaban y necesitaban nuestros escritores, la pequeña burguesía española se ha desarrollado muy lentamente, con pereza, haciendo esfuerzos inauditos. Todavía en el 98, apenas sí existía. Desde el 98 hasta hoy es cuando ha dado todo su crecimiento, todo su rendimiento. Un pequeño y pobre rendimiento, pero al fin ella ha podido sustentar a escritores como Baroja, Azorín, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Unamuno; ha hecho su pequeña revolución: ha recogido los mandos y está hoy en pleno y efímero triunfo. Tiene cierto optimismo y cierta inconsciencia. Pero está en la línea terminal de su ocaso.

*

El esplendor de la burguesía acaba con la guerra, que fue la zarabanda codiciosa de la burguesía mundial. Si nosotros no entramos en aquel ancho círculo de la muerte fue, no porque nuestra situación geográfica no fuese estratégica, sino porque nuestra pobre burguesía no tenía ningún interés que defender.

La guerra cortó verticalmente el mundo. Una enorme zanja de cuatro años de movilización y de pelea separó orillas imposibles de unir. Muchos joven escritores encontraron su formación en esta escuela desesperante y trágica de la guerra. No olvidaron después este aprendizaje. Cuando acaba la guerra se produce un periodo de temor y de debilidad en la burguesía, que pasa por trances muy difíciles. En Rusia es abatido su poder. Estallan movimientos revolucionarios en Alemania, en Hungría, en Finlandia, luego en Italia; hay huelgas extensas en Francia y en Inglaterra, &c.

Naturalmente, la literatura no es ajena a esta debilidad de la burguesía, y en ese momento –la burguesía preocupada en salvarse– ella sí que es ajena a todas las veleidades de la literatura, que de un modo o de otro, sólo la divierten cuando se encuentra feliz, en períodos prósperos y seguros.

Como esos amantes desdeñosos pero no infieles, la literatura, al sentirse por una parte decepcionada y paralizada por la guerra, y por otro lado desdeñada por la burguesía, una y otra se separan, riñen, se llenan de improperios, se castigan. Es, el momento en que la literatura adopta un aire intempestivo, decidido y “revolucionario”. Es el período de los “ismos”. Se dijeron entonces las más grandes atrocidades contra el arte, contra la tradición, contra el burgués, contra todas las cosas que tenían cierta respetable solvencia social. Fue un periodo de incongruencia, de intemperancia y de expresión revolucionaria que se resolvió así, en meras palabras y en arrogancias baldías. La juventud, al acabar la guerra, se sentía vengadora del crimen a la cual la habían llevado; se sentía desconectada y avergonzada del pasado, libre, resuelta, anhelando ilusionadamente vivir una vida propia, mejor y más humana.

Esta actitud produjo un serio fermento revolucionario que la burguesía dominó en todos los países menos en Rusia. Su relación en el arte corresponde al período dadá, futurismo, simultaneísmo, ultraísmo, &c., &c.

Cierta inconsciencia ilusionada de la juventud, hizo suponer a muchos que el arte era una potencia independiente de la burguesía y que por lo tanto ellos –los artistas–eran caprichosamente libres, dueños de su voluntad, con arbitrio de hacer lo que les diese la gana: insultar, blasfemar, repudiar el pasado, hacer cosas incomprensibles para que el burgués se asustara.

Pero todo esto no era otra cosa que el ingenuo juego del ratón y el gato. Si el arte no servía a la burguesía en aquel momento, era porque la burguesía no necesitaba arte alguno. Para consolarse del desdén, el arte se hacia él mismo desdeñoso; se fingía “revolucionario” y hacía escenas de miedo, daba respingos de independencia y producía truenos muy fuertes para llamar la atención del burgués a quien precisamente desdeñaba.

En este período de la post-guerra –ya lo hemos dicho antes– la burguesía española entra en el período más pleno de su desarrollo y sus escritores más representativos adquieren, en virtud de ello, una fuerza social y un relieve literario con el cual habían soñado inútilmente todos los escritores del siglo pasado.

Coincidiendo con la post-guerra y sus trastornos específicos, se produce en España una nueva generación de escritores que bajo una denominación propia bastarte acertada –ultraísmo– imita las manifestaciones literarias que se producen en el extranjero, en Francia especialmente. La cuestión formal y agresiva de guerra y odio al burgués apenas si en España tenía importancia. La burguesía española no estaba tan saturada de cultura como para entender y hacer caso de estos juegos. De todos modos, la agresión y la violencia logran penetrar y hacer mella en algunos círculos reducidos, y años después, cuando se presentía un viraje rápido hacia otras direcciones, Ortega y Gasset escribió un ensayo sobre la “Deshumanización del arte”, lleno de profecías incumplidas, donde se trataba de justificar estos movimientos literarios por razones que no eran las verdaderas.

