Alférez
Madrid, 30 de abril de 1947
Año I, número 3
[página 8]

Inteligencia y fidelidad

Casi todos los movimientos de renovación española –las excepciones hay que buscarlas principalmente dentro del campo no católico–, han adolecido de una evidente falta de preocupación por los problemas de la inteligencia. El instinto étnico, secularmente empapado de teología, ordenaba conforme a la ortodoxia la acción exterior, pero la actividad intelectual quedaba librada a sí misma. Por ello, desde la edad clásica no ha habido en España ninguna sincronía fecunda entre el verbo y la vida, entre la cátedra y la calle. El ejemplo de Vitoria, influyendo desde su profesoral Salamanca en los modos de conquista y colonización de América, no ha tenido par en ningún momento de la España moderna.

Cuando la inteligencia y la vida –admitamos provisionalmente y sólo a efectos dialécticos esta contraposición– pierden su común raíz religiosa, es muy natural que cada una marche por su lado, y que en determinado momento puedan incluso parecer esencialmente enemigas. Cada una tiene sus exigencias y estructura propias, y estos elementos de diversidad, en un orden laico, crecen hasta borrar los elementos de identificación. Dios, que sostiene la brida de los dos principios, deja de ser tomado como punto de referencia incontrovertible, y uno y otro se desmandan y siguen distintos caminos. La desviación, mínima en el punto de partida, crece con el transcurso del tiempo y llega a convertirse en tremenda sima.

Esta falta de integración entre la obra intelectual y la vital es, si bien nos fijamos, la fisura por la que se han resquebrajado los más amplios intentos modernos de reordenar el mundo. Los movimientos políticos totalitarios, por ejemplo –vaya por delante el reconocimiento de sus espléndidas virtudes, hoy tan hipócritamente negadas–, fallaron por ausencia de intelecto y sobra de mítica, por haber creído que la cabeza puede comulgar con ruedas de molino –por ejemplo: con el absurdo de la doctrina racista– simplemente porque éstas eran buenas para moler el trigo cotidiano del entusiasmo político y de la consagración a una tarea nacional. La inteligencia, burlada en principio, se vengó a la larga, haciendo fracasar el mecanismo de la acción, y demostrando así una vez más que lo que Dios unió no lo puede el hombre separar.

Cuando la acción se limita a ser reacción –esto es, a derribar sin construir– es posible que baste con un esquema intelectual muy simple, pero cuando además es creación original no puede prescindir de la ayuda de la inteligencia. Por la ausencia de ella, como por la boca el pez, muere la obra política. Unas veces se la trata de sustituir, como en el caso de los estados totalitarios, por estupefaccientes intelectuales, y entonces sobreviene el delirium tremens, y otras por idealismos vagarosos –incapaces de encarnación, que es virtud del Verbo–, y entonces sobreviene una mansa y vacuna necedad. La consecuencia de uno y otro estado es la muerte, allí por explosión y aquí por lento agotamiento.

Esta segunda suerte, típicamente española, implica en primer lugar un desconocimiento esencial de lo que es el catolicismo como movilización total de todo hombre, de la obligación sagrada que el intelectual católico tiene de pensar hasta quemarse las cejas, como el católico deportista de correr hasta echar los bofes. Y en segundo lugar supone un desconocimiento lamentable de las vinculaciones existentes entre teoría y práctica, entre inteligencia y política, bien por modo inmediato, bien a través del sujeto político, que la inteligencia debe encargarse de educar.

Todo principio de renovación política se apoya sobre dos columnas: fidelidad e inteligencia. Aquélla asegura el servicio desinteresado del hombre a la tarea colectiva, y ésta la viabilidad y adecuación a la circunstancia concreta. Si la inteligencia falla y persiste sólo la fidelidad, caemos en el pecado integrista: una ceguera sorda para todo lo que sea vida y movimiento y un bovino apego, a lo que un día fue, como si el tiempo, por muy perfecto y bello que se muestre, pudiera asumir y representar, de una vez para siempre, todos los valores del hombre y de la historia. El integrista, esclavo de la inmovilidad, cree que el ejercicio de la inteligencia, en cuanto supone movimiento –porque el pensamiento es siempre actus imperfecti: sólo Dios no tiene necesidad de pensar– lleva consigo aparejada la traición a los altos principios. No se da cuenta de que el cielo, sólo puede ganarse a través de la tierra, y de que en la humana peregrinación no hay nunca cielos ocasionales y estáticos que una vez perdidos se puedan lícitamente añorar.

El integrista tiene, entre otros defectos, el de concebir los textos en que su doctrina está vertida como páginas incontrovertibles, ciertas y ajenas a la acción del tiempo en todas sus ideas, e incluso dotadas en su forma de una especie de poder místico. Cristianamente, sólo un texto tiene valor absoluto: el inspirado por el Espíritu Santo. Todo lo demás, como producto humano, es esclavo de la circunstancia, y cada generación tiene el sagrado deber de acomodarlo al estilo y las necesidades de cada momento.

Supuesto todo esto, es angustioso pensar que algún día el ideal político de la juventud española –que en José Antonio encontró, hace doce años, su formulación más noble– pueda llegar a gravitar sobre el exclusivo apoyo de la fidelidad y no sobre la inteligencia. Porque la fidelidad estaría entonces referida a algo ya pasado– no a algo eterno, como en el aspecto religioso, y toda adoración de lo pretérito lleva en sí, igual que el fruto la semilla, una actitud romántica. Y los románticos, por principio, no son gente de este mundo, ni por supuesto del otro. Su destino es navegar por una atmósfera irreal, donde tarde o temprano correrán la suerte de la mujer de Lot.

La falta de inteligencia petrifica en política como en todo, con lo que se gana en perfil y dureza cuanto se pierde en vida. Pero el ser vivo engendra hijos y se perpetúa, y a la estatua la arruina el tiempo. A la larga la fidelidad, cuando es pura virtud aislada y sin acompañamiento de obras, se devora a sí misma, o mejor, deja que la devore el ambiente, que le borre el bulto la arena como a la Esfinge. Y cuidado con la extensión que damos a las obras: la actividad intelectual, en sí y como manantial de la acción, es la primera de todas.

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