Filosofía en español 
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De nuestro corresponsal en Berlín

Agonía de la constitución de Weimar

Para nuestros lectores no ha habido sorpresa. Decíamos en el artículo del 23 de noviembre último:

«Muchas gentes, con un total desconocimiento de la política alemana, se apresuraron a proclamar el comienzo del fin para el partido nazista a raíz de las últimas elecciones: anhelos respetables, ¡pero tan alejados de la realidad! Nunca, nos atrevemos a insinuar, estuvo más cerca el logro de sus aspiraciones.

Un Gabinete presidencial no significa, ni mucho menos, la derrota de Hitler, y ese Gobierno será el último que preceda al fascismo.

Una cosa es evidente: la impotencia de la clase obrera para impedir el advenimiento de aquél.»

El 21 de diciembre insistíamos:

«Sería aventurado descartar la solución nacionalsocialista, única de derechas con base popular aún virgen. Las causas determinantes de la avalancha racista subsisten íntegramente, y no creemos que Schleicher pueda modificarlas gran cosa. Sectores muy caracterizados de la burguesía opinan que antes de llegar a una franca dictadura militar sería más juicioso, más oportuno, entregar el Poder a Hitler. No le enterremos, pues, que de él se hará uso en el momento menos pensado. Hoy se le teme; mañana se encontrarán manifiestas ventajas en utilizarle tal como pretende servir los “intereses nacionales”.»

Todavía el 14 de enero, comentando las maniobras de von Papen, apuntábamos:

«Frente al “social” Schleicher, el “socialista” Hitler, único capaz de aniquilar los partidos marxistas.

Todas estas intrigas y complots, emprendidos con orientaciones y caminos diferentes, persiguen la misma idea: adaptación de la mecánica nacionalsocialista al aparato gubernamental, sin sacudidas, incluso constitucionalmente, sin radicalismos de mal gusto, siguiendo la pauta de políticos discretos.»

La llegada de Hitler al Poder era la única solución normal y posible después de jugada la carta “Schleicher”. En realidad éste sólo vino para facilitar las negociaciones entre el “Fuhrer” y los demás sectores de derechas. Hubiese podido durar unos días más; pero el temor de una desagregación del partido hitleriano, sin beneficio para nadie, precipitó los acontecimientos.

Hitler es canciller, y tiene en sus manos el ministerio de Gobernación del Reich, con Frick, el ex ministro de Turingia, y la famosa Policía de Prusia, organizada por el socialmedroso Severing para que ahora se sirva de ella, y con mas agallas, el no menos célebre capitán Goering. Papen y Hugenberg, representantes del gran capital agrario e industrial, de la derecha tradicional, conservan las palancas de control. Ya veremos lo que tardan los nazis en quedarse solos; o si, por el contrario, entre ellos ni siquiera en los matices existen diferencias fundamentales.

La Alemania de la revolución, la de Weimar, está de cuerpo presente. Como postrer consuelo al centro católico le han encomendado los responsos. Para el entierro se mandarán esquelas; y, bien entendido, ni flores ni coronas. Las apariencias serán guardadas hasta donde sea preciso.

Frick, el flamante ministro, nos ha convocado para hacer unas cortas y secas declaraciones: el nuevo Gobierno intentará vivir en paz y buena armonía con los demás pueblos. Tomamos nota. Tampoco se harán experiencias inflaccionistas, y no es de prever ninguna aventura de carácter social. Se facilitarán más amplios informes.

En la Wilhelmstrasse nos aguardaba la apoteosis del austríaco que supo galvanizar trece millones de alemanes. Ochocientas mil pers<.>onas de más de veinte años han votado a Hitler en Berlín; por lo menos la cuarta parte desfilaron esta noche ante la Cancillería.

Del Tiergarten, por Unter den Linden, venía la retreta militar de las tropas de asalto nazistas y cascos de acero. Las antorchas encendidas dibujaban un río de fuego. La multitud, en perfecto orden, cantando y gritando.

En el pabellón del ala izquierda Hitler, de negro vestido, los puños de la camisa diez centímetros fuera, resaltando, saludaba a la romana con los dos brazos y hacía signos a las masas para que no se detuvieran bajo su ventana. Los reflectores de la Policía, y en el interior del salón un proyector de estudio, daban relieve a su silueta de triunfador. Formidable sujeto cinematográfico. El hombre gozaba, se le veía traspirar de todos sus poros la emoción de quien recoge la más espléndida cosecha de su propio esfuerzo, de su exclusiva inspiración. En ese momento de suprema felicidad acaso hubiese perdonado a los comunistas.

“Heil Hitler!”, repetían millares de voces; y los bosques de banderas rojas con el círculo blanco se inclinaban. En el otro pabellón del edificio el vencedor de Tannemberg, el mariscal-presidente, detrás de los cristales. También para él hubo muchos aplausos. Pero no podían tener el mismo sabor ni parecida significación. Sol levante y sol poniente. Un rictus de amargura en sus facciones venerables.

Sigue el desfile, cortado de trecho en trecho por camiones cargados de policías sonrientes. Nos marchamos: esto durará hasta muy tarde. Toda reflexión hecha, el entusiasmo no es comparable al suscitado por la caída de la monarquía española en aquellas jornadas memorables, únicas. Aquí triunfa un partido; allí era un pueblo entero.

En el Metro un auténtico trabajador nos dice:

–Ilusión, inconsciencia; el despertar será duro...

Simples de espíritu aquellos que no han sabido sostener las libertades, arrancadas al capitalismo y luego se resignan con exclamaciones análogas.

Para España el ejemplo es de abrumadora actualidad.

ALVAR