En el fondo, repasando hoy aquellas manifestaciones en lo que tenían de creación y de intento, vemos que eran perfectamente comprensibles y claras, incapaces de asustar a nadie. Si extrañaron a nuestra pequeña burguesía culta, es porque ella ya hacía bastante esfuerzo con entender a Baroja o a Azorín; pasar más allá era demasiado. Sin embargo, allí se revelaban, en cada trabajo, finas calidades poéticas, violentadas y estrechadas por un juego imaginístico continuo. En verdad, en España la dislocación y la arbitrariedad intencionada, nunca llegaron al exceso, sin duda porque tampoco teníamos aquí el grado de cultura que otros países.

Este período, más combativo que creador, no dio ningún gran poeta. Tampoco podía darle si el movimiento no plasmaba en una verdadera revolución como sucedió en el caso de Rusia y de Maiakovsky. Simple pirotecnia verbal, tal vez con predisposición a lo epopéyico revolucionario, se fueron apagando sus efectos a medida que las condiciones económicas del mundo fueron propicias a ello.

Indudablemente, estos movimientos literarios subversivos de la post-guerra rompieron de momento –y mucho más en España– la tradición pequeño burguesa de la literatura. En otras partes este conflicto se resolvió con un desplazamiento de la literatura a distintas capas sociales. Por ejemplo, hacia los núcleos de snobs, predispuestos siempre a todo la que sea ir en contra del grueso medio burgués, ellos que se consideran una selección depurada de la inteligencia y de la aristocracia.

En España esto no fue posible, porque no existían núcleos de snobs capaces de sostener, artificiosamente y en ciertos momentos depresivos, los valores nuevos y jóvenes de la literatura y el arte. Y sucedió esto: que la literatura rompió con la tradición de aquella pequeña burguesía culta que, con tanto esfuerzo, había venido formándose desde Larra hasta Baroja. Una pequeña burguesía, es cierto, limitada, sin formación, dispersa, pero que, con todo, era la única base sobre la cual se desenvolvía la literatura de aquellos años.

En virtud de estos hechos el escritor se encontró de pronto en una apartada desconexión, sin público, sin nombre, sin influencia alguna, pero gozoso y gustoso de su independencia. Era una soledad morbosa, enrarecida, desfigurada por la imaginación. Producto y consecuencia de ella fue lo que se ha llamado literatura pura y cuyo campo de desenvolvimiento era una corta red amistosa, casi secreta, de revistas, cartas, manuscritos, libros que se cruzaban de unos a otros en un ligero tejido de direcciones mutuas.

Pero todo esto fue transitorio juego de unos años, todavía inseguros y con turbulencias de post-guerra. Después cambió el panorama social. La burguesía volvió a recuperar su perdida estabilidad y con ella, naturalmente, los goces y las tranquilas satisfacciones que no había podido cultivar en años pasados de peligros y amarguras revolucionarias. Por fuerza, la burguesía y su literatura tenían que encontrarse de nuevo, impulsadas hacia sí, reconociéndose y reconciliándose.

En estas circunstancias es cuando en España los escritores más ambiciosos, más fuertes, quizá los que sentían un imperativo más urgente de cumplir su destino normal de escritores, rompen el cerco amistoso de la literatura pura y sienten deseos de incorporarse al público y de recuperar los años perdidos. Entonces aparece La Gaceta Literaria, la que tuvo en la vida intelectual española una gran importancia. Ella fue el vehículo que utilizó la joven literatura para salir de su soledad de pureza –encrucijada en donde la había metido la post-guerra– y marchar en busca de la pequeña burguesía culta que ya se suponía de vuelta de la generación del 98.

Por esto, La Gaceta Literaria nunca fue, en principio, un periódico combativo de lucha y diferenciación, sino al contrario, un periódico aglutinante de agrupación de todas las letras, de todas las gentes, viejas y jóvenes, en convivencia y en buen deseo de que la burguesía recogiera y protegiera la literatura joven que empezaba a manifestarse en público.

En tres años de existencia, La Gaceta Literaria cumplió en parte su fin. Muchos de los nuevos escritores dieron en ella –y no gracias a ella, por que un periódico no deja nunca de ser un medio– los primeros pasos eficaces de incorporación a la literatura y a la memoria valorativa del público. Este período que podemos hacer llegar hasta 1930, se ha caracterizado por un deseo común de creación, de producción, oponiéndose a la parquedad de la época pura y a la destemplanza negativa de la época de post-guerra.

¿Y después? Después empieza en España un período revolucionario, durante el cual la pequeña burguesía forja la República. ¿Qué contribución, qué apoyo, qué solidaridad literaria presta a la Revolución la literatura española? Ninguna. En los períodos revolucionarios es cuando la literatura adquiere un sentido inmediato de necesidad, de satisfacción. El impulso revolucionario de la gente, como no se satisface con la urgencia que la imaginación desea, busca todos los medios imaginables para satisfacerse, desde la conversación al epigrama, desde los desahogos epistolares hasta el regocijo de un chiste, desde el periódico a la lectura intensa de libros. En este período tuvo la literatura extranjera revolucionaria, como es natural, un auge extraordinario, y la capacidad de lectura de la pequeña burguesía española marcó el límite más alto de su ascenso.

