Alférez
Madrid, 31 de enero de 1948
Año II, número 12
[página 4]

El político cristiano

Una de las cosas que no hemos de hacer en política, escribe el padre Ayala. es ésta: «hablar a los hambrientos del infierno y de la gloria». Es ésa una advertencia que deben tener muy en cuenta quienes tratan de política cristiana sin pensar a la vez en política social. Esta, social, no es –lo sé– la única palabra, ni siquiera la más importante, en una política cristiana: pensar otra cosa sería replicar a un materialismo con otro; pero esa palabra, ¡es tan importante!

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¿Cómo, entonces, hubo políticos cristianos entre los que, a lo largo de los siglos pasados, se desentendieron de las necesidades de sus pueblos? Contestación: no entendieron el cristianismo. No el orden real, sino el reposo, fue el dios de esos políticos, de los que uno tiene que preguntarse si querían la estabilidad por asegurar la religión o aseguraban la religión por amor a la estabilidad, si únicamente vieron en su fe una propiedad por defender, y no un legado para repartir. En todo caso, antes que de la nación, fueron defensores de una clase social; contemplaron su creencia sólo como manantial de derechos, y no de deberes, permitiendo, así, que brotara en mentes proletarias la monstruosa equiparación entre cristianismo y capitalismo. Es verdad que, de entonces acá, se ha hecho mucho, pero el que la equiparación subsista, es la contestación más elocuente para quienes creen que se ha hecho todo.

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Y al menos, de aquellos, algunos supieron mandar, aunque fracasaran al pretender dominar incluso a las circunstancias, como si cupiera en nosotros borrar sin dejar rastro lo que ha sido. Pero la imagen que las palabras «político cristiano» evocan a veces, en nuestros tiempos y en determinadas naciones, es muy otra: es la del tibio que, proclamando la necesidad de reformas sociales, las teme, y pretende evitarlas pintándose de rojo; con tímidas concesiones, antes arrancadas al miedo que a la generosidad; es la imagen del político untuoso, apocado y transigente, que falto de valor para ordenar el derribo inaplazable, hecho desde el poder y por el poder, se degrada a escribir al dictado de la peor parte de sus gobernados. A veces, su mismo pánico los conduce, a esos políticos, a lo contrario. A la manera del tímido que pretende engañar su miedo cantando en la oscuridad, reniegan del hermano, al que tachan de extremado, y fraternizan con el enemigo, o, para acobardar a éste, proclaman audacias intempestivas, que después no podrán realizar, o que, de realizarse, se volverán contra aquello en cuyo nombre fueron lanzadas. Eso (que también puede ser fruto de generosos y peligrosos ímpetus) es aceptar la lucha dónde y cómo la quiere el adversario. El político está para dictar, y ahí, como en el otro supuesto, escribe al dictado. No es político. Y, en no pocos casos, está en peligro de acabar por no ser ni cristiano.

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En otras ocasiones, el político cristiano sabe lo que debe proclamar y cree, sinceramente, en lo que proclama; pero su conducta es muy parecida a la descrita. Le falta la energía suficiente para implantar su gran reforma frente a la otra, y, o se resigna a no hacer nada, o, para hacer, acepta alianzas de las que puede salir perdiendo cuerpo y alma. Eso, ¿será siempre ineludible? ¿No se deberá a veces a que falten ahí calidades apostólicas: a que las convicciones no calaron hondas, hasta el corazón, hasta hacer vivir en ellas y por ellas, y las de los adversarios, en cambio, sí? ¡Qué falta le harían a muchos pueblos políticos cristianos, no uno ni dos, lo bastante duros para aplastar la subversión, y lo suficientemente misericordiosos para dejar de ser, con la victoria, beligerantes: para satisfacer, luego, a los vencidos, haciendo su misma revolución, pero al ritmo propio; según las posibilidades; serenamente: conforme a razón, que no a pasión: mejor hecha, en suma! Pues el nombre auténtico de esa revolución es cristianismo. Y resulta paradójico que demagogos no cristianos hayan realizado algo verdaderamente revolucionario, o que, al menos, lo hayan predicado con vigor, y que sean, en cambio, cristianos, tantos de los Kerenskys de todas las revoluciones, introductores, por débiles, de lo que ellos no supieron realizar rectamente. Al no hacer la revolución, esos políticos han hecho caer sobre sus cabezas toda la sangre derramada después, por la revolución o contra ella.

