Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
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Invitación espiritual

Nuestros jóvenes de hoy tienen algo que interrogar a los místicos. Porque la juventud se ha planteado en serio el problema de la vida. Un problema complejo, que arrastra consigo toda la problemática actual, tan múltiple, tan acuciante, tan difícil. Como nunca, quizá, las soluciones y las respuestas se ofrecen a granel. Pero, como se podía esperar, no todas satisfacen.

Hay una respuesta, sin embargo, que impresiona a todos: la de los místicos. Hoy más que nunca. Hablo de los místicos mayores, de esos espíritus magníficos que, como pocos, tuvieron el ejercicio de la discreción y de la sindéresis, tuvieron la visión exacta y completa del universo, tuvieron una sonrisa de sinceridad viva y caliente en su expresión y en sus comunicaciones. Su testimonio merece una atención y un respeto que hoy ya no se les regatea por nadie.

¿Qué han venido a decirnos los místicos? Nos traen un mensaje de otro mundo mejor, pero un mundo que ellos acercan a nosotros, que ellos testifican como real, como implicado en el nuestro. Al problema de Dios, problema clave de los problemas que nos inquietan, problema que se esconde en la hondura de las agitaciones todas del espíritu humano, a ese problema ellos han aportado una palabra de luz.

Y una palabra de luz es algo excesivamente interesante para el hombre moderno, que ha hecho ya culto filosófico de su propia angustia. La angustia es triste cuando hay que cerrar los ojos ante su tiranía. La angustia es una amiga del alma cuando se la puede superar con gesto dulce y decidido a la vez.

Dios sería, Dios es la solución y la liberación de la angustia. Y el místico habla precisamente de Dios, del Dios vivo, del Dios trascendente, del Dios personal, con el cual él ha conversado cara a cara en mitad de la noche. Su palabra de luz se hace para el hombre camino. Camino arduo y difícil que avanza entre sombras oscuras. Pero el místico está allí al lado para ofrecer su brazo caliente, para decirnos el secreto que él descubrió ya antes en un esfuerzo generoso de amor. La realidad de su vida en Dios vibra en él abrasante, y su irradiación llega a nosotros como un abrazo suave de paz, como un hálito vivificante de pureza.

Por eso la filosofía actual se ha acercado deseosa a los místicos. Les ha preguntado, con acierto o sin él. Ha escuchado reverente su contestación rica y audaciosa, que ha entendido más o menos juiciosamente. Los ha amado en todo caso y con razón. Su sinceridad, su fuego, su lirismo, su verdad, hacen bien. La juventud sincera, ardorosa, brava y florecida de ilusiones a un tiempo, la que quiere resolver afirmativamente los problemas vitales del espíritu, hará obra excelente si se aproxima a esos genios religiosos, superdotados, acogedores y simpáticos que son los místicos.

Por ello, yo os invito, mis queridos amigos, a que de cuando en cuando entabléis un diálogo, por ejemplo, con San Juan de la Cruz.

Baldomero Jiménez Duque


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