Alférez
Madrid, 30 de junio de 1947
Año I, número 5
[páginas 6-7]

Del arte religioso
Diálogo en Pentecostés

–Vienes a mí porque te han dicho que me hice artesano en mi oficio, y tú aborreces ya ese mote de artista, que es reciente como la insubordinación del arte. Te contaron que llevo varios años arrastrando una angustia por todas las tierras de España, en busca de un taller de arte religioso donde me dieran labor, y he agotado mis esperanzas. Me dices que tú también peregrinaste por la patria y te ha horadado el alma ver que en las iglesias nuevas o restauradas ya no hay arte: que los mejores retablos, los coros monumentales, los claustros, sólo están expuestos a la voracidad de un turismo de diletantes; que las viejas imágenes se encuentran en los museos o en las sacristías con un número de catálogo. Y con otro número se eligen las nuevas en los bazares.

Me dices que tu espíritu se ha nutrido con lo que ha llegado a tus ojos de todas las culturas; que lo mejor de cada una fue sazón de un fervor religioso y el arte en ellas se alojó en lo que tuvieron por templos. Que el arte hizo en el último siglo positivas conquistas. Que parece síntoma muy grave que siendo el arte la expresión más fiel de la cultura de un tiempo en un lugar, ahora en España –la nación católica– no sea religioso. Que no sólo no hay arte nuevo, sino que la aberración de las artes llena los templos. Que los mercaderes, no ya como cuando Jesús les arrojó con látigo por cobijar su ambición en el recinto, ahora llegan a especular con lo más sagrado. Que todo lo que se ofrece al Señor y todo lo que representa una verdad es falso.

No es casualidad que nos hayamos encontrado en esta semana de Pentecostés. Tú hiciste como yo una vigilia desvelada; hoy nuestra amistad nos confirma en la vocación y en la esperanza. Tu ánimo anda en esa crisis fecunda para la que Jesús promete la venida del Consolador: los siete dones de su Espíritu.

Tú tienes vocación religiosa para consumar tu vida en el ofrecimiento de ese simple juego de tu arte. No esperes una llamada especial para excluirte del mundo. Tú ya no eres del mundo. La vocación religiosa no ha de llevar necesariamente al estado religioso, como generalmente se cree. A ti te faltaba cobrar conciencia de tu misión. Tú lo has dicho: te recreas recreando las cosas y quisieras que en esto mismo estuviese tu alabanza a Dios. A su imagen y semejanza, tu vocación ubicada en el Universo, en el espacio y en el tiempo, en medio de la naturaleza y del complejo mundo, es religiosa porque frente a ese mundo todo, que eres tú mismo y todas las cosas, quieres recrearlo todo por tu arte, con el nombre de Dios. Esa es la vocación del Verbo que se cumple en ti: «He aquí que yo hago de nuevo todas las cosas.» Descubrirás su misterio recóndito, lo que Dios quiso que cada una revelara. «Eructabo, abscondita a constitutione mundi.» Y tú harás de todas las cosas Verbo de la Verdad entrañada.

Courbet decía que no pintaba a los ángeles porque no los había visto nunca. Tú verás el ángel de cada cosa. Verás, sencillamente, su trascendencia. Ofrecerás con el holocausto de tu vida la oblación de las cosas, revelando su vocación. Así harás un nuevo arte, la actual versión del arte religioso. Tu arte no representará las cosas con la desaprensión que las ven unos ojos paganos, sino su sacrificio: las crucificarás con su nombre, que es el único modo de poseerlas y rendirlas a Dios. Entonces se cumplirá la ley de Schleimacher, con toda la plenitud de verdad que informa un auténtico arte religioso: «El artista ve la cosa como entidad singular y como parte de un conjunto; reproduce de la cosa un retrato y una definición.» En el retrato está la personalidad del artista y la universalidad si es socialmente claro. Y por el Espíritu dará su exacta definición. Una definición viva, singular en el espacio y en el tiempo trasunto eterno del Verbo. «El Espíritu dará testimonio de mí. Y vosotros daréis testimonio.»

Sin preocupación ni sufrimiento: con el gozo de una conversión a la que asiste el júbilo de los ángeles. El crear es un juego como el de Dios mismo en los primeros días del mundo y como lo es y lo será hasta el último. Es sintomático el sufrimiento al crear, de que alardearon un tiempo de romanticismo los artistas. Aunque el crear trae desgarramiento en el hombre, culmina, en gozo, y la sabiduría del Espíritu tiene el don de suavidad. El dolor es antes: el dolor viene a la hora de abrirse el alma al amor. Y antes: a la hora dura de la ascética expectación. Ascética con sangre para Pentecostés. Ascética de abstinencias penitenciales. Para limpiar los ojos y el alma y bruñirlos a la luz.