¿Contará algo, entonces, para sus pueblos, que la conducta de sus dirigentes fuera irreprensible? ¿Les importará mucho que no se contagiaran sus políticos, en su obrar, del maquiavelismo ambiente; que no engañaran y cumplieran sus promesas, si, además de esa pureza de conducta indispensable, no acertaron con su quehacer primordial?

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Los políticos cristianos que deseo, puede que se pasaran, a veces, de la raya. Malo es esto, pero en más lo tengo que el quedarse corto: antes quiero soldados imprudentes que timoratos. Los empuja a aquéllos su ardor; contiene a los segundos su pusilanimidad, disfrazada de prudencia. ¡A tanto político cristiano le da miedo ambicionar, aunque sea para Cristo! Y, por otra parte, ¡son tantos los que declaran que «no les interesa» conquistar aquellos lugares desde los que, probablemente, puede influirse con más éxito sobre la sociedad! Aquellos cristianos se quedan en políticos a medias, éstos, renuncian a políticos. No por pusilánimes, seguramente, sino por honrada convicción, ¡pero es tan discutible el acierto de esa convicción! Y conste que ni aquí, ni en el resto de estas consideraciones, entro a juzgar en primer término a cristianos; sí a políticos.

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¿Qué necesitarán algunos políticos para templar su corazón? Como los mancebos en el horno de Babilonia, los españoles hemos pasado por el fuego purificador de nuestra guerra, y, pese a no habernos purgado de todos nuestros defectos, naturalmente, «hoy –ha escrito lúcidamente uno de nosotros, Rodrigo Fernández Carvajal– podemos ser católicos y poseer a la par todas aquellas virtudes de gallardía, conciencia viva de lo temporal e intransigencia, que hasta hace poco parecían monopolio del mal, o cuando menos, difíciles de vivir dentro de una religiosidad cálida». Pero no faltan, fuera, los que han atravesado pruebas semejantes, sin revestirse de una nueva humanidad. ¿Qué necesitarán, Dios, para cambiar?

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—No será que, en el fondo, no sienten Tu presencia, que, a lo sumo, no pasas para ellos de constituir un sumando más en sus cálculos? Piensa su helada sensatez con medidas humanas, no sobrenaturales, exclusivamente con números, alianzas, bloques y mayorías, siempre utilitarios y pragmáticos. Por eso, están vencidos de antemano, porque, en realidad, el espíritu ha huido de ellos. No importa que cualquier tregua momentánea se les antoje pretexto suficiente para desmesurados optimismos. Alentados por los éxitos relativos que obtuvieron donde les faltó enemigo verdadero, pueden pretender ignorar su fracaso allí donde se les han enfrentado reales adversarios. Pero, aunque sólo vean motines donde hay revoluciones, se advierte su sustantivo pesimismo, tanto en esos júbilos artificiales, como en un febril acechar el avance revolucionario, y en su ceder incesante.

Son ésos, muchos políticos de «la mano tendida», de la cual se ha dicho que acaba siempre por ser la mano entregada; los «minimistas», que censura el Papa. Ellos dicen que las circunstancias los obligan, y, efectivamente, arte de saber mudar es el arte político, y no puede señalársele una táctica uniforme para todos los pueblos y todas las edades; pero a las circunstancias, en él, ha de cederse, maniobrando de manera que empujen nuestro barco en la dirección deseada, no de modo que nos arrastren contra los escollos. Y éste es el ceder de esos políticos, hombres de una «política de realidades», que yo definiría así: «política de debilidades». Les falta la hondura que sólo da el verdadero pensar sobrenatural, y creen, que con bufas componendas de comedia podrán remediar la tragedia. A nadie conducen, aunque conducir es oficio de políticos, y el vivir se les va en equilibrios, para no caer, sobre la cuerda floja de su pánico. Pero, al final, caen: que, como Saavedra Fajardo advertía: «Las vías medias ni granjean amigos ni quitan enemigos».

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Políticos que, de puro tácticos, ni aun osan a veces proclamarse cristianos. son fruto de circunstancias exclusivas a algunas naciones y a ciertos tiempos venturosamente, resultan planta incompatible con nuestro secular modo, español y entero, de vivir católicamente el cristianismo y llevarlo, con nosotros, a todo; pero, en mayor escala ¿no constituyen como la caricatura de lo que vienen siendo muchos de los políticos cristianos que, hace siglos, empezaron a batirse en retirada? ¿No reflejan, también, aquello en que el hombre cristiano, político o no, está en bastantes casos convirtiéndose?

