Alférez
Madrid, 31 de diciembre de 1947
Año I, número 11
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Conocimiento de la tierra

Un libro recién leído, pero ya con bastantes meses de vida –«Y al oeste, Portugal»– nos ha traído cerca, con frescura y sugestión, la presencia de esa tierra extremeña que tan a desmano nos coge a la mayoría de los españoles. Extremadura está ahí, con sus tierras, cn sus ciudades y pueblos y, sobre todo, con sus hombres, encerrando en sí una fuerza y una vida que claman una atención que está muy por encima del simple recuerdo que en nuestras cabezas la dispensamos al reducirla a puro dato como límite geográfico, poso de nuestros años escolares.

Y al llegar aquí, uno no sabe por qué, pero recuerda que hubo un tiempo en que se pudo preguntar: «Pero, ¿existe Cuenca?». Y existía Cuenca y existía Extremadura, y existían y existen las regiones todas de esta varia y magnífica España. Lo que nos va ocurriendo es que, poco a poco, vamos cayendo en un desconocimiento de nuestra tierra.

Y viene a agravar este hecho el que esté perdida para el hombre actual la posibilidad de sorpresa y de impresión directa ante una obra de arte, un paisaje, un espectáculo; y está perdida porque al enfrentarse con un cuadro, un bosque, una acción teatral tiene ya sabidas de antemano las palabras oportunas, discretas y medidas que ha de decir. Entiendo que para el hombre español las palabras a decir ante la tierra patria son las recetadas por los escritores del 98. Ellos nos han dejado un magnífico inventario de la España que conocieron. Unos y otros se lanzaron a descubrir tipos humanos, pueblos y panoramas. Tras de ellos cualquiera ha repetido azorinianas o unamunescas frases ante este lugarejo castellano o ante aquella iglesia polvorienta.

Pero la España que vio nacer el siglo XX no es la que va a contemplar dentro de dos años como cumple cincuenta. Ha caído mucha lluvia en este tiempo, pero ha caído sobre cambiantes solares.

El balance que nos dejaron hecho corresponde a unas mercancías que hoy, o no existen, o han sufrido alteración. Se impone, por tanto, revisarlo. Es necesario y urgente un nuevo conocimiento de la tierra española. Los hombres del 98, nos dejaron el testimonio de su lección. Hay quien dice que aquel afán de peregrinos y andantes que les entró a unos y a otros, les fue inyectado por un suizo, Paul Schmitz, escritor, anarquista, y –como buen centroeuropeo– andarín. Lo cierto es que aquel afán les duró toda su vida y de ello tenemos buena prueba en don Miguel de Unamuno. (Por otra parte: no fue sólo ánimo de trotamundos lo que tuvieron; lo importante es que poseyeron –¡y en qué medida!– un encendido amor a nuestras ciudades, a nuestros campos y a nuestra humanísima tierra.) Nosotros recibimos un impulso mucho más fuerte que el que pudo dar el suizo anarquista: no hace diez años que los hermanos mayores dejaron de recorrer España casi pulgada a pulgada, estableciendo la más directa y cordial de las relaciones: la del cuerpo contra el suelo, muchas veces tan directa y total, que allá quedó el cuerpo tragado por la tierra.

Cuando terminó aquel paso y repaso, quedó la faz de España transformada y distinta. Las tópicas palabras «antes de la guerra» encierran, como la mayoría de los tópicos, una profunda realidad. Antes de la guerra..., después de la guerra..., y entre tanto, mucho ha variado en la tierra española. ¿Quién duda en el cambio sufrido por las gentes, las casas y aún los campos de labrantío de cualquier lugar por donde pasó la guerra? ¿Es que después de haber contemplado los acontecimientos de los últimos veinte años piensan lo mismo don Eustaquio, don Pablo, don Antonio, don Pedro, don Juan? ¿Es que, acaso, sienten lo mismo las Dolores, Pilares, Cármenes y Marías de hoy que las de entonces?

Para los que vengan tras de nosotros, tenemos que legar un inventario de lo que hemos encontrado, de lo que hemos visto variar. No creo sea aventurado afirmar que España, durante una veintena de años que empezaron a correr en 1939, está viviendo unas jornadas de excepción. Lo que venga después, lo que vaya aconteciendo en la vida española –¿habrá necesidad de recordar que no es tan sólo la vida madrileña?– dependerá en decisiva medida de la obra cotidiana de todos los españoles. Y como tema previo está éste del conocimiento de nuestra tierra. Y para alcanzarlo no podremos dejar escapar los distintos matices y variantes de la realidad nacional. Mal médico será el que, sólo guiado de su ojo clínico, se atreva –sin más detenidos reconocimientos– a dictar diagnóstico y receta. Para la cura y mejora de nuestra Patria, se hace de necesaria urgencia colocar el oído, el corazón, el alma toda, al pecho y a la espalda de España para saber de su pulso y latido.

Ángel Antonio Lago Carballo


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