El Espíritu de Verdad viene sobre la fatiga: el genio será fecundado al cabo de la vigilia. «El mundo no le puede recibir porque no le ve ni le conoce.» D'Ors ha dicho: «Para advertir algo, resulta el pensarlo indispensable. Nihil cognitum nisi praecognitum.» La inspiración no se da gratuitamente, sino como un preciado galardón al esfuerzo. Sobre nuestras experiencias, nuestras luchas, nuestras ansias. Hemos de ensanchar en nosotros la capacidad específica para cada uno de los siete dones. Emitte Spirituum, el creabuntur, el renovabis faciem terrae. Se nos tiene acostumbrados a un catolicismo reducido a una moral de prohibiciones. ¡Qué tremenda, qué ambiciosa exclamación en la vigilia de Pentecostés!

La profecía de Joél, profeta de Pentecostés, con el sentido de recuerdo que acentúa el dramatismo de todas las profecías, con temblor de elegía, anuncia las plagas que asolarán la tierra y una acerba esterilidad sobre el pueblo de Israel. Insiste con martilleo de oleadas sucesivas hasta la desolación total, para luego abrir, en olor de primavera, el alba radiante de una fecunda esperanza. La condición ineludible es que el pueblo de Israel vuelva a su vocación oferente. «Ceñíos de cilicio y llorad vosotros, oh sacerdotes; prorrumpid en tristes clamores, oh ministros del altar; porque han desaparecido de la casa de vuestro Dios el sacrificio y la libación.» Es absolutamente necesario poner sobre el ara de nuestro sacrificio todas las humanas conquistas que ha eludido el pueblo fiel. Hay que purgar el pecado moderno de la abstención. Y contamos con toda la impulsora eficacia del Espíritu para rendir en artesana alabanza el culto vivo de nuestra sensibilidad, de nuestra inteligencia, de nuestra imaginación.

Ya sabes que la acción de la Gracia es una sobrenaturaleza que no resiste ni suplanta a la propia naturaleza y que por la operación del Espíritu el cristiano queda inserto en la vida divina sin posibles parcialidades. El artista así hace obra religiosa en cuerpo y alma, con plena unidad. «Yo y mi Padre somos uno.»

No comparto la crítica de Ruskin, pero su diagnóstico es exacto: «Data la decadencia desde el día en que Rafael fue llamado a Roma a decorar el Vaticano por el Papa Julio II, y después de pintar según la usanza austera, sobre uno de los muros el Reino de la Teología presidido por Cristo, pintó en otro el Reino de la Poesía presidido por Apolo. De ese preciso momento parte la decadencia.» Pero Ruskin fue un romántico que sólo tuvo la intuición del mal. Sin atenuaciones ni paliativos, sin el equívoco de blanduras y ternezas con que hoy se expone la doctrina de Jesús, Jesús dijo: «El que no está conmigo está contra mí.»

Ni un tema religioso puede expresarse con encarnizada sensualidad en la forma, en el color o en la libido de las calidades, sin trasunto alguno de su eterna trascendencia mística; ni creas que no puede hacerse arte religioso de un tema generalmente conocido por profano. ¿Puede haber algo para nosotros que no esté absolutamente vinculado a Dios y a su Cristo en la Redención? «Y cuando yo sea levantado en la tierra –dice Jesús por su Cruz– todo lo atraeré a Mí» La vocación religiosa, por la contemplación enamorada de la ardiente belleza de las cosas, hará que todo vuelva a su Creador y hará de todo tema, transfundido de divinidad, redimido, el arte religioso, que es testimonio de Dios. De la viva y subsistente realidad de Dios.

No diluyamos el estado del arte religioso en una crisis total del arte contemporáneo. El genio del hombre pocas veces ha dado mayor prueba de su capacidad, a pesar de su flagrante dispersión. Es la Babel de su soberbia. En toda Europa –París levantaba la torre que llegara a los cielos para vengarse de Dios– ha culminado la virtualidad de los valores humanos. No neguemos estas cimas de su genialidad, desde el gran pecado del Renacimiento hasta el maravilloso despliegue de las innumerables tendencias artísticas de nuestro tiempo. Lo que sí es cierto es que esto ha llevado a la locura a la humanidad. Que su repercusión social es asoladora.

Tenemos que confesar que entre nuestros fieles ni siquiera se ha dado esta sazón de los valores humanos por una timorata coacción moral y un cerril temor a sus posibilidades. Se han coartado las facultades del hombre por no saber brindar una cumbre de salvación para sus vuelos. Se han tarado todos los conceptos evangélicos con una criminal impotencia.

Piedad, en el concepto paulino, es hacer la Verdad en la Caridad. Un contraste inequívoco para la obra de arte es que sea Verdad. Y por trascendencia de la obra, no podrá llevarnos a la Caridad, a la Caridad que es oblación de Amor, nada que no sea la misma Verdad encarnada.

La Verdad es una, pero el testimonio es vario, y Dios se goza en esta variedad por toda la inmensidad de los tiempos y de los espacios. Este es el esplendor de su gloria. Es una traición de la persona humana deponer las armas que le son específicas.