Como a tantos de nosotros, cristianos de domingo y a horas fijas cristianos vergonzantes, rutinarios, tibios y palabreros, a ciertos políticos cristianos les falta amor, que es –señaló Gracián– «el más poderoso hechizo para ser amado». Son máquinas apologéticas desprovistas de caridad. Saben, pero no viven lo que saben. Por eso, cuanto hacen es estéril, y aunque sean muchedumbre, sólo sirven de estorbo al hombre, de excepción que, a veces, surge entre ellos. Su cristianismo enano les nubla la maravilla del cristianismo verdadero, que ellos han matado en el alma de la humanidad moderna. Pues, si es imposible una crisis del cristianismo, pueden existir crisis de cristianos. Liquidadores de su fe, muchos han hecho de ella algo aguado y desleído, indiferente y engendrador de indiferencias.

Por eso, ese cristianismo, ni siquiera lo odia el proletario; sencillamente, lo ignora. Pero al cristianismo hay que amarlo u odiarlo. No puede concebirse siquiera que pase sin dejar huella. Es soplo violento, es hoguera, todo, menos ese cristianismo gris de tantos políticos cristianos. El mayor pecado que a éstos se cargue en el futuro será, quizá, la falsificación del cristianismo; ese pecado de omisión, «del cual nadie se acusa –escribía León Bloy–, y que podría llamarse también el pecado de no amor».

* * *

A semejanza de Gracián, diré: ¡qué singular te concibo! ¡Qué singular te concibo, político cristiano! Porque, si en otras épocas bastaba lo normal, apenas sí es hoy suficiente lo extraordinario; porque, hoy, la sola mediocridad, en el cristiano, debiera ser censurable, y ya el llamarse cristiano, prenda de excepción. ¡Qué singular te concibo, político cristiano!

Si tú lo eres de veras, borrarás de tu vocabulario estas palabras: callar, disimular, ceder, aplazar. Te angustiará tu presente, y no por sus peligros, sino por sus injusticias, y, –lejos de arrojar febrilmente cubos de agua al incendio, o alimentarlo con irreflexivos nerviosismos, hijos a veces del miedo, lucharás por propagarlo conscientemente, conforme a plan, que fuego dijo tu Maestro que había venido a traer a la tierra. Alegremente, confiadamente, te darás sin tasa a tu misión, sin contar el número de tus enemigos y sin pararte en bizantinas discusiones con tus hermanos sobre el plan de ataque. El mejor plan es el que empieza ahora mismo y en el lugar que ahora ocupas, y el mejor político, el que instantáneamente percibe lo que, allí donde otros sólo tuvieron ojos para lo que divide, y en la tesis vencida, descubre, no un mal absoluto por enterrar, sino una verdad a medias por completar. Irás a lo concreto; mejor que probar la urgencia de reformar la sociedad, preferirás reformarla primero, para probar después que era necesario. Y si no lo logras todo de una vez, que no lo lograrás, sabrás perseverar sin pérdida de tu inicial temperatura emocional. No te preocupará tanto el perfilar de antemano tu programa como el lograr un auténtico estilo, católico, sencillo y nada ostentoso; nacido de tu vida, no sólo de tu razón; con él, todo se te dará por añadidura, hasta esas inéditas fórmulas políticas por las que clama este mundo de «humillante pobreza de soluciones», que dice el Papa, y a las que, entre incomprensiones ajenas, pretendemos llegar los españoles. En fin, en ese tu quehacer, quizá no puedas evitar el escandalizar. Pero tú contesta que eso debe ser el cristianismo: piedra de escándalo. Y tendrás razón.

¡Qué singular te concibo, político cristiano! ¡Y cómo hace falta que te conciba así, porque sólo políticos como tú, «de la raza perdida para la dirección de los pueblos», que añoraba VeuiIlot con ocasión de la muerte de García Moreno, podrán impedir que, si evita el mundo su tragedia, sea únicamente para caer en la farsa: que al Estado opresor, sólo acierte a sustituirle el Estado histrión.

José María García Escudero


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