Que la joven literatura estuviese ausente en la revolución significa mucho. Significa: 1.º Que los acontecimientos habían sobrevenido para ella demasiado pronto. 2.º Que la joven literatura, a pesar de sus deseos, a pesar de su salida afortunada por la vía de la La Gaceta Literaria, no se había identificado aún con su clase. 3.º Que por lo tanto, esa literatura estaba aún en período de evolución, todavía sin fijar y precisar, en una vaguedad de nebulosa. Y 4.º Que la pequeña burguesía española no tenía de momento identidad alguna con la joven literatura, sin carácter nacional, sin preocupación por su clase, sorprendida y retrasada ante los acontecimientos.

Así llegamos hasta los días actuales. Para expresar el fenómeno actual, la literatura, la cultura o la inteligencia, si se quiere con más amplitud, no tiene una palabra distinta a la de economía. Se dice: Crisis, y es la cruda, la sintética realidad presente. En Norteamérica, en Francia, en Alemania, en los países donde anteriormente las manifestaciones de la literatura eran más prósperas, hoy existe una crisis aguda. Las editoriales quiebran; se leen pocos libros; se publican menos; el público acude en busca de temas prácticos, olvidando los libros de imaginación; los autores están desorientados. Se polemiza mucho; se discute. Todas las revistas están invadidas por la actualidad y la política. En fin, es la crisis.

Esta crisis de la literatura no es otra cosa que la crisis de la burguesía. Se acentúa cada vez más su proceso de descomposición, y en un trance así, a la burguesía no la importa la literatura como arte o como simple juego de la inteligencia o como reflejo fiel de su situación. La importa únicamente, y en cierta medida, la literatura que luche por ella, que defienda sus intereses y que combata por su poder.

Por otra parte, la literatura frente a una burguesía decadente que ha dado de sí todo cuanto tenía que dar, se encuentra también desfallecida, agotada, sin motivos de inspiración, sin alientos ni esperanzas renovadoras. Y frente a la evidencia de esta crisis, en trance de decisión, no se hace vulgarmente mercenaria, movilizando sus servicios para la lucha activa, o al contrario, piensa en la deserción y en las posibilidades de fecundidad que pueda tener el enemigo.

Indudablemente, ocurre en todos los países –ocurre también en España– que a medida que se extrema la contienda social de la lucha de clases, los escritores toman partido en esa lucha, no ya porque la sientan en sí mismo como hombres afectados por la crisis, sino porque la inteligencia –que cuando no es pozo de aguas muertas, es siempre sensible– los lleva a apasionarse y a entregarse a los vivos problemas sobre los cuales gira no ya la literatura, sino toda la vida.

En este momento, estamos en España. Las generaciones nuevas de escritores, están acentuando su posición de día en día. Por ejemplo, la contrarrevolución, la reacción, el fascismo o el “catolicismo de la cultura” tiene defensores y adeptos en Montes, Bergamín, Ledesma Ramos, Giménez Caballero, Sánchez Mazas.

Por otra lado, existe una corriente favorable a continuar la tradición de influencia de la pequeña burguesía. Es decir, a que en un medio tranquilo, apolítico, una burguesía culta posibilite la vida y el relieve social del escritor como en la época de Azorín o de Baroja. Esta tendencia que defienden Jarnés, Gómez de la Serna, Obregón, Salazar y Chapela, &c., es equivocada y el tiempo demostrará que la burguesía se irá al lado de los escritores fascistas que la defiendan y nunca con los escritores que la canten o la describan un poco liberalmente como en el 98 o como en la época de Balzac, en que ella se sentía fuerte y por lo tanto se permitía el lujo de ser liberal.

Entre estos dos grupos, en el rincón de las “soledades sonoras” están todos los poetas puros dando biografías oscuras de sus sentimientos. ¿Revolucionarios o contrarrevolucionarios? Estas palabras y estos dilemas son horribles para sus oídos, acostumbrados a sonoridades de flauta y a símbolos de pluma. Por lo demás, su problema específico puede ser tentación de otro día que tengamos más espacio.

Y por último, aumenta cada vez más el número de escritores que, como Arderius, Sender, Prados, Alberti, Roces, &c. han comprendido todo el significado de estas horas decisivas en que vive el mundo. Y en ese interrogante de Gorki: “con la fuerza obrera de la cultura por la creación de nuevas formas de vida, o contra esta fuerza, por la continuación de la casta de los espoliadores irresponsables”, ellos están con el proletariado, fundiéndose en él, seguros de que el Porvenir y la nueva cultura nacerán de su seno. Ellos están con el proletariado en la tarea común e inmediata de derrocar el poder de la burguesía y comenzar la edificaron socialista. Ellos están con el proletariado y en contra de la burguesía decadente. Están con las posibilidades de las masas y en contra de esa pobre tradición cultural de la pequeña burguesía que ha sido el apoyo –por lo demás debilísimo– de la generación del 98.

César M. Arconada