Es sencillamente entrar en el concierto unánime del Universo todo, con esa parte que es la que a uno le corresponde y nada más que a uno. Con la conciencia de su valer (y esta es la humildad), rindiendo, con la frescura y la fuerza de un renuevo, el testimonio singular de lo que le caracteriza.

Me dices que en la visita a nuéstras exposiciones, en la relación con los más jóvenes, se te llena el ánimo de tristeza por el lastre que arrastran, por la atmósfera que respiran. Y que precisamente toda referencia a tema religioso, te parece aún más agobiada de rutinas y de premisas estériles.

De ningún modo se trata de atizar rescoldos de viejas luminarias, sino de encender destellos nuevos en un panorama que se nos antoja en tinieblas. Con esta visión hemos de alumbrar entusiasmos en una juventud ahogada en tópicos nacionalistas o localistas, de escuelas caducadas; con prejuicios de una tradición y una ortodoxia invocadas por los que las desconocen y las imponen según modismos de época. Haz tuyo, entrañablemente tuyo, el axioma de Picasso: «Pinta lo que amas.»

Pero no te extrañe que en España el choque sea violento: violentísimo ha de ser el salto a dar. En España no hay nada o casi nada de un arte verdaderamente actual, y lo poco que hay, totalmente inédito para las gentes, aun para los que en otras esferas intelectuales están en nivel superior.

El día que el genio de un artista, enconada el alma con los problemas de la humanidad contemporánea, llegara a la angustiada expectación del Espíritu, asumiendo toda la agonía de su mundo y ofrecer a Dios el sacrificio de sí y de todas las cosas en el juego de sus manos, no nos extrañe que su arte esté muy distante de nosotros, porque ya tiene calidades divinas. Pero ponte delante de su obra, de todos modos. Poneos cualquiera, contempladla, y aunque no os salten las lágrimas, os hará comprender que estáis delante de un altar.

Se nos presenta al Santo en los retablos –me arguyes– como un cretino vestido de oro, cuando los santos son exactamente lo contrario. Y que con esto se les aleja infinitamente del hombre entero que llega al altar sangrando su tragedia. Lo mismo se llegará a un concepto entero y fecundo, a una versión actual en la representación de las grandes figuras y los grandes temas del cristianismo. A San Francisco de Asís no se le puede retratar como un frailecito abobado y enteco con unas llagas como condecoraciones. El «Poverello» asumió en propia carne, el drama pleno de toda la pobreza del mundo, como oferente de la indigencia total en holocausto de alabanza a Dios. Su comunidad con los pájaros y las flores era su inserción en el gran poema universal de los que ni siembran, ni se inquietan por el vestir y tienen el fasto de la misma gloria de Dios. Su transfixión consumaba la redención de todas las cosas crucificadas por él en su propio sacrificio. El Señor le dio este soberano y portentoso refrendo.

Fíjate cómo así, el artista da vigencia de actualidad representando en la estampa del santo, toda la teología de la exaltación gloriosa de los necesitados. A este altar vendrían todos los pobres del mundo a poner en el ara, la trágica letanía de su miseria. Y los ricos para convertirse a la pobreza.

¿No crees también que se ha de reivindicar la figura espléndida de Santa Teresa del Niño Jesús? En el siglo de la pedantería intelectual, en el siglo de la ciencia y la técnica absolutas, cuando los hombres todos llegaban al asombro pueril, de la torre Eiffel; en el tiempo de la soberbia de los descubrimientos, de las invenciones, en un rincón del mundo, una niña sacrificaba al Dios Todopoderoso la inocencia de los simples. En el ara de su celda carmelitana se hacía oblación al Señor, de toda la muchedumbre de los despreciados de la civilización a causa de la sencillez y la humildad. Mira si ante este retablo, hoy no habríamos de sacrificar muchas cosas.

Así te darás cuenta de que la crisis del arte religioso ha enterrado a nuestros santos. Y esta vivencia de su gloria no la conseguirán totalmente ni la literatura, ni la oratoria sagradas. Tiene que ser y con mayor razón por la mentalidad de nuestros tiempos, de manera gráfica, explícita y rotunda y sobre el altar. Lo mismo se diría de devociones que se alumbraron durante esta crisis que padecernos. Aún está por darse una auténtica iconografía del Sagrado Corazón de Jesús, de la Inmaculada Concepción de María.

Pero este diálogo ha de dar lugar a muchas conversaciones más entre nosotros. Y ahora, a la despedida, en máxima confidencia, toma esta oración que yo tengo para todo el tiempo después de Pentecostés, hasta el Adviento y buena será para entendernos mejor en nuevos diálogos: Señor, que la voracidad de mis ojos por la líbido de las cosas, a causa del Espíritu, a fuerza de Amor, se convierta en avidez ansiosa, insaciable de lo que Tú pusiste en ellas de tu Nombre. Y un consejo final, que es de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras.» Gracia y paz contigo.

José Luis Fernández del Amo


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