Alférez
Madrid, 31 de diciembre de 1947
Año I, número 11
[página 3]

Responso a las dos Españas

El desenfreno de una literatura apasionada y superficial –ignorante de aquella mesura que tan alto papel jugó en las mejores páginas de la gran política española– ha fatigado de tal forma la conciencia de nuestro pueblo que todo nuevo comentario sobre el sentido del Movimiento Nacional corre el inminente riesgo de caer en la más desoladora de las esterilidades: la falta de interés.

Hablamos, entendámonos, de literatura apasionada y superficial, tanto en el signo positivo como en el negativo, tanto en el panegírico como en el dicterio. No es que condenemos un procedimiento, señalamos un hecho. La propaganda es hoy –no lo ignoramos– un arma imprescindible en la lucha ideológica, y quien sabe de batallas no ignora que no hay combatiente sin pasión, ni apasionado sin deformación. El activismo del combate no es amigo de sutiles precisiones, sino de ideas simples, presentadas brillantemente.

Pero el cansancio es evidente y se refleja sobre todo en aquellas plumas sinceras –con sinceridad de juventud recién estrenada– que, preocupadas por otros temas, huyen de detenerse a contemplar los símbolos que consideran despilfarrados por la propaganda. Y este hecho, que se presenta con la dócil y tranquilizadora apariencia de lo que es normal –el tiempo apaga todas las pasiones, sugeriría, razonable, el antiunamunesco «sentido común»–, encierra el grave peligro de un desenraizamiento absoluto de la España de los inmediatos años venideros con el Movimiento que la hizo posible.

Sólo la vital comunión en una idea garantiza contra una peligrosa solución de continuidad. Sólo el conocimiento de la clave que sostiene una política da la fortaleza necesaria para permitir una gran flexibilidad en la trayectoria. Sólo un examen profundo y desapasionado de lo que significa en nuestra más reciente historia el Movimiento Nacional puede consagrarle definitivamente en el papel de pórtico de una nueva y juvenil etapa que ya le concedió aquella propaganda apresurada.

He aquí una tarea urgente a realizar. Tarea difícil y responsable para acometerla en conjunto, pero que admite las aportaciones de los bienintencionados por modestas y provisionales que sean. No sirve de impedimento la monserga de la perspectiva histórica. Más vale que falte perspectiva que no que falte memoria. Y, con la ayuda de Dios, podremos hacer que la mesura vuelva al juicio.

Por eso quizá sea la hora de arrinconar definitivamente las justificaciones meramente negativas del Movimiento. Simplistas y elementales justificaciones, hilvanadas sobre la marcha, hechas para que entrasen por los ojos de los que no querían ver más allá de sus particulares e inmediatos intereses. Justificaciones que nos hablan de defensa de la familia, de la propiedad, de la Cultura, de la Religión, y que nunca acabaron de convencernos, siquiera sea por la insensata razón de que fueron jóvenes los protagonistas de la gesta, y un joven está muy lejos de prudentes –y necesarios, esto lo hemos aprendido luego– conservadurismos. Quien ambiciosamente intente penetrar en la conciencia de aquella generación, para buscar las causas profundas de su actitud histórica –presupuesto fatalmente necesario para toda política española posterior– ha de arrinconar estos motivos aparentes y tratar de encontrar la clave del enigma en la difícil concreción de unos anhelos hondamente sentidos, pero desdibujadamente perfilados.

En primer lugar, el Movimiento está profundamente afincado en la historia de nuestro pueblo. Es más –hora es ya de decirlo– en la más reciente historia que forjaron los últimos cien años. No es posible, pues, en esta tarea, pretender ignorar los problemas políticos que se plantearon nuestros inmediatos progenitores. Por el contrario, su examen profundo y detenido se hace imprescindible en toda búsqueda de la exacta dimensión de aquel 18 de julio.

Esto nos lleva de la mano a la consideración de uno de los protagonistas más destacados del mundo político español en la última centuria: la división ideológica de nuestro pueblo.

La unidad de creencias es el basamento imprescindible para toda construcción política de un grupo social. Es el vínculo, el aglutinante que une y coordina los elementos individuales en la tarea colectiva. Ahí tenemos el ejemplo de la Nación como unidad política moderna. Cuando han intentado definírnosla partiendo de los elementos materiales –la unidad geográfica, étnica, lingüística o, incluso, cultural– pronto hemos caído en la cuenta de que la realidad nos proporcionaba más excepciones que ejemplos obedientes a estas reglas. Sólo cuando un Renán, un Ortega, un Morente o un José Antonio han basado sus formulaciones en la unidad de creencias, en la unidad ideológica –ya proyectada al futuro, ya al pasado; ya como ente pasivo, ya volcada al activismo sustancial de una empresa– hemos podido decir que, con más o menos exactitud, según los casos, se ha puesto el dedo en la llaga.

La Historia nos enseña cómo cuando falta este vinculo de la unidad ideológica la organización política se pulveriza. La Cristiandad medieval sufre su golpe de gracia cuando la Reforma se encarga de introducir en el bloque europeo una división ideológica. La unidad española sale incólume del duro trance. Es la hora pujante de los Estados nacionales, y, por añadidura, los españoles de aquel tiempo tenían sobrado conocimiento de su propósito para poder errar en la elección del camino.

Pero vendrá la Revolución francesa a realizar una experiencia peligrosa: llevar la división ideológica al terreno de la política. Si la Reforma protestante había supuesto la escisión religiosa de Occidente, la Revolución va a significar su escisión política. Es más, representa la aparición del credo político, como hoy le formulamos y entendemos. El fenómeno de la lucha de los partidos políticos será lógica consecuencia de este hecho y pondrá en grave peligro la unidad interna de las naciones.

No pudimos los españoles hurtar nuestro cuerpo a esta nueva desviación de Occidente, porque si, efectivamente, durante muchos años nuestro pueblo, derrotado y solitario, había endurecido su epidermis para defenderse contra las influencias que venían de fuera, si se había negado rotundamente a seguir el «proceso de secularización» que iniciara Europa, la Guerra de la Independencia significa la gran conmoción disgregadora que abre los poros de captación de España a las nuevas ideas. Esto explica la gran paradoja de que mientras nuestros guerrilleros expulsaban a las águilas imperiales, propagadoras de la «buena nueva» revolucionaria, el sistema ideológico que traían en sus mochilas los soldados derrotados en Bailén, se infiltrase por nuestra retaguardia para ir a iluminar los cerebros de aquellos entusiastas e ingenuos doceañistas de la Isla del León.

La Guerra de la Independencia se nos presenta así como la última expresión unánime y rotunda de la unidad ideológica española, a punto de perderse, y como el germen de la honda división que va a cercenar a nuestra Patria. Poco más tarde, las guerras carlistas se encargarán de mostrar, en toda su trágica hondura, la existencia insoslayable de dos Españas que no podían entenderse: la que, sólidamente afincada en sus más puras tradiciones, se niega –con un estatismo majestuoso y suicida– a toda concesión frente a las exigencias de los nuevos tiempos, y la que, en su afán por incorporarse al nuevo ritmo europeo, no vacila en prescindir, incluso, de lo que constituye la misma medula de nuestra razón de ser en la Historia.

En vano se intentó, más tarde –Cánovas, Maura, la Dictadura, la República–, superar la escisión. La pasión política llevó a deformar los principios de tal modo que en uno y otro bando apenas se recordaba la existencia formal de España, como entidad política unificada, más que para invocarla como fácil banderín de enganche para incautos.

Los hombres que hicieron el Movimiento habían heredado, por todo bagaje político, la tragedia de esta división irreconciliable que exigía a gritos una fecunda superación. Y fue, seguramente, la amargura o la indignación lo que les llevó a la rebeldía. Santo y simple camino cuando las cosas llegan a ese extremo. Porque ellos no pensaban en defender nada, sino en devolver a su pueblo la unidad de creencias perdida.

Muchas veces se oye decir por ahí que hay que evitar que la sangre de los que cayeron sea estéril. Es una bella consigna para la juventud. Pero una consigna que linda con la heterodoxia. El sacrificio de los muertos no puede ser estéril porque dio ya su fruto: la reconquista para España de esta unidad ideológica. Sólo ella ha hecho posible el milagro de la nueva juventud; sólo ella ha conseguido que el lenguaje de los que aún viven en 1935 nos parezca incomprensible, y entendamos claramente el de nuestros capitanes y doctores del XVII. Demos paz a los muertos que, por haber sabido entonar, cuando aún era tiempo, un jubiloso responso a las dos Españas, nos legaron completa su obra. Y esforcémonos, más bien, en hacer que nuestra propia tarea sea tan fecunda como la suya.

Emilio Martín.


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